El Hotel del Silencio: La verdad bajo el concreto

La llamada entró a las 6:48 de la mañana. El teléfono fijo de la casa S, que casi nunca sonaba, interrumpió el silencio con su timbre antiguo y estridente. Olivia Montenegro, aún medio dormida, se sentó en la cama con el corazón agitado. Su primer pensamiento fue su madre enferma, pero la voz al otro lado no era familiar ni traía noticias médicas.

—¿Señora Montenegro? —preguntó una voz grave masculina—. Disculpe que la contacte tan temprano. Mi nombre es Mauricio Peña. Soy supervisor de obras en Construcciones del Pacífico. Estamos demoliendo el antiguo hotel Estrella del Mar en Barra Alta y encontramos algo que creo que le puede interesar.

Olivia tardó varios segundos en procesar esas palabras. El nombre del hotel se estrelló en su memoria como un golpe seco: hotel Estrella del Mar. Hacía más de una década que no lo escuchaba, pero jamás lo había olvidado. Era el lugar donde su hermana menor, Laura Montenegro, y su esposo Gabriel Sifuentes desaparecieron sin dejar rastro durante su luna de miel en marzo de 1994.

—¿Qué encontraron exactamente? —preguntó sintiendo que el corazón le latía en la garganta.

—Una maleta enterrada bajo los cimientos del ala este. Contiene identificaciones y fotografías con los nombres de Laura Montenegro y Gabriel Sifuentes. También hay ropa y documentos personales.

Por un instante, el mundo de Olivia dejó de girar. No era la primera vez que alguien decía tener información. Durante años había recibido llamadas de supuestos videntes, testigos, incluso estafadores. Pero esta vez era distinto. Esta vez no era un rumor ni una pista dudosa. Era una maleta enterrada bajo un edificio.

—¿Dónde están esos objetos ahora? —preguntó Olivia.

—Están bajo custodia en nuestra oficina principal. Llamamos a la policía, pero nos pidieron que intentáramos contactar a algún familiar directo antes de tomar otras medidas. Su nombre aparece como contacto de emergencia en varios documentos.

Olivia apuntó la dirección mientras sus manos temblaban. Al colgar se quedó sentada inmóvil, mirando hacia el pasillo oscuro que conectaba con el dormitorio de su hijo. Toda su vida había aprendido a convivir con la incertidumbre, pero eso que parecía imposible de romper de pronto tenía una fisura y en esa grieta volvía a colarse el pasado.

Afuera el sol apenas comenzaba a asomar y las calles de Guadalajara estaban aún medio dormidas. Olivia se vistió sin desayunar. Mientras agarraba las llaves del auto, su mente ya repasaba los nombres, los rostros, las fechas. Gabriel, Laura. El viaje que nunca terminó. El hotel frente al mar, donde se habían hospedado apenas cuatro días antes de desaparecer.

Ella misma había estado en la estación de policía de Barra Alta. Había recorrido el hotel, interrogado al personal, hablado con turistas. Nadie supo dar respuestas, nadie quiso hablar demasiado. El caso fue archivado como desaparición voluntaria. “Probablemente se fueron a otro país”, dijeron. “Tal vez no querían ser encontrados.” Pero Olivia había sentido la mentira. Su hermana jamás habría huido. Laura era organizada, previsora, meticulosa.

Ahora, dieciséis años después, la tierra removida de una demolición despertaba todo lo que el tiempo no había borrado.

El viaje desde Guadalajara hasta Barra Alta duró poco más de cuatro horas. Olivia condujo con la mirada fija en el horizonte, los nudillos blancos sobre el volante. La autopista estaba tranquila, envuelta en una neblina suave. A su alrededor, el paisaje cambiaba: el gris urbano se desvanecía en verdes húmedos, montañas lejanas y aromas de sal.

Cada kilómetro la acercaba a un lugar que había prometido no volver a pisar.

La oficina de Construcciones del Pacífico estaba en las afueras del pueblo, en una zona industrial próxima a la costa. Olivia bajó del auto con paso firme. Un hombre alto de barba canosa y camisa gris la esperaba en la entrada.

—¿Usted es la hermana de Laura Montenegro? —preguntó con tono respetuoso.

—Sí, necesito ver lo que encontraron.

El supervisor la condujo a una sala pequeña con aire salado en el ambiente. Sobre una mesa metálica cubierta por una lona blanca descansaban los objetos rescatados. La maleta de cuero marrón tenía las iniciales LM grabadas en una esquina. Estaba raspada por el tiempo, pero intacta.

Al abrirla, Olivia sintió un golpe seco en el pecho. Allí estaban las identificaciones de Laura y Gabriel. Un par de camisetas dobladas, un estuche de maquillaje, una libreta de espiral con bordes oxidados y fotografías: Laura con su vestido blanco, Gabriel sonriendo mientras levantaba una copa de vino. Pero lo que más la estremeció fue la libreta. Un diario personal. La última página tenía fecha 22 de marzo de 1994.

—¿Dónde exactamente encontraron esto? —preguntó Olivia con la voz quebrada.

—Bajo la esquina este del edificio principal, justo debajo de lo que fue el restaurante privado. Estaba a unos dos metros de profundidad, sellada en una caja metálica. Parecía haber sido enterrada deliberadamente.

Olivia acarició la tapa del diario.

—¿Encontraron algo más? ¿Restos, ropa, joyas?

—Aún no. Solo hemos excavado un quince por ciento del terreno. La demolición completa tardará varias semanas más, pero si hay algo más enterrado ahí, lo encontraremos.

El supervisor hizo una pausa.

—Señora Montenegro, esto no parece un simple extravío. Alguien escondió esa maleta. No era una pérdida casual, era un encubrimiento.

Olivia salió al estacionamiento sintiendo el aire costero rasparle la piel. Miró hacia el horizonte donde el mar golpeaba con violencia las rocas. El mismo mar que su hermana había contemplado por última vez. Algo muy oscuro había pasado en ese hotel. Y ahora, dieciséis años después, el terreno removido comenzaba a escupir secretos.

El sol golpeaba con fuerza sobre el parabrisas del auto de Olivia, mientras esta permanecía estacionada frente al sitio en demolición. Las ventanas bajadas dejaban entrar el olor del cemento roto y la brisa del mar, una combinación agria que le revolvía el estómago. Tenía el diario de su hermana abierto en las piernas, las páginas gastadas por el tiempo y por la humedad, pero aún legibles. La última entrada tenía una letra algo temblorosa, como si Laura hubiera estado nerviosa al escribir.

22 de marzo de 1994.

“Gabriel dice que el dueño del hotel nos está observando demasiado. Ayer cenamos en su restaurante privado y noté como sus ojos se quedaban más tiempo de lo normal sobre mí. No quise decir nada en ese momento, pero ahora siento escalofríos cada vez que lo veo. Gabriel está convencido de que deberíamos irnos antes del viernes. Yo ya pagué por toda la semana, pero creo que tiene razón.”

Olivia apretó el cuaderno contra su pecho y cerró los ojos. La letra de su hermana parecía traer su voz de vuelta, su modo meticuloso de registrar detalles. Si Laura había escrito que algo no estaba bien, era porque realmente lo sentía, y sin embargo nadie las había escuchado.

El detective encargado en 1994, un oficial veterano llamado Comisario Delgado, fue quien le comunicó a la familia que no había señales de crimen. La hipótesis oficial: la pareja decidió cambiar de planes. “Tal vez cruzaron a Centroamérica, sucede más de lo que uno cree.” Pero Olivia siempre supo que esa explicación era una excusa, una salida fácil para no incomodar a los poderosos.

El dueño del hotel, don Elías Berstein, era un empresario con una reputación intachable en la costa. Fundador del Club Náutico de Barra Alta, benefactor de orfanatos y figura prominente en la Cámara de Comercio local. Su imagen estaba blindada, nadie quería tocarlo.

Ese mismo día, tras el hallazgo de la maleta, Olivia se dirigió directamente a la estación de policía del municipio. No repetiría el error de confiar en la autoridad local sin condiciones. Esta vez exigiría una investigación seria.

Entró con paso firme y solicitó hablar con alguien del departamento de personas desaparecidas o mejor aún con un fiscal. Fue ahí cuando conoció al detective Leonardo Gálvez, un hombre de unos cuarenta años, mirada serena pero inquisitiva, con una libreta siempre en el bolsillo de la camisa.

Lo encontró en su oficina revisando informes bajo una luz mortecina. Olivia colocó sobre su escritorio la maleta, las fotografías, el diario y una carpeta con copias de todo lo que había recopilado durante años.

—Esto —dijo con voz firme— es todo lo que la policía ignoró en 1994. No quiero que vuelva a pasar.

Gálvez revisó la evidencia sin hablar durante varios minutos. Sus dedos se detuvieron en la página del diario con la mención a don Elías.

—¿Este era el dueño del hotel en ese entonces?

—Sí. Y es el único nombre que aparece varias veces en los escritos de mi hermana. También tengo notas de testigos que me hablaron sobre él. Una mesera del hotel dijo que don Elías solía invitar a huéspedes jóvenes a cenas privadas, pero esa mujer desapareció de la ciudad poco después.

Gálvez entrecerró los ojos.

—Vamos a hacer las cosas bien esta vez. Voy a reabrir el expediente. Pero necesito que entienda algo, señora Montenegro. Si alguien enterró estos objetos, no estamos hablando de una desaparición. Esto se ha convertido muy probablemente en un caso de homicidio.

Olivia asintió. Lo había sabido desde hacía años, pero oírlo de boca de un investigador serio era como abrir una puerta que había estado clausurada por demasiado tiempo.

Gálvez actuó con rapidez, ordenó la suspensión inmediata de la demolición y solicitó la intervención de peritos forenses para revisar el sitio. También pidió los archivos originales del caso de 1994, que se encontraban almacenados en el archivo muerto de la Fiscalía Estatal.

Mientras tanto, Olivia regresó a su hotel temporal con la cabeza hecha un torbellino. Sobre la mesa desplegó las copias de todo lo que había recolectado desde la desaparición: reportajes antiguos, declaraciones de empleados del hotel, mapas del lugar, horarios de transporte. Incluso cartas que había escrito y jamás enviado, cargadas de impotencia y angustia.

Esa noche no pudo dormir. Releyó el diario de Laura una y otra vez buscando señales entre líneas. Había una entrada más olvidada entre páginas sueltas que no había anotado antes.

21 de marzo de 1994.

“Algo pasó hoy. Gabriel se encerró en el baño y estuvo horas con la libreta de cuentas del hotel. Dice que algo no cuadra, pero no me quiso explicar mucho. Me pidió que hiciera la maleta por si teníamos que irnos rápido. No entiendo nada, pero estoy empezando a tener miedo.”

La mención a la libreta de cuentas le hizo ruido. Gabriel era contador. Si había detectado irregularidades financieras en el hotel, eso podría haber sido un motivo de confrontación. Tal vez no fue solo un problema con el dueño, tal vez descubrió algo que no debía ver.

A la mañana siguiente, el detective Gálvez la llamó.

—Revisé el expediente original. Está incompleto. El detective Delgado apenas entrevistó a tres personas: el gerente de recepción, una camarera y el propio don Elías. No hay ningún registro de interrogatorios al resto del personal. Y lo más curioso, el recibo que presentó el hotel dice que la pareja pagó y se retiró voluntariamente, pero en los libros contables no hay registro de ese pago.

Olivia apretó el teléfono.

—Laura escribió que ya habían pagado todo desde el primer día. Eso lo sé porque me lo dijo en una carta.

—Y hay más —agregó Gálvez—. Localicé a la mesera que usted mencionó en sus notas. Daniela Figueroa vive ahora en Ciudad de México. Aceptó hablar conmigo por teléfono mañana. También estoy rastreando a Rubén Esquivel, el recepcionista nocturno del hotel en 1994. Según registros de seguridad social, aún vive en Barra Alta.

El rompecabezas comenzaba a armarse. Las piezas dormidas durante años empezaban a moverse.

Esa tarde Olivia volvió al lugar donde habían encontrado la maleta. Se paró frente al sitio exacto de la excavación, ahora acordonado por la policía. Cerró los ojos, imaginando la voz de Laura, la risa de Gabriel, las fotos de ese viaje que nunca fue. El viento le golpeó con fuerza en el rostro y por primera vez en mucho tiempo sintió que la verdad estaba a punto de emerger del polvo.

La cinta amarilla de “prohibido el paso” ondeaba bajo el viento marino como una advertencia antigua. Detrás, las paredes derruidas del antiguo hotel Estrella del Mar se alzaban como el esqueleto de un animal extinto, grietas abiertas, ventanas sin cristal, estructuras corroídas por la sal y los años.

Olivia cruzó el perímetro acompañada por el detective Gálvez y un técnico forense. El suelo crujía bajo sus botas de goma, cubierto de polvo, pedazos de ladrillo y escombros húmedos. Había algo fantasmal en ese lugar, como si cada pared contuviera un eco atrapado del pasado.

—Aquí fue donde la encontraron —dijo el técnico señalando un punto exacto bajo lo que alguna vez fue el restaurante privado del hotel. Habían desenterrado una caja metálica oxidada por la humedad que contenía la maleta. Estaba a 1.80 m de profundidad bajo una losa del antiguo sótano. Sellada, deliberadamente ocultada.

Olivia se agachó observando el agujero aún abierto. La tierra removida tenía un olor espeso, mezcla de salitre y humedad.

—¿Quién tendría acceso? —preguntó Olivia sin apartar la vista del hueco.

—El personal de mantenimiento o alguien con autoridad para dar órdenes. No es fácil cavar bajo un edificio sin levantar sospechas.

—¿Y qué me dice del dueño?

Gálvez la miró de reojo.

—Don Elías Berstein era el único que tenía llaves maestras, cámaras sin supervisión y un restaurante privado al que no todos podían entrar. Si alguien quería ocultar algo, él lo tenía todo para hacerlo.

Olivia apretó los labios. En su cabeza el rostro de don Elías seguía igual que en 1994, alto, de voz suave, cabello impecablemente peinado hacia atrás y siempre con una guayabera blanca. Tenía el aire de los hombres de negocios que jamás pisan el lodo, pero lo supervisan todo desde arriba.

Esa noche, en su habitación del hostal, Olivia no podía dormir. Extendió sobre la cama todas las fotografías recuperadas de la maleta. Las imágenes eran cálidas, llenas de vida. Laura reía, su cabello recogido con flores frescas. Gabriel tenía las mangas arremangadas y los pies en la arena. Se notaba el amor, la emoción de comenzar una vida juntos.

Pero una foto llamó particularmente su atención. En ella, Laura está sentada sola frente a una mesa en el restaurante del hotel. Sus manos están cruzadas sobre la servilleta. La expresión de su rostro no es de alegría, está incómoda. Sus ojos no miran a la cámara, miran hacia la derecha. Fuera de campo.

—¿Quién tomó esa foto? —se preguntó Olivia.

La examinó con una lupa. Había algo raro en la composición. No era una foto casual entre amigos. Era como si alguien la hubiera captado sin que ella lo supiera, como si fuera una vigilancia.

Al día siguiente, Olivia fue citada nuevamente por el detective Gálvez. La esperaba en la sala de reuniones de la fiscalía junto a un archivista que traía en brazos un viejo expediente.

—Encontramos algo que no estaba en el archivo digitalizado. Es una copia impresa de la declaración de don Elías del 25 de marzo de 1994.

Gálvez colocó el documento sobre la mesa.

—La pareja abandonó el hotel el 22 por la mañana. Pagaron en efectivo y se despidieron brevemente en el lobby. No hubo incidentes durante su estancia. No tengo más información relevante.

—Fíjese bien —señaló Gálvez—. Esa fecha coincide con la supuesta salida, pero contradice todo lo que el personal de limpieza declaró. Las pertenencias seguían en la habitación hasta el día 24.

Olivia apretó los puños.

—Está mintiendo y lo hizo desde el principio.

—Lo peor es que nadie lo cuestionó —dijo Gálvez girando hacia la carpeta—. Delgado no revisó los registros de cámara, no interrogó a meseros ni personal nocturno, ni siquiera se molestó en cotejar los libros contables del hotel.

—¿Y usted lo hará?

—Ya lo estoy haciendo.

Más tarde ese día, Olivia recibió una llamada inesperada desde un número desconocido.

—Señora Montenegro, soy Daniela Figueroa. El detective me pidió que hablara con usted.

Olivia se sentó en la cama conteniendo el aliento.

—Yo trabajaba en el restaurante del hotel en 1994. Tenía 22 años. Lo recuerdo todo. Recuerdo a su hermana. Era amable, callada. Y recuerdo a don Elías. Siempre, siempre se fijaba en las mujeres jóvenes. Invitaba a algunas a cenar. Decía que era un beneficio para huéspedes especiales.

—¿Recuerdas si Laura fue a una de esas cenas?

Hubo una pausa.

—Sí. La noche del 20 de marzo, ella y su esposo cenaron en el reservado. Él pidió vino. Ella parecía nerviosa. Recuerdo que su cuñado se veía incómodo. Preguntó varias veces por la cuenta como si quisiera terminar rápido. Don Elías se reía mucho. Demasiado.

—¿Usted vio algo más?

Daniela bajó la voz.

—Vi a Laura salir sola del restaurante esa noche. Caminaba lento, como si estuviera mareada.

Olivia sintió un escalofrío en la espalda.

—¿Le pasó algo?

—No lo sé. Pero al día siguiente, don Elías me dijo que no hablara con nadie sobre lo que había visto. “Es mejor para ti”, me dijo. Poco después renuncié. Me fui de Barra Alta para siempre.

Cuando Olivia colgó, comprendió que el caso era mucho más oscuro de lo que había imaginado. Ya no se trataba solo de una desaparición, había un patrón, un modus operandi y Laura no fue la única. Don Elías no era simplemente un hotelero amable. Era alguien que sabía cómo desaparecer personas sin dejar rastro.

La pregunta ya no era si él era culpable, la pregunta era cuántas veces lo había hecho antes.

Esa noche Olivia no logró cerrar los ojos. La habitación del hostal estaba envuelta en sombras irregulares agitadas por el parpadeo del ventilador de techo. La brisa salada golpeaba las ventanas como un susurro persistente. Frente a ella, sobre la mesa, el diario de su hermana seguía abierto como si aguardara ser leído por última vez.

Ya no lo leía con la mirada de una hermana, lo leía como una investigadora, como quien busca migajas en medio del bosque, esperando reconstruir el camino hacia la verdad. Cada palabra escrita por Laura ahora era una línea de código oculto.

20 de marzo de 1994.

“Esta noche cenamos con el dueño, se llama Elías Berstein. Nos invitó personalmente. Fue amable. Demasiado amable. Gabriel se mantuvo serio durante toda la comida. Yo traté de seguir la conversación, pero en varios momentos sentí que su mirada no era inocente. Hay algo en sus ojos. No sé cómo explicarlo, pero me sentí observada como si ya me hubiera visto antes. Gabriel no quiso quedarse a tomar la segunda copa. Dijo que prefería dormir. Elías insistió en que probáramos su vino especial, pero Gabriel se negó. Yo tomé un poco. Ahora tengo dolor de cabeza. Me siento tonta por no haberle hecho caso.”

21 de marzo. Hoy Gabriel está inquieto. Dice que hay movimientos financieros raros en el sistema del hotel. Él quiso verificar los cargos de nuestra cuenta y notó inconsistencias: dos noches más de las que reservamos, cenas no solicitadas y una factura duplicada. Fue a hablar con el gerente. Volvió furioso. Me dijo que hiciéramos las maletas. Tengo miedo.

Olivia sintió el estómago encogerse. Cada frase parecía una confesión que nunca llegó a completarse. Laura había sido advertida por su esposo. Había sentido el peligro y aún así algo los retuvo. El vino, la cena, las miradas. Las cuentas duplicadas, todo parecía formar parte de un rompecabezas siniestro y todo apuntaba a una misma figura: don Elías Berstein.

A la mañana siguiente, el detective Gálvez la esperaba con noticias.

—Localizamos a Rubén Esquivel, el recepcionista nocturno en 1994. Tiene 47 años y aún vive en Barra Alta. Nunca volvió a trabajar en hotelería. Aceptó reunirse conmigo esta tarde y quiere que usted esté presente. Él vio algo, eso lo sabremos en unas horas.

La reunión se llevó a cabo en una oficina prestada por la municipalidad. Rubén llegó puntual con el rostro apagado y la espalda encorvada como si cargara un peso desde hace años. Vestía sencillo y evitaba el contacto visual. Olivia lo reconoció de inmediato, el mismo joven de sonrisa tímida que los había atendido durante el check-in en marzo de 1994. Ahora era un hombre roto.

—Gracias por venir, Rubén —dijo Gálvez mientras iniciaba la grabación—. Lo que diga aquí será registrado, pero aún no es una declaración oficial. Solo queremos entender qué pasó esa noche.

Rubén tragó saliva.

—Yo… yo trabajaba en la recepción. El turno nocturno era tranquilo casi siempre. Pero esa noche, la del 21 de marzo, hubo algo raro.

—¿Qué recuerda? —preguntó Olivia inclinándose hacia él.

—Eran como las 11. Don Elías bajó al lobby muy alterado. Me dijo que a partir de ese momento no debía dejar entrar ni salir a nadie del hotel, que había un asunto delicado. Yo no entendí nada. Nunca hablaba así, pero su tono era amenazante.

—¿Y Gabriel y Laura? ¿Los vio esa noche?

Rubén asintió lentamente.

—Sí. Unos minutos después, Gabriel bajó con dos maletas. Me pidió que le llamara un taxi. Dijo que necesitaban irse. Le expliqué que tenía órdenes de no permitir salidas, pero él insistió. Estaba muy nervioso. Repetía que no podían quedarse más.

—¿Qué hiciste?

—No pude hacer nada. Don Elías apareció en ese momento acompañado por dos hombres. No eran empleados. Los trajo él mismo. Uno de ellos tenía una cicatriz en el brazo. Grande, como quemadura.

—¿Qué pasó después?

Rubén respiró hondo.

—Discutieron. Gabriel exigía salir, pero los hombres lo tomaron por los brazos y lo llevaron hacia la zona del restaurante. Yo me quedé en recepción. Nunca lo volví a ver.

Olivia sintió que la sangre le bajaba de golpe a las piernas. El corazón palpitaba con fuerza, tamborileando en sus oídos.

—¿Y Laura?

—Laura bajó unos diez minutos después. Preguntaba por su esposo. Estaba nerviosa, pero tranquila. Don Elías la abrazó y le dijo que Gabriel estaba resolviendo un problema en la oficina del gerente. Le ofreció una bebida para calmarse. Ella aceptó. Se la llevó con él.

—¿Y qué pasó luego? —insistió Gálvez.

Rubén bajó la cabeza.

—Esa fue la última vez que la vi con vida.

Olivia salió del edificio sintiendo que le faltaba el aire. Se apoyó contra una pared y respiró hondo. El mundo giraba. Laura había sido engañada, drogada, separada de Gabriel. Y lo peor, todo eso había sido observado por alguien que había callado durante dieciséis años.

Gálvez se le acercó en silencio.

—¿Por qué no lo denunció, Rubén? —preguntó ella en voz baja sin volverse.

—Tenía 21 años —respondió él desde el umbral de la puerta—. Don Elías me ofreció dinero. Me dijo que si hablaba me iban a culpar a mí. También mencionó a mi madre. Me asusté. Me callé. Pero no dormí una noche tranquila en todos estos años.

El silencio se volvió espeso entre ellos.

—¿Quiénes eran esos dos hombres? —preguntó Gálvez.

—No lo sé, pero uno trabajaba para una empresa de seguridad privada, Protección Costera del Sur, creo. Don Elías tenía un acuerdo con ellos para servicios especiales.

Esa misma tarde el detective ordenó un rastreo completo de empleados y socios de la empresa de seguridad mencionada. También solicitó una orden judicial para detener completamente la demolición del hotel y comenzar excavaciones forenses en el área del restaurante.

Una última entrada del diario aún aguardaba en la maleta.

22 de marzo. Dos a.m. No puedo dormir. Gabriel no ha vuelto. Siento que algo terrible pasó. Me duele la cabeza. La bebida que me dio don Elías me hizo sentir mareada, como si el cuerpo no me respondiera. Lo vi de nuevo en el pasillo hace unos minutos. Me sonrió. Pero esa sonrisa no era humana.

Olivia sintió las lágrimas correrle por el rostro. Su hermana había escrito su propio epitafio.

La oficina del detective Leonardo Gálvez estaba sumida en un silencio tenso apenas interrumpido por el zumbido del ventilador de techo. Olivia se encontraba sentada frente a un escritorio cubierto de carpetas, fotografías antiguas y documentos judiciales amarillentos por el tiempo.

—Mire esto —dijo pasándole una hoja con grapas oxidadas—. Esta es la única declaración formal del gerente del hotel. Dos párrafos. Ni siquiera incluye el horario exacto del último registro de entrada o salida. Y lo más preocupante, no hay mención alguna del sistema de seguridad del hotel. No sabemos si había cámaras funcionando. Si existían, nunca se revisaron.

Olivia respiró hondo, controlando la furia.

—Durante años pensé que habían hecho todo lo posible por encontrar a mi hermana, pero ahora veo que apenas fingieron buscar.

—No fue incompetencia, señora Montenegro —respondió Gálvez con voz grave—. Fue encubrimiento.

Las primeras horas de esa tarde estuvieron dedicadas a revisar en conjunto cada omisión. Las fechas no coincidían, los testimonios eran contradictorios y había un patrón claro. Todas las fuentes oficiales, incluidos los informes del detective original, favorecían la versión de don Elías.

—¿Quién era el detective a cargo del caso? —preguntó Olivia señalando la firma ilegible del informe.

—Luis Alberto Piña Salcedo. Se retiró en 2006, murió en 2009. Nunca fue investigado, pero en los años 90 fue señalado por múltiples casos de manipulación de pruebas. Nada se probó, como siempre.

Gálvez ojeó otra carpeta más delgada con una etiqueta de plástico que decía “informe interno confidencial”.

—Y aquí está lo más revelador: en el informe de inspección del hotel fechado el 28 de marzo del 94 se indica que el restaurante del hotel entraría en remodelación completa al mes siguiente. Curiosamente, coincide con el área exacta donde encontramos la maleta enterrada.