La lluvia caía con fuerza aquella noche de invierno en las afueras de Cholula, Puebla. Don Ernesto, un hombre de casi setenta años, se encontraba sentado junto a su estufa de leña, mirando las brasas que apenas brillaban en la penumbra de su pequeña casa. Desde que su esposa falleció hacía quince años, vivía solo. Sus hijos, ambos radicados en la Ciudad de México, solo lo visitaban en fechas importantes. La vida de don Ernesto era tranquila y solitaria: por las mañanas cuidaba su huerto, por las tardes regaba las plantas y por las noches escuchaba la radio mientras tomaba café de olla.
Esa noche, el viento azotaba las ventanas y la tormenta parecía no tener fin. De pronto, un golpe en la puerta lo hizo sobresaltarse. Se levantó despacio, pensando que tal vez era algún vecino en apuros. Al abrir, se encontró con una joven empapada, temblando de frío, con el cabello pegado al rostro y la ropa pegada a la piel.
— Buenas noches, señor… ¿Me permitiría quedarme aquí esta noche? —dijo la muchacha con voz temblorosa—. Mi nombre es Lucía. Mi moto se descompuso y no tengo a dónde ir con esta lluvia.
Don Ernesto la observó unos segundos. No parecía una indigente ni una persona peligrosa. Más bien, sus ojos reflejaban una mezcla de cansancio, miedo y algo indefinible, como si la vida le hubiera dado demasiados golpes en poco tiempo.
Sin dudarlo, le hizo una seña para que pasara. Buscó una toalla y una manta vieja, y mientras la joven se secaba, él calentó un poco de sopa y sacó unas tortillas del refrigerador.
— No tengo mucho, pero al menos puedes entrar en calor —dijo mientras le servía la sopa.
Lucía sonrió agradecida y comió en silencio. Después, se acomodó en el viejo sofá de la sala, envuelta en la manta. Don Ernesto se retiró a su cuarto, pero el sonido de la lluvia y el recuerdo de la joven no le dejaban dormir.
Cerca de la medianoche, al escuchar el viento silbar entre las rendijas de las ventanas, don Ernesto salió a revisar que todo estuviera bien. Al pasar por la sala, notó que Lucía seguía despierta, abrazando sus rodillas y mirando fijamente hacia la oscuridad exterior.
— ¿No puedes dormir? —preguntó en voz baja.
Lucía negó con la cabeza y, tras un instante de duda, dijo en un susurro:
— Señor… ¿le puedo pedir un favor? Es algo muy extraño, pero no tengo a nadie más…
Don Ernesto se sentó frente a ella, curioso y un poco preocupado.
— Dime, hija. Si puedo ayudarte, lo haré.
Lucía vaciló antes de hablar. Finalmente, con voz apenas audible, confesó:
— ¿Podría usted… fingir ser mi papá durante unos días?
Don Ernesto quedó perplejo. No esperaba una petición así.
— ¿Fingir ser tu papá? ¿Por qué?
Lucía respiró hondo y comenzó a contar su historia. Era hija única de una madre soltera, doña María, quien había fallecido apenas tres semanas atrás de cáncer. En su acta de nacimiento, el espacio del padre estaba en blanco; nunca supo quién era su papá, pues su madre jamás quiso hablar del tema.
— Ahora… estoy por casarme —continuó Lucía—. Mi novio, Javier, viene de una familia tradicional de Oaxaca. Su mamá es muy estricta y no acepta que yo no tenga papá. Dice que una mujer sin padre no puede entrar a su familia con “honor”. Me obligaron a presentar a mi papá en la ceremonia de compromiso.
Lucía confesó que, por presión de su novio, había intentado contratar a un actor para que fingiera ser su padre, pero el hombre tuvo un accidente y no podría viajar a Oaxaca para la ceremonia. Desesperada, Lucía decidió irse unos días a Cholula, a despejar la mente. Nunca imaginó que terminaría pidiendo asilo en casa de un desconocido durante una tormenta.
— Sé que es una locura, señor… pero no tengo a quién más pedirle esto. Solo necesito que me acompañe a Oaxaca, que diga unas palabras en la ceremonia y después… nunca más lo molestaré. Le juro que le pagaré lo que usted pida.
Don Ernesto guardó silencio. No era un hombre de aceptar tonterías, pero la sinceridad y desesperación en los ojos de Lucía le conmovieron. Le prometió pensarlo y darle una respuesta al amanecer.
Esa noche, don Ernesto apenas pudo dormir. Recordó su propia juventud. Había amado una vez, en su época de estudiante en la UNAM. Su novia, Teresa, era de Veracruz, una joven dulce que estudiaba enfermería. Por prejuicios familiares, tuvieron que separarse y él nunca volvió a saber de ella. A veces, se preguntaba si Teresa habría tenido una hija… pero nunca se atrevió a buscarla.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café y pan dulce, don Ernesto notó un moretón en el rostro de Lucía.
— ¿Qué te pasó ahí? —preguntó, señalando la mancha violácea cerca de su ojo.
Lucía se sobresaltó y trató de cubrirse.
— Me caí… —murmuró.
Don Ernesto no insistió, pero algo en su interior le decía que no era una simple caída. Después, mientras recogía la sala, vio que de la mochila de Lucía se asomaba un sobre. Por accidente, el sobre cayó y se desparramaron unos papeles: era el acta de defunción de doña María, un expediente médico y una carta dirigida a “mi hija, Lucía”.
Movido por la curiosidad —y el respeto—, don Ernesto solo leyó las primeras líneas de la carta. Decía: “Perdóname por no poder darte el nombre de tu padre. Él no supo nunca que existías. Solo quise protegerte de más dolor…”
El corazón de don Ernesto latió con fuerza. El nombre completo de la madre, María Teresa Hernández, le resultó dolorosamente familiar. ¿Sería posible…?
Llamó a Lucía a la cocina y le preguntó suavemente:
— ¿Cómo se llamaba tu mamá, hija? ¿Dónde nació?
— María Teresa Hernández, de Veracruz —respondió Lucía, sorprendida—. ¿Por qué?
Don Ernesto sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Era el mismo nombre de su primer amor, la que nunca pudo olvidar.
— ¿Sabes si tu mamá estudió enfermería en la UNAM?
Lucía se quedó boquiabierta.
— Sí… siempre me contaba historias de la universidad en la Ciudad de México. ¿Cómo lo sabe?
Don Ernesto se sentó, sintiendo que el mundo giraba a su alrededor.
— Porque… yo fui su novio. Hace más de cuarenta años. Nos separaron, pero la amé mucho. No supe nunca que tuvo una hija…
Lucía se cubrió la boca, incrédula. Lágrimas rodaron por sus mejillas. Toda su vida había soñado con conocer a su padre, aunque fuera solo una vez. Ahora, en la casa de un extraño, en medio de la lluvia, parecía que el destino le jugaba una broma extraña.
— ¿Cree que… podría ser usted mi papá?
Don Ernesto asintió, conmovido.
— Solo hay una manera de saberlo. Podemos hacernos una prueba de ADN. Pero, mientras tanto, si quieres… puedo acompañarte a la ceremonia.
Lucía lo abrazó, temblando de emoción. Por primera vez en años, sintió que el vacío en su corazón comenzaba a llenarse.
Viajaron juntos a Oaxaca unos días después. Durante el trayecto, Lucía le contó detalles de su infancia, de su madre, de los sueños que tenía de niña. Don Ernesto, por su parte, le habló de su vida tranquila en Cholula, de los libros que leía y de cómo había aprendido a vivir con la soledad.
En Oaxaca, la familia de Javier los recibió con cierta desconfianza. Pero la presencia de don Ernesto, con su porte serio y voz pausada, impuso respeto. En la ceremonia, cuando le pidieron que hablara como padre de la novia, don Ernesto improvisó unas palabras sencillas pero profundas sobre el amor, la familia y el valor de la honestidad.
— No siempre elegimos las circunstancias en las que nacemos —dijo—. Pero sí podemos elegir cómo amamos y protegemos a quienes queremos.
Todos los presentes quedaron conmovidos. La madre de Javier, que al principio miraba con recelo, terminó abrazando a Lucía y dándole la bienvenida a la familia.
Al regresar a Cholula, la prueba de ADN confirmó lo que ambos ya intuían: don Ernesto era el padre biológico de Lucía. La noticia los unió aún más. Don Ernesto decidió vender su pequeña casa y mudarse a la Ciudad de México, cerca de su hija.
Por primera vez en mucho tiempo, don Ernesto no temía al futuro. Cada mañana, mientras preparaba café y escuchaba el bullicio de la ciudad, sonreía al recordar cómo una noche de lluvia le devolvió la familia que creía perdida para siempre.
Y Lucía, que había crecido sintiéndose incompleta, supo que, a veces, los milagros llegan en los momentos más inesperados. Ahora, cada vez que llamaba “papá” a don Ernesto, sentía que el amor de su madre seguía vivo en ambos.
News
Papá gastó todos sus ahorros de jubilación para salvar a su cuñada en bancarrota. Cuando lo hospitalizaron, pensó que ella se haría cargo de cuidarlo, pero inesperadamente ella acudió a su lado y declaró con calma: «He gastado todo mi dinero».
El día en que don Ernesto se desplomó en el portal de su casa por un infarto, nadie imaginó que…
Una niña de 8 años se niega a abrir su armario cuando su madre lo revisa…
Durante tres semanas, Sofía, la hija de ocho años de la señora Maribel, se negó rotundamente a que alguien abriera…
Al ver a su esposa enviando mensajes de texto a su jefe en mitad de la noche, el marido hizo una pregunta y quedó atónito por la respuesta…
La luz amarillenta del farol de la calle se filtraba por la ventana, proyectando sombras largas y deformes sobre el…
El anciano llevaba ropa rasgada para hacer una transacción, pero el personal se negó. Menos de una semana después, se supo que la niña había desaparecido misteriosamente.
Era un lunes cualquiera, pero el bullicio en la sucursal bancaria de la Avenida Insurgentes parecía más intenso que de…
Mi hijo desapareció por 10 años… volvió diciendo que siempre me recordó
Nunca he sabido si el dolor tiene fondo. Si uno puede tocar la base y saber que no puede hundirse…
PASABA CADA NOCHE FRENTE A UN RESTAURANTE… HASTA QUE UN COCINERO SALIÓ A HABLARLE.
Desde que tengo memoria, la Ciudad de México siempre me pareció demasiado grande para un niño como yo. Las calles…
End of content
No more pages to load