Era un día otoñal cualquiera de 1966 en el pequeño pueblo de San Sebastián, Estado de México. El aire era fresco y las hojas secas crujían bajo los pies de los estudiantes que salían de la escuela primaria “Miguel Hidalgo”. Entre ellos iba Justin, un niño de once años, rubio y de mirada tranquila, con su uniforme bien planchado y una mochila de cuero colgada al hombro.

—¡Adiós, maestra! —dijo Justin con una sonrisa, despidiéndose de la señorita Ramírez.

—¡Hasta mañana, Justin! Recuerda hacer la tarea —le respondió la maestra, sin imaginar que sería la última vez que vería al niño.

Justin vivía a unas pocas calles de la escuela. Su madre, doña Teresa, atendía una pequeña tienda cerca de la plaza, y su padre trabajaba en una fábrica en Toluca. Por eso, Justin había aprendido a ser independiente. Caminaba solo a casa, siempre por el mismo camino.

Aquella tarde, sin embargo, nadie lo vio llegar.

Las horas pasaron y la tarde se tornó noche. Doña Teresa empezó a inquietarse. Miraba el reloj, salía a la banqueta, preguntaba a los vecinos.

—¿No han visto a Justin? —preguntó a don Manuel, el carnicero.

—No, doña Teresa. Hoy no pasó por aquí —respondió él, preocupado.

A las ocho de la noche, la angustia ya era insoportable. Teresa fue hasta la comandancia.

—Mi hijo no ha regresado de la escuela —dijo, con la voz temblorosa—. No es de los que se quedan en la calle.

El comandante Gutiérrez tomó nota, pero en su rostro se reflejaba la preocupación.

—No se preocupe, señora. Vamos a buscarlo. ¿Por dónde suele caminar su hijo?

—Siempre va por la calle Juárez y cruza por la plaza. No se desvía nunca.

La noticia corrió rápido. Los vecinos salieron con linternas, gritando el nombre de Justin por las calles vacías.

—¡Justin! ¡Justin! —se escuchaba en la noche.

Pero nadie respondía.

Al día siguiente, la policía peinó los terrenos baldíos, los arroyos, los patios traseros. Interrogaron a los niños de la escuela.

—¿Alguien vio a Justin salir ayer? —preguntó el director, don Alfredo, con voz grave.

—Yo lo vi en la puerta, pero se fue solo —dijo Lupita, una compañera.

—¿No se quedó a jugar? —insistió el director.

—No, él nunca se queda —agregó otro niño.

Los rumores empezaron a circular. Algunos decían que lo habían visto cerca del estadio de fútbol; otros, que se acercó al puesto de tortas de la esquina. Pero nadie podía asegurar nada.

En la tienda de doña Teresa, la gente se reunía para comentar el caso.

—Dicen que una camioneta blanca andaba rondando la escuela —dijo una señora.

—¡Eso fue hace semanas! —replicó otro—. Aquí nunca pasa nada, pero uno ya no sabe.

Los días se convirtieron en semanas. La foto de Justin apareció en los periódicos locales:

SE BUSCA: Niño desaparecido. Cualquier información, favor de comunicarse con la policía.

Los policías revisaron casas abandonadas, letrinas, hasta los pozos secos. Nada. La incertidumbre consumía a la familia.

El padre de Justin regresó de Toluca y se unió a la búsqueda.

—No puede ser, Teresa. Nuestro hijo no es de los que se van sin avisar.

—Yo lo sé, pero… ¿dónde está? —lloró ella.

Un mes después, la policía empezó a considerar la posibilidad de un secuestro o un accidente. Se organizaron brigadas de voluntarios. Pegaron carteles con la descripción de Justin: “Rubio, alto para su edad, con una marca de nacimiento en la mejilla derecha”.

Los vecinos recorrían el río, los basureros, las vías del tren. Pero todo fue en vano.

Pasaron los años. La ciudad creció, la escuela fue remodelada, y la historia de Justin se fue desvaneciendo en la memoria colectiva. Solo quedaban algunos recortes de periódico y una foto envejecida en el altar de la casa de sus padres.

Cincuenta años después, en 2016, la escuela “Miguel Hidalgo” inició una nueva remodelación de la biblioteca. Los albañiles derribaban paredes viejas para construir una sala digital. De repente, uno de ellos, don Evaristo, golpeó algo sólido detrás del yeso.

—¡Oigan, aquí hay algo raro! —llamó a sus compañeros.

Quitaron el panel de madera y encontraron un nicho oculto. Dentro, cubierta de polvo, estaba una mochila de cuero.

—¿Será de algún niño? —preguntó uno de los obreros.

—Mira, aquí tiene un nombre… Justin —leyó Evaristo, sorprendido.

La noticia se regó como pólvora. La directora actual, la maestra Elena, llamó a la policía.

—Hemos encontrado una mochila antigua, con el nombre de un niño desaparecido hace muchos años —explicó, nerviosa.

El comandante Ramírez llegó con su equipo. Abrieron la mochila con sumo cuidado. Dentro había cuadernos, libros, una fiambrera vacía… y, en un bolsillo lateral, una hoja de papel doblada.

El comandante leyó en voz alta:

—“No me dejará ir si no guardo silencio.”

Los presentes se miraron, horrorizados.

—¿Qué significa esto? —preguntó la maestra Elena.

—Podría ser una nota de auxilio —respondió el comandante—. Hay que analizarla.

Los periódicos locales retomaron el caso. “Encuentran la mochila de Justin, el niño desaparecido hace 50 años.” Los reporteros entrevistaron a los pocos ancianos que aún recordaban la tragedia.

—Yo era niño cuando pasó —dijo don Tomás, exalumno—. Nadie supo qué le ocurrió. Fue como si se lo tragara la tierra.

La policía revisó los archivos. Buscaron planos antiguos de la escuela. El nicho donde estaba la mochila no figuraba en los planos originales.

—Alguien lo construyó a propósito —dijo el perito.

—¿Quién pudo hacerlo? —preguntó el comandante Ramírez.

—Solo alguien con acceso al edificio.

Revisaron las listas de empleados de 1966. El director y la mayoría de los maestros ya habían fallecido. Solo una persona llamó la atención: un hombre llamado Wilton, ayudante de biblioteca, que había dejado su puesto abruptamente ese mismo año.

La policía interrogó a los ancianos del pueblo.

—¿Recuerda usted a Wilton? —preguntó el comandante a doña Rosa, exmaestra.

—Era un hombre callado, algo extraño. A veces se quedaba hasta tarde en la biblioteca. Un día, simplemente ya no volvió.

—¿Le parecía sospechoso?

—Pues… siempre me dio mala espina. Pero nunca imaginé algo así.

Los obreros, animados por el hallazgo de la mochila, derribaron otra sección de la pared. Detrás, encontraron un pequeño espacio, como un pasillo sellado, lleno de basura y tablas viejas.

—Aquí no hay nada más —dijo Evaristo, decepcionado.

Pero la policía no se rindió. Recordaron un dato olvidado en el expediente: en 1966, un vecino se había quejado de un olor desagradable detrás de la biblioteca, pero lo atribuyeron a animales muertos.

—Vamos a excavar ahí —ordenó el comandante.

Días después, los peritos, con palas y detectores, encontraron a poca profundidad fragmentos de huesos, trozos de tela y una placa de hierro oxidada. El forense confirmó la peor sospecha.

—Son restos humanos. Un niño, de unos once años.

La noticia conmocionó al pueblo. Los periodistas no tardaron en llegar.

—¿Es Justin? —preguntó una reportera.

—Todo indica que sí —respondió el comandante Ramírez, con voz grave.

El análisis forense confirmó que los restos correspondían a un niño de la edad de Justin. La tela conservaba botones de uniforme escolar de los años sesenta.

La policía reconstruyó la posible secuencia de los hechos. El comandante reunió a su equipo en la biblioteca.

—Todo apunta a que Wilton atrajo a Justin con algún pretexto, lo encerró en una habitación secreta y, cuando vio que la búsqueda se intensificaba, lo mató y lo enterró en el patio. La mochila la emparedó en la pared, quizá para deshacerse de pruebas —explicó.

—¿Por qué nadie oyó nada? —preguntó una joven agente.

—En esos años, por la tarde la escuela quedaba vacía. No había cámaras, ni guardias, ni vigilancia.

La nota encontrada en la mochila fue analizada. Tenía huellas fragmentadas que coincidían con las de Justin, según los registros antiguos.

—Él mismo la escribió —confirmó el perito.

—“No me dejará ir si no guardo silencio.” Pobrecito… —murmuró la maestra Elena, conmovida.

La investigación se cerró con la conclusión de que Wilton, el ayudante de biblioteca, fue el responsable. Había fallecido en un hospital psiquiátrico en los años setenta, por lo que nunca enfrentó la justicia.

La escuela decidió colocar una placa discreta en la biblioteca:

“En memoria de Justin, cuya ausencia nunca olvidaremos.”

Durante la ceremonia, la maestra Elena dirigió unas palabras:

—Hoy honramos la memoria de un niño que nunca debió desaparecer. Esta historia nos enseña a no guardar silencio ante lo extraño, a cuidar unos de otros, y a no olvidar a quienes se han ido.

Al final, solo unas pocas personas asistieron al entierro de los restos de Justin, junto a la tumba de sus padres. Una tía lejana, doña Magdalena, dejó flores y susurró:

—Ya puedes descansar, hijo. Al fin sabemos la verdad.

En la sala de profesores, los maestros conversaban en voz baja.

—¿Te imaginas? Todo este tiempo, la mochila estuvo ahí, detrás de los libros —dijo el profesor Luis.

—A veces siento escalofríos al caminar por ese pasillo —respondió la maestra Carmen—. Pero debemos seguir adelante.

Los alumnos actuales apenas conocen la historia. Solo algunos han escuchado a sus padres narrar la leyenda del niño desaparecido. Pero la escuela sigue su vida normal, llena de risas y sueños.

El comandante Ramírez, en entrevista con un periódico local, reflexionó:

—Este caso me enseñó que los secretos, por más que se oculten, tarde o temprano salen a la luz. Y que nunca debemos dejar de buscar la verdad, por difícil que parezca.