Me llamo Jorge y soy chofer de tráiler de larga distancia. Mi vida siempre ha estado ligada a las carreteras infinitas de México, los viajes interminables y las noches solitarias. Mi esposa murió joven, dejándome solo con mi hijo, Emiliano. Como no podía cuidarlo por mi trabajo, lo dejé al cuidado de mis padres en un pueblito cerca de Puebla. Cada mes, hacía lo posible por visitarlo o al menos llamarlo por videollamada. Mi mayor sueño era ahorrar lo suficiente para comprar una casita en la Ciudad de México y así poder traer a Emiliano conmigo, para que nunca más tuviéramos que estar separados.
Aquella noche, una tormenta azotaba la autopista México–Veracruz. La lluvia caía con fuerza, golpeando el parabrisas y reduciendo la visibilidad a casi nada. Yo manejaba de regreso a la capital, con una carga urgente de mercancía. La autopista estaba casi vacía, solo de vez en cuando pasaba otro camión o algún coche perdido.
Fue entonces cuando, al pasar por un tramo solitario, vi dos figuras pequeñas encogidas junto al arcén. Era una mujer delgada, abrazando a un niño de unos seis años. Ambos estaban empapados, temblando bajo la lluvia, sin ningún refugio cerca. Sentí un nudo en el pecho. Esa imagen me recordó a mi propia esposa y a Emiliano. Si algún día ellos estuvieran en esa situación, ¿no desearía yo que alguien los ayudara?
Sin pensarlo, frené y orillé el tráiler.
Bajé la ventanilla y grité:
—¿Están bien? ¿Necesitan ayuda?
La mujer levantó el rostro, pálido y cansado. El niño dormía en sus brazos, con los labios morados por el frío.
—Nuestro coche se descompuso y nadie contesta las llamadas —dijo ella, con voz temblorosa—. No sabemos qué hacer.
Ya eran casi las diez de la noche y la tormenta no cedía. No podía dejarlos ahí.
—Suban, por favor. Voy rumbo a la Ciudad de México, pero puedo dejarlos en la próxima gasolinera o, si quieren, los llevo hasta la ciudad.
La mujer dudó un segundo, luego asintió agradecida.
—Muchas gracias, señor. De verdad, Dios se lo pague.
Subieron al camión. Encendí la calefacción. Ella se acomodó en el asiento del copiloto, con el niño en brazos, y sacó una toalla vieja para secarle la cara.
—¿Cómo se llaman? —pregunté.
—Yo soy Lucía y él es mi hijo, Diego. Veníamos de Orizaba, íbamos a visitar a mi madre que está enferma.
Lucía me contó que trabajaba en una maquiladora y su esposo era albañil. La vida no era fácil. El viaje era para ver a su madre antes de que la hospitalizaran.
Mientras conducía, Diego despertó. Le ofrecí una cajita de leche y unas galletas que siempre llevaba para Emiliano. El niño me miró con ojos grandes y agradecidos.
—Gracias, señor —murmuró.
—De nada, campeón. Come para que entres en calor.
La lluvia seguía golpeando el camión. Lucía, agotada, cerró los ojos y se quedó dormida. Yo puse la radio bajito, para no molestar.
Pasaron veinte minutos. De pronto, escuché un ruido extraño a mi lado. Miré de reojo: Lucía estaba recostada, pero su postura no era normal.
—¿Señora Lucía? —llamé.
No respondió. La toqué suavemente. Su cuerpo estaba blando, sin reacción.
—¡Lucía! —la moví más fuerte, pero nada.
El corazón me dio un vuelco. Frené de golpe y encendí las luces de emergencia. Me quité el cinturón y me acerqué. Lucía no respiraba.
—¡No puede ser! —susurré, temblando.
Diego, sobresaltado por el movimiento, abrió los ojos y vio a su madre inmóvil.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó, rompiendo en llanto.
Lo abracé, tratando de consolarlo, pero mis manos temblaban. No podía creer lo que estaba pasando. Hacía apenas unos minutos, Lucía estaba viva, contándome su historia. Ahora, yacía sin vida en mi camión.
Busqué su teléfono en la bolsa. Con manos torpes, marqué el contacto que decía “Esposo”.
—¿Bueno? —contestó una voz adormilada.
—Disculpe… soy chofer de tráiler. Su esposa y su hijo estaban varados en la autopista, los subí a mi camión para ayudarlos… pero… su esposa… ella… —no pude seguir.
Silencio. Luego, un grito ahogado.
—¿Qué le pasó a Lucía?
—No lo sé… de repente dejó de respirar. Creo que fue el corazón… —balbuceé—. Estoy cerca del kilómetro 128, en la autopista.
Escuché sollozos y gritos al otro lado. Colgué y llamé al 911, explicando la situación. Diego seguía llorando desconsolado, llamando a su madre.
Media hora después, llegaron la ambulancia y la policía. Confirmaron lo que yo ya temía: Lucía había muerto.
Me tomaron declaración. Conté todo, desde que los recogí bajo la lluvia hasta el momento en que Lucía se desvaneció. Los policías me hicieron mil preguntas: si la conocía antes, si le di algo de comer, si discutimos. Respondí todo con la verdad. Solo quería ayudar.
Diego fue llevado en brazos por una oficial. El niño, en shock, no dejaba de repetir:
—Mamá, despierta… mamá…
Me pidieron que los acompañara a la delegación. Mi camión quedó asegurado. No podía dejar de pensar en Emiliano, en cómo me sentiría si algo así le pasara a él.
A la mañana siguiente, llegó el esposo de Lucía. Era un hombre demacrado, con la mirada perdida.
—¿Qué le hiciste a mi esposa? —me gritó, fuera de sí.
—No le hice nada… solo quise ayudar —respondí, con la voz quebrada.
La policía intervino. Días después, el forense confirmó que Lucía murió de un infarto fulminante. Fui exonerado. Pero la noticia ya se había regado por todo el gremio de choferes y las empresas de transporte. Algunos me evitaban, otros murmuraban cosas sobre “mala suerte” o “cosas raras”.
Perdí varios contratos. El dinero que ahorraba para la casa de Emiliano se fue en gastos y deudas. Pero lo que más me pesaba era el recuerdo de Diego. Sus ojos asustados, su llanto en la noche.
Unos días después, fui a visitar a la familia de Lucía. Vivían en una casita humilde en las afueras de la ciudad. El ambiente era de luto y resignación. El esposo de Lucía ya no me miraba con odio, solo con tristeza.
—Gracias por ayudarla —me dijo al final—. Sé que no fue tu culpa.
Le dejé algo de dinero, lo poco que tenía, y le prometí ayudar a Diego en lo que pudiera.
No pude volver a la carretera. Vendí el camión, pagué mis deudas y con el resto abrí una pequeña fonda en mi pueblo, junto a mis padres y Emiliano. No era mucho, pero al menos podía estar cerca de mi hijo, verlo crecer y disfrutar de su compañía.
A veces, Diego y su papá venían a comer. Nos hicimos amigos. Ayudé a Diego con sus tareas, le regalé libros y juguetes usados de Emiliano. Poco a poco, el dolor fue cediendo, aunque la ausencia de Lucía siempre estaba presente.
Esa noche de tormenta cambió mi vida para siempre. Por veinte minutos, el destino me puso ante una prueba que nunca imaginé. Perdí mucho, pero también gané algo invaluable: la certeza de que, incluso en las tragedias más inesperadas, la compasión y la solidaridad pueden dar sentido a la vida.
Hoy, cuando cierro la fonda por las noches y veo a Emiliano dormido, doy gracias por tenerlo a mi lado. Y aunque el pasado pesa, sé que hice lo correcto. Porque ayudar a otros, aun cuando el resultado sea doloroso, es lo que nos hace humanos.
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