Hay decisiones que tomamos sin pensar demasiado. Un anuncio en el periódico, un número de teléfono garabateado en un papel arrugado, un autobús que parte hacia un pueblo del que nunca habías oído hablar. Así empezó todo para Julia Alcántara hace más de treinta años, en una tarde fría de noviembre de 1993.

Julia tenía veintisiete años, pero su mirada parecía la de alguien que había vivido el doble. Caminaba por las calles de una ciudad que ya no le pertenecía, donde cada esquina, cada parque y cada escaparate le recordaban lo que había perdido. Hacía apenas ocho meses que el accidente había destrozado su vida. Una carretera mojada, un camión que invadió el carril contrario en una curva ciega y, en cuestión de segundos, su esposo Miguel y su pequeño hijo Danielito, de cuatro años, desaparecieron para siempre.

Ella sobrevivió. Y esa, descubrió con el paso de los días, era la peor parte.

Los meses siguientes fueron una nebulosa de pastillas para dormir, llamadas de condolencia que dejó de contestar y una soledad tan profunda que algunos días olvidaba comer. Sus suegros, destrozados por la pérdida de su hijo y su único nieto, se distanciaron, incapaces de mirarla sin ver la tragedia. Los amigos no sabían qué decir; la incomodidad se transformó en silencio y el silencio en ausencia. Su trabajo en la editorial le concedió una licencia indefinida que ambas partes sabían que era permanente. Julia se había convertido en un fantasma en su propia vida, arrastrando los pies por un apartamento que se sentía demasiado grande y demasiado silencioso.

Fue en uno de esos días grises, mientras bebía café frío en una cafetería donde nadie la conocía, cuando sus ojos cayeron sobre un pequeño anuncio en la última página del periódico local, encajonado entre ventas de coches usados y ofertas de limpieza.

“Se busca cuidadora por pocos días para señora mayor en casa de montaña. Urgente, no se requiere experiencia. Contactar con el Lic. Mendoza.”

Julia recortó el anuncio con dedos temblorosos, sin saber muy bien por qué. Tal vez porque decía “pocos días”, como si la vida pudiera medirse en jornadas soportables. Tal vez porque era en la montaña, lejos del asfalto y los recuerdos. O tal vez, en el fondo más oscuro de su corazón, porque cuidar a alguien moribundo le parecía el único trabajo para el que estaba verdaderamente cualificada. Ella, que se sentía muerta por dentro, podía entender a quien estaba a punto de partir.

Llamó desde un teléfono público. Una voz masculina, formal pero no fría, le explicó lo esencial. La señora Carmen Montilla, de 72 años, enferma terminal, vivía sola en una casa aislada. Sus hijos no podían ir por “motivos de trabajo”. Necesitaban a alguien solo para que la anciana no muriera completamente sola. —No tengo experiencia como enfermera —admitió Julia. —No necesita tenerla —respondió el licenciado Mendoza—. Solo necesita estar ahí. Eso es todo.

Tres días después, Julia subía a un autobús interurbano con una mochila pequeña, un abrigo rojo desgastado y ninguna esperanza en particular. No sabía que esos tres días en una casa perdida cambiarían su vida para siempre. No sabía que la desconocida moribunda que estaba a punto de conocer le devolvería algo que creía haber enterrado junto a su familia: una razón para seguir viva.

El autobús la dejó en un pueblo pequeño de piedra gris que parecía detenido en el tiempo. Era noviembre de 1993 y ese rincón de España parecía ajeno al mundo exterior. Un hombre mayor con un Jeep destartalado la esperaba. Se presentó como Fermín, vecino de toda la vida de Carmen. —¿Es usted la cuidadora? —preguntó. —Sí —respondió Julia, aunque la palabra le quedaba grande.

El camino hasta la casa serpenteaba montaña arriba. El paisaje se volvía agreste, silencioso. —La señora Carmen es buena gente —dijo Fermín rompiendo el silencio—. Pero está muy débil. Los hijos… bueno, dijeron que no podían venir. Trabajo, ya sabe. Julia asintió. Entendía demasiado bien cómo la gente huye de la muerte y del dolor.

La casa apareció entre la niebla: una construcción grande de piedra y madera, majestuosa pero con un aire de abandono. Fermín la dejó en la puerta. —Hay comida y leña. Vendré pasado mañana.

Julia entró. El interior olía a madera vieja, medicinas y tiempo detenido. Había fotografías por todas partes: una familia feliz que ya no existía. En la mesa, una nota: “Julia, bienvenida. Estoy en el dormitorio del primer piso. Carmen.”

Subió las escaleras crujientes. La habitación era amplia, dominada por una cama donde yacía una mujer muy delgada, de cabello blanco y piel pálida. Pero sus ojos… sus ojos eran de un azul intenso, lúcidos y penetrantes. —Tú debes ser Julia —dijo Carmen—. ¿Tienes familia? La pregunta directa golpeó a Julia. —Yo… tuve. Carmen asintió, comprendiendo más de lo que se decía. —Siéntate. No me gusta hablar con la gente de pie.

El primer día transcurrió en tareas sencillas. Julia cocinó, administró medicinas y observó las fotos de los hijos ausentes de Carmen: Fernando, el ejecutivo; Lucía, la publicista; Raúl, el soñador. Todos sonriendo en fotos, ninguno presente.

Esa noche, Carmen la llamó. —Mañana me cuentas quién eres de verdad, Julia. No pienso morirme sin saber a quién tengo al lado.

A la noche siguiente, Julia no pudo más. Sentada al borde de la cama de Carmen, bajo esa mirada azul implacable, se rompió. —¿Por qué aceptaste un trabajo tan pesado? —insistió Carmen—. ¿No temes morirte tú también? —Ya morí en una carretera hace ocho meses —confesó Julia con voz quebrada—. Solo que mi cuerpo no lo sabe todavía.

Le contó todo. El accidente. Miguel. Danielito. El camión. La culpa de sobrevivir. La soledad. —Todas las versiones terminan con ellos vivos y yo muerta. Y me parece más justo. Carmen le tomó la mano. —¿Y qué haces con un corazón que ya no espera nada? Julia lloró como no lo había hecho en meses. Carmen no ofreció consuelo vacío, solo presencia. —No eres la criada de esta casa, Julia. Eres la única persona que ha cruzado esa puerta sin esperar nada a cambio.

Al día siguiente, amaneció gris. Carmen estaba despierta, mirando la montaña. —Ayer hablaste tú. Hoy me toca a mí.

Carmen contó su historia. Una vida modesta, viuda a los 59 años. Y luego, el secreto. —En 1985 gané la lotería. La Primitiva. Millones de pesetas. Julia abrió los ojos. —¿Y qué hizo? —Nada. Escuché a mis hijos. Los escuché hablar de dinero, de coches, despreciar a los pobres. Me di cuenta de que si les contaba, en cinco años no quedaría nada y yo seguiría sola.

Carmen invirtió el dinero en secreto. Compró la casa en la montaña, diciéndoles que eran sus ahorros de toda la vida. Sus hijos pensaron que estaba loca. —Cuando enfermé, los llamé. Fernando tenía un viaje. Lucía, exámenes de los niños. Raúl me pidió dinero para el coche. Me querían meter en una residencia para olvidarse de mí. Por eso busqué a alguien desconocido. No quería morir rodeada de buitres.

Carmen miró a Julia con intensidad. —Ayer tomé una decisión. Llamé al abogado. —¿Para qué? —Para cambiar mi testamento. —Señora, yo no… —Escúchame. Tú perdiste todo y no te volviste amarga. Mis hijos tendrán la casa y lo que les corresponde por ley. Pero el dinero de la lotería, las inversiones… eso ahora tiene tu nombre, Julia.

Julia intentó protestar, pero Carmen fue firme. —Prométeme que usarás ese dinero para volver a vivir. Para no seguir castigándote por haber sobrevivido. —Lo prometo —susurró Julia.

Esa tarde, el licenciado Mendoza formalizó todo. Carmen firmó con mano temblorosa pero decidida. —¿Por qué yo? —preguntó Julia esa noche. —Porque tú me viste como una persona, no como una moribunda. El dinero es lo único que puedo dejarte. Pero lo que tú me diste a mí, dignidad, no tiene precio.

El tercer día amaneció con un silencio diferente. Julia supo que el final estaba cerca. Carmen respiraba con dificultad. —Es un día bonito para despedirse —murmuró la anciana.

Julia no se separó de ella. Le humedeció los labios, le peinó el cabello. Carmen pidió que abrieran la ventana para sentir el viento de la montaña una última vez. —Julia, prométeme algo. —Lo que quieras. —Pon una foto mía en tu nueva casa. No para recordarme a mí, sino para recordar que eres suficiente. Siempre has sido suficiente.

Las horas pasaron. El sol comenzó a descender, bañando la habitación en luz dorada. —Gracias por quedarte —murmuró Carmen. —Gracias a usted por dejarme quedarme.

Con la luz del atardecer entrando por la ventana, la respiración de Carmen se fue haciendo más lenta hasta que se detuvo. Se fue en paz, sostenida por la mano de la única persona que la había amado desinteresadamente en sus últimos años.

Julia se quedó allí, llorando la muerte de Carmen y, finalmente, llorando también la de su esposo y su hijo, permitiéndose sentir todo el dolor acumulado.

Después de que el médico certificó la muerte y Fermín ayudó con los trámites, Julia se preparó para irse. En la habitación de invitados, encontró un sobre blanco sobre la cama.

Lo abrió con manos temblorosas. “Querida Julia: Si lees esto, ya me fui. No te sientas culpable. No te di esta fortuna porque me cuidaste tres días. Te la di porque eres la clase de persona que merece una segunda oportunidad. Mis hijos recibirán lo justo, pero no lo que nunca supieron que existía. Usa el dinero. Compra un apartamento. Vuelve a vivir. Tú no elegiste vivir mientras ellos morían; simplemente viviste. Haz que valga la pena. Vive por ti, por Miguel, por Danielito y un poco por mí.”

Julia terminó de leer con las mejillas empapadas. Al día siguiente, tras el solitario funeral, caminó hacia el despacho del abogado. Al salir, el aire frío de la montaña le golpeó la cara, pero por primera vez en ocho meses, no sintió frío. Sintió el viento. Sintió la vida. Y supo que cumpliría su promesa.