A los 14 años, Matías conoció la soledad en su forma más cruda. La vida, que hasta ese momento había sido dura pero llevadera, le arrebató todo lo que tenía. Su madre falleció tras una enfermedad que avanzó demasiado rápido. Su padre, incapaz de lidiar con el dolor o la responsabilidad, desapareció sin dejar rastro. Los pocos familiares que quedaban, en lugar de tenderle una mano, cerraron las puertas y miraron hacia otro lado.

Así fue como Matías terminó viviendo en una estación de autobuses. Durante meses, su cama fue un banco de cemento. Sus días se llenaban de frío, hambre y un silencio que parecía gritarle que estaba solo. Comía lo que podía encontrar: restos que otros dejaban atrás, migajas que caían de las mesas o, en ocasiones, lo que alguien le daba por lástima. Sin embargo, había algo que Matías jamás hacía: pedir.

Lo único que conservaba con orgullo era una pequeña caja de herramientas que había pertenecido a su abuelo. Dentro había un destornillador, un martillo y dos llaves oxidadas. Aunque no tenía un uso práctico para ellas, las limpiaba con cuidado cada día. Era su forma de recordar a su abuelo, un hombre que siempre le había enseñado el valor del trabajo y la dignidad.

Una tarde, mientras observaba a las personas apresuradas que iban y venían por la estación, algo llamó su atención. Un niño pequeño tropezó y cayó al suelo. Matías se dio cuenta de que el niño tenía una pierna ortopédica, pero estaba mal ajustada. El niño intentaba levantarse, pero la prótesis se lo hacía difícil.

Matías, impulsado por algo que no podía explicar, se acercó con cautela.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó con respeto.

El niño, avergonzado, asintió. Matías se arrodilló frente a él y, con manos cuidadosas, comenzó a ajustar la prótesis como pudo. Usó los conocimientos básicos que había aprendido observando a su abuelo trabajar con herramientas y, aunque no era un experto, logró que la prótesis quedara más estable.

La madre del niño, que había estado observando desde lejos, se acercó rápidamente. Al ver el resultado, abrazó a Matías con lágrimas en los ojos.

—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —le preguntó, sorprendida.

Matías bajó la mirada y respondió con sinceridad:

—No lo aprendí. Solo lo sentí.

Esa noche, por primera vez en meses, Matías no durmió en el banco de la estación. La madre del niño, conmovida por su historia, lo llevó a una fundación local que ayudaba a jóvenes en situación de calle. Allí, Matías encontró un techo, comida caliente y algo que no había sentido en mucho tiempo: esperanza.

Cuando los encargados de la fundación le preguntaron qué necesitaba, Matías solo pidió una cosa:

—Déjenme estudiar mecánica.

Los años pasaron, y Matías aprovechó cada oportunidad que se le presentó. Estudió mecánica con dedicación, aprendiendo todo lo que podía sobre herramientas, materiales y sistemas. Pero su corazón siempre volvía a aquel día en la estación de autobuses, cuando había ayudado al niño con su prótesis.

A los 28 años, Matías ya no era el adolescente perdido de antes. Había encontrado su propósito en la vida: fabricar prótesis para niños que no podían pagarlas.

En un pequeño taller que él mismo construyó con materiales reciclados, Matías trabaja incansablemente. Usa piezas que otros desechan, adapta diseños para que sean cómodos y funcionales, y lo más importante, nunca cobra un centavo. Para él, su trabajo no es solo un oficio, sino una forma de devolver al mundo un poco de lo que la vida le había enseñado.

En la pared de su taller, hay una frase que escribió el día que lo inauguró:

“Cuando no tienes nada, aprendes el valor de devolver todo.”

Cada prótesis que entrega no solo es un regalo físico, sino también un mensaje de esperanza. Matías siempre repite las mismas palabras que dijo aquel día en la estación de autobuses:

—¿Puedo ayudarte?

Y sonríe. Porque sabe que, al ayudar a otros, también está sanando las heridas de su propia alma.

Hoy, Matías es un ejemplo de resiliencia y generosidad. Su historia ha inspirado a muchas personas, pero él sigue siendo humilde. Cuando alguien le pregunta cómo logró superar tantas adversidades, su respuesta es simple:

—Solo seguí adelante. Un paso a la vez.

En el pueblo donde vive ahora, Matías es conocido como “el hombre de las prótesis”. Las familias viajan desde lejos para buscar su ayuda, y él nunca dice que no. Su taller, aunque pequeño, está lleno de herramientas, piezas recicladas y, sobre todo, amor.

Matías no tiene lujos ni grandes riquezas, pero tiene algo que muchos buscan toda su vida: un propósito. Y cada vez que ve a un niño caminar, correr o jugar gracias a una prótesis que él fabricó, siente que todo el dolor, el hambre y las noches frías que vivió en la estación de autobuses valieron la pena.

Porque ahora, su oficio no solo cambia vidas. También le recuerda, cada día, que incluso en los momentos más oscuros, siempre hay una luz esperando ser encendida.

Y esa luz, para Matías, es la sonrisa de un niño que vuelve a caminar.