El agua subía tan rápido que Camila apenas podía pensar. Sostenía a Isabela pegada a su pecho mientras Sofía se aferraba a su pierna, las tres empapadas hasta los huesos. El carro se había quedado sin gasolina justo cuando empezó el aguacero más fuerte que había visto en su vida. Las calles de Medellín parecían ríos y los autos flotaban como juguetes rotos. Camila, recién llegada a la ciudad, no conocía a nadie. Solo sabía que tenía que proteger a sus hijas.

—¡Mami, tengo miedo! —gritó Sofía, su carita asustada entre las gotas.

—Ya sé, mi amor. Alguien nos va a ayudar —dijo Camila, aunque ni ella se lo creía.

De pronto, una voz se escuchó entre la lluvia:
—¡Oiga, señora, por aquí!

Un hombre se acercaba corriendo con un niño en la espalda. El agua le llegaba a las rodillas.
—Deme la mano, rápido, esto se va a poner peor.

Camila dudó, pero algo en la voz del desconocido la tranquilizó. Tomó la mano de Mateo, quien cargó a Isabela mientras Sofía se aferraba a su camiseta mojada. Los llevó hasta la entrada de una tienda cerrada, donde por fin pudieron respirar.

—¿Están bien? —preguntó el hombre, jadeando.
—Camila —respondió ella, temblando—. Ellas son Isabela y Sofía.

—Yo soy Mateo, y él es mi hijo Sebastián.

Camila, con el corazón en la mano, solo pudo dar las gracias. No sabía cómo explicar que había huido de un pueblo cerca de Bogotá, escapando de deudas y amenazas, buscando un futuro mejor para sus hijas.
—¿Tienen dónde quedarse? —preguntó Mateo.

Camila mintió, pero Mateo supo ver la verdad.
—Vivo aquí cerca, pueden quedarse esta noche. No les pido nada, solo que mañana encuentren un lugar seguro.

Esa noche, en la casa azul de Mateo, Camila secó a sus hijas con toallas limpias y Sebastián les prestó ropa. El niño, serio y maduro, le susurró a su papá:
—¿Crees que están huyendo de algo malo?

—Tal vez, hijo, pero solo vamos a ayudarlas esta noche.

Pero el destino tenía otros planes. Al día siguiente, Camila consiguió rentar un apartamento justo enfrente.
—Después de lo de ayer, resulta que vamos a ser vecinos —le dijo a Mateo, y ambos sonrieron. El universo parecía haberlos puesto ahí por una razón.

Al principio, solo se saludaban de lejos. Pero Sebastián, siempre directo, gritó una mañana:
—¡Señora Camila, las niñas quieren desayunar con nosotros!

Así empezó todo. Los desayunos se volvieron costumbre, y pronto Mateo llevaba a los tres niños al colegio y jardín. Camila los recogía en las tardes. Las niñas y Sebastián se hicieron inseparables. Camila y Mateo, poco a poco, también.

Una tarde, Mateo ayudó a Camila a arreglar la chapa de su puerta.
—¿Cuánto le debo? —preguntó ella.

—Nada, somos vecinos. Pero si quiere, cene con nosotros.

Esa noche, entre cajas y risas, compartieron historias. Camila le confesó que siempre había querido ser doctora, pero la vida y las niñas la habían hecho cambiar de planes. Mateo le contó de Laura, su esposa fallecida, y de cómo había llegado a Medellín buscando empezar de nuevo con Sebastián.

Las niñas admiraban a Mateo: Isabela quería ser mecánica y Sofía, doctora. Sebastián decía que su papá podía arreglar cualquier cosa, menos los corazones rotos.
—A veces, los sueños se guardan tanto que se apagan —le dijo Mateo a Camila una noche.

Al día siguiente, le entregó un sobre con información sobre una beca para madres solteras en medicina. Camila sintió que alguien creía en ella de nuevo.

Los meses pasaron. La relación entre Camila y Mateo se volvió cada vez más cercana. Sebastián preguntó un día:
—¿Por qué mi papá canta en la ducha otra vez?

Tal vez era porque la casa se llenaba de risas, de arepas calientes y de vida. Una noche, Camila llegó cansada del hospital y encontró a Mateo cuidando a Sofía, enferma.
—Es mi niña también —dijo Mateo, y la frase flotó en el aire, llena de significado.

Un día, Camila recibió una llamada: había sido seleccionada para la beca, pero debía pasar dos años en España. El corazón se le partió. ¿Debía perseguir su sueño o quedarse con la familia que había construido? Mateo, con dolor, le pidió que no renunciara a su sueño por ellos.

Sebastián, que lo veía todo, se escapó una noche para rogarle a Camila que no se fuera.
—Ya perdí a mi mamá, no quiero perderlos a ustedes.

Las palabras del niño la hicieron pensar. ¿Por qué tenía que elegir? Llamó a la universidad y preguntó si podía cursar los primeros años en Medellín y luego decidir sobre el intercambio. La respuesta fue sí.

Antes de decidir, Camila fue al cementerio a hablar con Laura, la esposa de Mateo.
—No sé si tengo derecho a amar a tu hijo como si fuera mío, pero lo hago. Los amo a los dos.

Salió de ahí en paz.

Semanas después, reunió a la familia en el restaurante donde se habían refugiado de la tormenta. Con manos temblorosas, anunció:
—Decidí quedarme. Mi sueño cambió. Ahora mi sueño es esta familia.

Sacó un anillo y le pidió matrimonio a Mateo, quien, entre risas, sacó el suyo. Los niños brincaron de alegría.
—¿Eso quiere decir que vamos a tener perro? —preguntó Isabela.

—Sí a todo —respondió Camila.

La boda fue sencilla pero perfecta, en el parque del barrio. Las niñas lanzaron pétalos, Sebastián llevó los anillos y todos lloraron de felicidad. Camila y Mateo se prometieron construir juntos la familia más feliz del mundo.

Los primeros meses de matrimonio fueron de ajustes. Se mudaron a una casa más grande sobre el taller de Mateo. Camila estudiaba medicina los sábados; Mateo se encargaba de los niños. El taller creció y la familia también. Un día, Camila le confesó a Mateo en la playa de Santa Marta:
—Vamos a tener un bebé.

El pequeño Miguel llegó meses después, llenando la casa de más risas y caos. Sebastián se volvió el hermano mayor perfecto, Isabela ayudaba en el taller y Sofía leía cuentos a Miguel.

Cinco años después, la familia vibraba con el bullicio de cuatro hijos y un gato callejero. Camila, a punto de graduarse de medicina, estudiaba mientras acariciaba su vientre: esperaban una niña, Laura.

Una tarde de lluvia, Mateo le llevó un té mientras ella estudiaba.
—¿No te arrepientes de no haberte ido a Bogotá?
—Jamás.
—¿Tú te arrepientes de España?
—Para nada. Los sueños pueden esperar si tienes con quién compartirlos.

La familia planeaba un futuro juntos, tal vez un intercambio en Europa, tal vez solo más domingos de risas y desayunos largos.

Los domingos, la casa se llenaba de música, olor a pan y voces de niños. Camila y Mateo sabían que la vida no era perfecta, pero sí hermosa. Habían aprendido que el amor no es encontrar a alguien perfecto, sino decidir cada día quedarse, llueva o truene. Y que, a veces, la lluvia no viene a destruir, sino a llevarte justo donde tienes que estar.

Porque después de cada tormenta, sale el sol. Y las mejores historias de amor, como la suya, empiezan cuando menos te lo esperas.