—¿Quién es? —pregunté, la voz más débil que nunca.

—Soy yo… Flor.

Sentí que el corazón me dio un vuelco. Flor, la mamá de mi hijo. La mujer con la que compartí años de vida y con la que, aunque ya no estábamos juntos, siempre tuve un lazo irrompible. No era raro que me llamara para preguntarme por el niño o para avisarme alguna cosa de la escuela, pero aparecerse así, sin avisar, era otra cosa.

Me levanté como pude. Las piernas me temblaban, el cuerpo me pesaba como si trajera una mochila llena de piedras. Abrí la puerta y ahí estaba ella, con su cabello recogido en un chongo rápido, una bolsa llena de medicamentos y una expresión que mezclaba preocupación, cariño y ese coraje que siempre la caracterizó.

—¿Qué haces acá? —balbuceé, sorprendido.

Flor no respondió de inmediato. Entró sin esperar invitación, como si todavía viviera aquí, y empezó a dejar cosas en la mesa del comedor. Sacó una caja de paracetamol, un frasco de jarabe, un tupper que ya olía a sopa casera y una bolsa de pan dulce.

—Me enteré de la recaída… y no podía quedarme en casa —dijo, con voz baja pero firme—. ¿Ya comiste algo?

Negué con la cabeza. Me temblaban las manos y la garganta estaba cerrada, como si no pudiera tragar ni aire.

—No tengo hambre —alcancé a decir.

—Tienes que comer, aunque sea un poco —insistió, sirviendo la sopa en un plato hondo—. No puedes seguir así.

Me miró como cuando me miraba después de una pelea fuerte, cuando no hacía falta hablar. Sus ojos siempre fueron transparentes, como si pudiera ver todo lo que yo sentía, incluso lo que yo mismo quería ocultar. Me senté en el sillón, derrotado, y ella se arrodilló frente a mí. Empezó a abrigarme los pies, a acomodarme las pantuflas. Sentí una ternura tan grande que me dieron ganas de llorar.

—Pareces un niño —rió suavemente, sin burlarse, solo para romper el hielo.

No pude evitar reír también, o al menos intentarlo. Era una risa rota, pero era risa al fin.

—Gracias… no sé si merezco tanto —murmuré, bajando la mirada.

—Deja de hablar pavadas —me dio un leve golpe en el brazo, como antes, cuando éramos pareja y ella me regañaba por no tomarme el medicamento o por dejar la ropa tirada—. Vamos a pelear juntos esta vez, ¿sí?

Sentí que algo dentro de mí se aflojaba. Las paredes que había construido para aguantar el dolor se rompieron. Me incliné hacia ella y la abracé, más fuerte de lo que creí posible.

—Me da miedo —susurré.

—Lo sé… a mí también —respondió, apoyando su cabeza en mi hombro—. Pero no estás solo.

Nos quedamos así un buen rato, en silencio. Afuera, la ciudad seguía su curso: los autos, los cláxones, los gritos de los niños jugando en la calle, el olor a tierra mojada que entraba por la ventana. Pero adentro, en ese pequeño departamento, solo existíamos nosotros dos y el recuerdo de todo lo que habíamos vivido.

La enfermedad había llegado de golpe. Primero fue una tos leve, luego fiebre, dolor en los huesos, cansancio extremo. Los doctores dijeron que era una recaída, que tenía que cuidarme, que no podía seguir trabajando como si nada. Pero yo, necio, seguí yendo a la oficina, tomando café y fumando a escondidas. No quería preocupar a nadie, mucho menos a Flor o a mi hijo, Emiliano.

Pero Flor siempre se enteraba de todo. No sé cómo le hacía, pero tenía ese sexto sentido para saber cuándo algo andaba mal conmigo. A veces me molestaba, sentía que invadía mi espacio, pero en el fondo agradecía que alguien se preocupara así por mí.

Esa tarde, después de que comí la sopa que me trajo, Flor se puso a limpiar la cocina. Lavó los platos, barrió el piso y hasta acomodó los frascos de medicina en orden, como si quisiera ponerle orden a mi vida también.

—¿Cómo está Emiliano? —pregunté, sabiendo que era la única pregunta que realmente me importaba.

—Bien, en la escuela. Le dije que estabas enfermo, pero que te vas a poner bien. Si quieres, mañana te lo traigo un rato para que lo veas —dijo, mientras secaba sus manos con un trapo.

—¿No te molesta estar aquí? —le pregunté, con miedo a la respuesta.

Flor se quedó callada un momento. Se sentó a mi lado, respiró hondo.

—No, no me molesta. A veces me enojo contigo, pero nunca podría dejarte solo en esto. Eres el papá de mi hijo, y aunque ya no estemos juntos, te sigo queriendo. No como antes, pero te quiero. Además, si tú no estás bien, ¿quién va a cuidar de Emiliano cuando yo no esté?

Me quedé pensando en eso. Siempre creí que podía con todo solo, que no necesitaba a nadie. Pero ahí estaba ella, demostrándome lo contrario.

Los días pasaron y Flor siguió viniendo. A veces llegaba temprano, antes de irse al trabajo, y me dejaba el desayuno listo. Otras veces venía en la noche, después de dejar a Emiliano con su mamá, y se quedaba a platicar conmigo, a ver la tele o simplemente a escucharme. Poco a poco, empecé a sentirme mejor. No solo físicamente, sino también por dentro. El miedo seguía ahí, pero ahora era más llevadero.

Una noche, mientras veíamos una película vieja, sentí que debía decirle algo.

—Gracias, Flor. Por todo esto. No sé qué haría sin ti.

Ella me miró, sonrió y me agarró la mano.

—No tienes que agradecerme nada. Así es la familia, ¿no? Nos cuidamos, aunque a veces nos caigamos gordos.

Reímos los dos. Era cierto. La familia no siempre es perfecta, pero es la que te toca y la que eliges cuidar.

Un día, mientras Flor estaba en la cocina, sonó el teléfono. Era la doctora. Me dijo que los análisis habían salido mejor de lo esperado, que si seguía cuidándome, pronto podría volver a la rutina normal. Sentí un alivio tan grande que me dieron ganas de gritar. Cuando le conté a Flor, me abrazó tan fuerte que casi me quedo sin aire.

—¡Te dije que íbamos a salir de esta! —dijo, con una sonrisa enorme.

—Sí, pero fue gracias a ti.

—No, fue gracias a los dos. Tú pusiste de tu parte, y yo solo vine a darte un empujón.

Esa noche, Flor se quedó más tiempo de lo normal. Platicamos de todo: de Emiliano, de cómo había cambiado la vida desde que nos separamos, de nuestros sueños, de los miedos que todavía nos acompañaban. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía hablar de todo sin miedo a ser juzgado.

—¿A veces no te arrepientes? —le pregunté, mirando el techo.

—¿De qué?

—De haberte separado de mí.

Flor se quedó pensando. Se acomodó en el sillón, cruzó los brazos.

—A veces sí, pero sé que fue lo mejor para los dos. Nos estábamos haciendo daño, y así no podíamos criar bien a Emiliano. Pero eso no significa que no te quiera, o que no me importes. Solo… solo aprendí a quererte de otra manera.

Me quedé callado. Entendí que a veces el amor cambia de forma, pero no desaparece. Que uno puede dejar de ser pareja, pero no deja de ser familia.

El tiempo siguió su curso. Mis fuerzas regresaron poco a poco. Empecé a salir de nuevo, a caminar por el parque, a ir por Emiliano a la escuela. Flor seguía viniendo, pero ahora solo de vez en cuando. Me traía comida, medicina, o simplemente se sentaba a platicar.

Un sábado, Emiliano vino a pasar la tarde conmigo. Jugamos, vimos caricaturas, y cuando Flor vino por él, los tres nos sentamos a cenar juntos. Era como si fuéramos una familia normal, aunque diferente. Sentí una paz que hacía mucho no sentía.

Antes de irse, Flor me abrazó y me susurró al oído:

—¿Ves? No estás solo. Nunca lo estuviste.

La vi salir con Emiliano de la mano, y supe que, aunque la vida nos hubiera llevado por caminos distintos, siempre estaríamos ahí el uno para el otro.

El otoño llegó, y con él, los días más frescos y las noches más largas. Mis fuerzas ya estaban casi al cien. Empecé a trabajar de nuevo, a ver a mis amigos, a sentirme útil. Pero algo dentro de mí había cambiado para siempre.

Aprendí que no hay que tener miedo de pedir ayuda. Que la familia, aunque a veces duela, es la que te sostiene cuando no puedes más. Que el amor no siempre es como en las películas, pero es real, fuerte y capaz de sanar.

Un día, mientras caminaba por el parque con Emiliano, él me preguntó:

—¿Papá, por qué mamá viene a cuidarte si ya no son novios?

Me quedé pensando en la mejor manera de explicárselo.

—Porque aunque ya no seamos pareja, seguimos siendo familia. Y en la familia, uno siempre cuida a los que quiere.

Emiliano sonrió, como si entendiera todo.

—Entonces, ¿yo también voy a cuidar de ti cuando seas viejito?

—Claro que sí, campeón —le respondí, abrazándolo—. Y yo voy a cuidar de ti siempre.

Y así, con mi hijo de la mano y el corazón más ligero, supe que la vida me había dado una segunda oportunidad. Que a pesar de todo, nunca estuve solo. Y que, mientras haya amor, siempre habrá esperanza.