Durante más de cuarenta años, Carmen López vivió sola en su departamento antiguo del barrio de la Condesa, en la Ciudad de México. El edificio tenía techos altos, pisos de madera que crujían con cada paso y ventanas enormes por donde entraba el sol de la tarde. Era un lugar lleno de recuerdos: fotos descoloridas, cartas en cajones, la vajilla que sólo usaba en Navidad. Su hija, Lucía, hacía mucho que se había casado y mudado a Querétaro; su nieta, Anabel, ya tenía su propia vida con Sergio, su esposo, y un trabajo que la mantenía ocupada todo el día.

Pero al cumplir ochenta años, Carmen sintió que ya no podía con todo. El departamento era demasiado grande para una sola persona, las escaleras parecían más empinadas y su salud empezaba a fallar. No hacía ni una semana que se había mareado tanto que tuvo que llamar a su vecino de toda la vida, Don Manuel. Él también estaba mayor, en silla de ruedas desde hacía años, pero siempre impecable y educado. Nunca perdía el ánimo. Carmen recordaba las veces que Manuel le traía flores silvestres desde el parque o le tocaba el timbre sólo para asegurarse de que estaba bien.

Aquel día, cuando Carmen se sintió mal, él tardó menos de dos minutos en llegar con un vaso de agua y una pastilla.
—Esto te va a aliviar. Y si me dejaras, estaría siempre cerca y no tendrías que llamar —dijo Manuel con una sonrisa.

A Carmen le gustaba la atención, pero jamás pensó en convivir con él. La soledad le pesaba, pero era su espacio, su mundo. Hasta que un martes, como siempre, Lucía llegó con su tono de mando.

—Mamá, estar sola no te hace bien. Mira, Anabel y Sergio siguen pagando renta… ¿por qué no se instalan aquí, contigo? Así te cuidan y tú no estás sola —dijo Lucía, con esa voz que no pedía permiso.

—Que vengan —gruñó Carmen, sin entusiasmo, pero sabiendo que no tenía opción.

Esa misma noche, Anabel y Sergio llegaron con cajas, como si ya lo tuvieran planeado. Carmen fingió no notar cómo la casa se llenaba de cosas ajenas: ropa, electrodomésticos nuevos, hasta plantas de plástico. Al principio todo parecía normal. Anabel preparaba el desayuno, le llevaba flores, cocinaba su plato favorito. Carmen, agradecida, comenzó a relajarse… hasta que una mañana, sin querer, escuchó algo desde la cocina.

—¿Hasta cuándo vas a seguir haciéndole la barba? —susurró Sergio, mirando su celular.

—Hasta que firme el testamento —respondió Anabel en voz baja—. No puedo presionarla. Tiene que confiar.

—¡Pero llevamos aquí ya dos semanas! —bufó él—. ¿Y si le deja el departamento al viejo del tercero?

—No tiene a nadie más. Soy su única nieta —dijo Anabel, aunque su voz tembló.

Carmen, en su habitación, sintió un nudo en el pecho. El amor que creía recibir era sólo interés. Empezó a notar detalles: cómo Sergio apagaba el aire acondicionado para ahorrar, cómo Anabel revisaba papeles en su escritorio, cómo las sonrisas se volvían forzadas.

Pasaron los días, y los comentarios se repetían. Sergio se quejaba de los gastos, Anabel intentaba calmarlo. Pero el teatro se caía a pedazos. Una noche, al volver del centro médico, Carmen escuchó la peor frase de todas:

—Mañana viene el agente inmobiliario. Si no firma, yo mismo la llevo a una residencia. Se acabó.

Esa noche Carmen no durmió. A las cinco de la mañana, se vistió, metió unas cosas en una maleta con ruedas, dejó su celular y una nota sobre la mesita: “No me busquen. Ya decidí.”

Cuando Anabel entró en su habitación y vio la cama vacía, gritó.

—¡Sergio! ¡Se fue!

—¿Qué? ¿Dónde?

—¡No lo sé!

Llamaron a Don Manuel. Él sólo dijo:

—Se fue hace poco. Me saludó, me dio un beso y dijo que por fin se iba a vivir entre gente buena. Pensé que lo sabían.

Fueron a la policía. Esperaron noticias. Recorrieron hospitales, estaciones, preguntaron a vecinos, nada. Lucía lloraba al teléfono, Anabel no comía, Sergio maldecía su suerte.

Hasta que al cuarto día, recibieron una llamada del notario.

—Carmen López me pidió que les cite hoy a las once.

Entraron nerviosos a la oficina. Sobre la mesa, una carpeta azul y una grabación. El notario presionó “play”.

La voz de Carmen sonaba tranquila:

“Si están oyendo esto, es que llegué bien. El departamento lo dejo al Hogar San José, una fundación que cuida a mayores sin familia. No quiero discusiones. No se peleen. Y aprendan a valorar a las personas por lo que son, no por lo que tienen.”

Anabel rompió en llanto. Sergio no levantó la vista. Lucía se quedó callada, con la mirada perdida.

El notario les entregó un papel con una dirección: una residencia tranquila en las afueras de Toluca.

Cuando llegaron, Carmen tomaba el sol, envuelta en una manta, con una guitarra en el regazo. A su lado, Don Manuel leía el periódico.

—Abuela… —susurró Anabel, con la voz rota.

—¿Qué hacen aquí? Aquí hay paz, aire limpio y margaritas. Estoy bien.

—Perdóname… por todo —dijo Anabel.

—Ya no importa. Pero recuerden: el amor no se finge. Y la codicia, aunque se esconda, siempre se nota.

Un mes después, en la web de la fundación apareció una foto de Carmen enseñando canciones antiguas a otros residentes. Sonreía, rodeada de nuevas amigas, con Don Manuel a su lado. Y aunque seguía sola de sangre… por fin se sentía acompañada de verdad.

Carmen vivió allí sus últimos años, rodeada de gente que la quería por lo que era, no por lo que tenía. Aprendió a tocar nuevas canciones, a pintar, a reírse de nuevo. Cuando partió, el jardín se llenó de flores y música. Su historia quedó como ejemplo para todos los que la conocieron: la felicidad no está en lo que posees, sino en a quién tienes cerca y cómo eliges vivir el tiempo que te queda.