Don Efraín tenía setenta y dos años, la piel curtida por el sol y las manos llenas de cicatrices que contaban historias de toda una vida de trabajo. Cada mañana, mucho antes de que el primer rayo de luz asomara por el horizonte, él ya estaba en pie. Se levantaba despacio, con los huesos que crujían como si protestaran, pero con el corazón firme. Su pequeña casa en la colonia Guerrero era modesta, con paredes pintadas de azul que se descascaraban poco a poco y una cocina diminuta donde siempre olía a café recién hecho.
No tenía lujos, pero tampoco quejas. Desde que su hija falleció hacía cinco años —víctima de una enfermedad que se la llevó en silencio—, Don Efraín se hizo cargo de su nieta, Lulú. La niña, de apenas once años, era todo lo que le quedaba en el mundo y su mayor motivo para seguir adelante. Cada noche, antes de dormir, le prometía en voz baja que haría todo lo posible para que ella tuviera una vida mejor.
El trabajo de Don Efraín era sencillo, pero duro. Tenía una carretilla vieja, pintada de verde, que él mismo había reparado mil veces. La llenaba de naranjas frescas que compraba en la Central de Abastos, seleccionando las mejores, y salía a venderlas por las calles del barrio. Caminaba cuadras y cuadras bajo el sol, ofreciendo su fruta con una sonrisa amable y voz cansada. “¡Naranjas dulces, recién cortadas! ¡Lleve una, lleve dos!”, gritaba, mientras los niños de la primaria lo saludaban y las señoras del mercado le compraban su kilo de confianza.
La vida no era fácil, pero Don Efraín la enfrentaba con dignidad. Lo poco que ganaba le alcanzaba para la renta, la comida y, a veces, para comprarle a Lulú un cuaderno nuevo o un helado de limón los domingos. Cada peso que ahorraba era un triunfo. Y cada noche, después de la cena, la niña se sentaba a su lado y le contaba sus sueños: ser maestra, viajar en avión, tener un perrito. Don Efraín escuchaba en silencio, con el corazón apretado de ternura y preocupación.
Pero una mañana, mientras acomodaba sus naranjas en la esquina de la avenida Hidalgo, se le acercó un hombre joven, de mirada dura y voz áspera.
—Este espacio no es gratis, viejo. Si quieres seguir vendiendo aquí, me das una parte —le dijo, cruzándose de brazos.
Don Efraín lo miró sorprendido. Sabía que en la ciudad había gente que se aprovechaba de los más débiles, pero nunca había tenido problemas. Trató de explicarle que apenas le quedaba para sobrevivir, que lo que ganaba era para su nieta, pero el hombre no quiso escuchar.
—Tú decides. Pero si no pagas, ya sabes lo que pasa —amenazó el muchacho, acercándose más.
El miedo le apretó el pecho. Don Efraín, temblando, sacó unos billetes arrugados de la bolsa de su pantalón y se los entregó. El joven los tomó sin decir gracias y se alejó, dejando tras de sí un silencio pesado. Don Efraín se sentó en la banqueta, la espalda encorvada, y sintió cómo las lágrimas le escurrían por las mejillas. No lloraba por el dinero, sino por la impotencia, por la rabia de saberse indefenso.
Una de sus clientas de siempre, Doña Tere, lo vio y se le acercó preocupada.
—¿Qué le pasa, Don Efraín? ¿Por qué llora?
Él, con la voz quebrada, le contó lo sucedido. Doña Tere lo escuchó en silencio, apretándole la mano.
—¿Sabe qué es lo peor, señora? Que uno trabaja horas bajo el sol, se parte el lomo con dignidad, y viene alguien que no hace nada, y te arrebata lo que ganaste. No hay derecho.
Doña Tere le prometió que trataría de ayudarlo, pero ambos sabían que la situación era complicada. En el barrio, la gente humilde aprendía a sobrevivir sola, a no meterse en problemas, a mirar para otro lado cuando la injusticia tocaba la puerta.
Pasaron los días y el joven volvió, cada vez más agresivo. Ya no sólo le pedía dinero, sino que lo empujaba, lo insultaba, lo humillaba delante de los demás vendedores. Una tarde, le mostró una foto en su celular.
—¿Es tu nieta, no? Muy linda. Si no pagas como debes, le puede pasar algo —susurró, con una sonrisa torcida.
Don Efraín sintió que el mundo se le venía encima. El miedo lo paralizó. Pensó en Lulú, en su carita de niña, en sus sueños. No podía permitir que le hicieran daño. Esa noche no pudo dormir. Miraba el techo, rezando para que todo fuera una pesadilla. Pero al amanecer, la realidad seguía ahí.
Aun así, no dejó de salir a trabajar. Necesitaba el dinero más que nunca. Empezó a cambiar de ruta, a vender en otras calles, pero el joven siempre lo encontraba. La amenaza se volvió una sombra constante, un peso que lo iba doblando poco a poco.
Pero la vida, a veces, da giros inesperados. Una tarde, mientras Don Efraín vendía en una esquina poco transitada, vio que el joven discutía con otro hombre. Este segundo era más grande, con el rostro frío y cicatrices en la cara. Los dos empezaron a gritarse, luego a empujarse. Los vendedores de la zona miraban de lejos, sin atreverse a intervenir. La pelea fue rápida y violenta. Ambos terminaron heridos, sangrando, y finalmente desaparecieron corriendo en direcciones opuestas.
Nadie supo exactamente qué pasó. Algunos decían que el nuevo era un mafioso de otra zona, otros que sólo era un loco más peligroso. Lo cierto es que, desde ese día, ninguno de los dos volvió a aparecer por el barrio.
Don Efraín se enteró por los rumores. Al principio, no lo creyó. Salía con miedo, mirando a todos lados. Pero pasaron los días, y luego semanas, y el joven nunca volvió. Poco a poco, la tensión en su pecho se fue aflojando.
Doña Tere y otros vecinos empezaron a comprarle más seguido, como para compensar todo lo que había perdido. Un día, la directora de la primaria local lo invitó a dar una plática sobre el trabajo honesto. Los niños escucharon atentos su historia, y al final le regalaron una cartulina llena de dibujos y mensajes: “Gracias, Don Efraín, por enseñarnos a luchar con dignidad”.
Lulú, al ver la cartulina, le preguntó:
—¿Por qué todos te quieren, abuelo?
Don Efraín la abrazó y le dijo:
—Porque aunque uno tenga poco, mientras haga las cosas bien y con el corazón, siempre habrá alguien que te valore.
Con el tiempo, la vida volvió a la normalidad. Don Efraín siguió vendiendo naranjas, pero ya no sentía miedo. Había aprendido que el mal existe, que la injusticia es real, pero también que la dignidad no se negocia. Que el que trabaja con esfuerzo puede perder dinero, puede ser humillado, pero nunca pierde el orgullo ni la paz interior.
Un sábado, mientras regresaba a casa, vio a un grupo de jóvenes molestando a un vendedor nuevo. Don Efraín, sin pensarlo dos veces, se acercó y les habló con firmeza.
—Déjenlo en paz. Aquí todos venimos a ganarnos la vida, no a ser robados.
Los jóvenes se burlaron, pero al ver que otros vendedores se acercaban, se fueron. El nuevo, un muchacho tímido, le dio las gracias.
—No se deje, hijo —le dijo Don Efraín—. Ser honesto a veces duele, pero nunca te deja solo.
Esa noche, en la mesa, Lulú le sirvió un vaso de agua y un plato de arroz con frijoles. Se sentó frente a él y le sonrió.
—Abuelo, ¿alguna vez pensaste en rendirte?
Don Efraín la miró a los ojos, con ternura y cansancio.
—Muchas veces, hija. Pero siempre recordaba que tú me necesitas. Y que si yo me rindo, te enseño a rendirte también. Prefiero que aprendas a luchar, aunque duela, a que creas que está bien dejarse vencer.
Lulú asintió, abrazándolo fuerte. En ese abrazo, Don Efraín sintió que todo valía la pena.
Los meses pasaron. La gente del barrio empezó a respetar más a los vendedores. Se organizaron para cuidarse entre ellos, para no dejar que nadie más los amenazara. El ejemplo de Don Efraín se fue extendiendo: otros abuelos, otras madres solteras, otros jóvenes empezaron a levantar la voz, a defender su trabajo.
Un día, el gobierno local organizó un evento para reconocer a los comerciantes más honestos y trabajadores del barrio. Invitaron a Don Efraín, quien subió al estrado con su sombrero de palma y su delantal manchado de jugo de naranja. Le entregaron un diploma y una medalla, y él, con la voz temblorosa, agradeció:
—No soy más que un hombre común. Pero aprendí que la dignidad no se vende, ni se regala. Y que el miedo nunca puede comprar la paz que uno siente cuando hace lo correcto.
La gente aplaudió de pie. Lulú, entre el público, lloraba de orgullo.
Esa noche, Don Efraín volvió a casa, cansado pero feliz. Se sentó en su sillón, miró a su nieta y pensó en todo lo que había pasado. Sabía que la vida seguiría siendo difícil, que siempre habría injusticias, pero también sabía que mientras tuviera dignidad, nada ni nadie podría quitarle su paz.
Y así, bajo el techo humilde de su casa azul, Don Efraín durmió tranquilo, sabiendo que, aunque el mundo sea injusto, siempre vale la pena luchar por lo correcto.
News
Contraté a una empleada doméstica—pero cuando revisé las cámaras de seguridad, me quedé helada de horror
Después de mi ascenso a directora sénior de marketing, la vida se volvió caótica rápidamente. Largas horas de trabajo, reuniones…
Durante más de cuarenta años, Carmen López vivió sola en su piso antiguo del barrio de Chamberí. Su hija hacía mucho que se había independizado, y hasta su nieta ya se había casado. Pero al cumplir ochenta, Carmen sintió que ya no podía con todo.
Durante más de cuarenta años, Carmen López vivió sola en su departamento antiguo del barrio de la Condesa, en la…
Su padre la casó con un mendigo porque nació ciega, y lo que sucedió después dejó a todos sin palabras
Zainab nunca había visto el mundo, pero podía sentir su crueldad en cada respiro. Nació ciega en una familia donde…
En la escuela todos la llamaban “la mugrosa”, nadie quería sentarse junto a ella. Pero hoy, su foto aparece en los carteles de toda la ciudad y su nombre se pronuncia con respeto…
Ayer fui a la reunión de exalumnos. Todavía no lo puedo creer. Estoy en casa, tomando té, me tiemblan las…
Cuando el guardabosques encontró a la mujer amarrada al tronco de un árbol, jamás imaginó que ese suceso cambiaría para siempre el destino de su hija.
—¡Svetka, nos vemos! —gritaron sus compañeros, despidiéndose con la mano—. ¡Hasta mañana! Svetlana les devolvió el gesto, ajustó las correas…
¡Orgullo y amor en el homenaje! La hija de Carlos Vives sorprende al presentar a su guapísima novia durante un emotivo tributo a su padre. La pareja acaparó todas las miradas y generó comentarios llenos de admiración y apoyo en redes sociales.
Lucy Vives, la hija mayor del reconocido cantante colombiano Carlos Vives, sorprendió al público al presentar oficialmente a su novia…
End of content
No more pages to load