—Julián, escúchame… —la voz de mi madre era apenas un susurro, como si el aire mismo le costara la vida—. Hijo, te espera una casa… pero, por favor, cuida de tu hermana. No puedes dejarla sola…Sentí que el mundo se me venía encima. Mi madre, esa mujer fuerte que alguna vez fue el pilar de nuestra familia en el barrio Santo Domingo, ahora era apenas una sombra en la cama desvencijada. Su piel, antes morena y brillante, se había vuelto casi transparente. Yo tenía diecisiete años y sentía que me estaban arrancando la infancia a la fuerza.
—Mamá… —quise decirle que todo estaría bien, pero ni yo mismo lo creía.
Camila, mi hermana menor, estaba sentada en el rincón, abrazando su peluche viejo. Tenía catorce años y desde que nació había luchado con una enfermedad rara que los médicos del hospital público nunca supieron nombrar. A veces no podía caminar, otras veces no podía ni hablar. Pero siempre sonreía cuando yo llegaba a casa.
Mi padre nos había abandonado cuando yo tenía diez años. Se fue una noche cualquiera, después de una pelea con mi madre por el dinero del arriendo. Desde entonces, la vida fue cuesta arriba: mi madre limpiaba casas en El Poblado y yo vendía dulces en los buses para ayudar con los gastos. Pero ahora… ahora ella se iba para siempre.
—Prométemelo, Julián —insistió mi madre—. No dejes sola a Camila…
Las lágrimas me ardían en los ojos. Le tomé la mano y asentí. No tenía palabras.
Esa noche, cuando mi madre murió, sentí que algo dentro de mí también se apagaba. El barrio parecía más oscuro que nunca; los gritos de los vecinos, las sirenas lejanas y el olor a humedad se mezclaban con mi miedo. ¿Cómo iba a cuidar de Camila? ¿Cómo iba a sobrevivir?
Los días siguientes fueron un torbellino: los vecinos trajeron arroz y frijoles, la señora Luzmila nos ayudó con el velorio y Don Ernesto, el tendero, me regaló una bolsa de leche para Camila. Pero todos sabíamos que eso no duraría mucho.
Una tarde, mientras le daba de comer a Camila, ella me miró con esos ojos grandes y tristes:
—¿Mamá va a volver?
Sentí un nudo en la garganta. No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte.
Las cosas empeoraron rápido. El dinero se acabó y tuve que dejar el colegio para buscar trabajo. Intenté conseguir algo en la construcción, pero nadie quería contratar a un menor de edad sin experiencia. Volví a vender dulces en los buses, pero la policía me corría cada vez que me veía.
Una noche, mientras intentaba dormir en el colchón junto a Camila, escuché disparos cerca de la esquina. El barrio estaba cada vez más peligroso; los combos peleaban por el control y muchos amigos míos ya no estaban: o se habían ido o estaban muertos.
Empecé a sentir rabia. Rabia contra mi padre por habernos dejado; rabia contra la vida por quitarnos a mi madre; rabia contra mí mismo por no poder darle a Camila lo que necesitaba.
Un día, Don Ernesto me llamó aparte:
—Julián, sé que la estás pasando mal… Si quieres, puedes ayudarme en la tienda unas horas. No es mucho dinero, pero al menos tendrás algo para comer.
Acepté sin pensarlo. Empecé a trabajar desde las seis de la mañana hasta las ocho de la noche. Camila se quedaba sola en casa; cada vez estaba más débil y yo temía que algo le pasara mientras yo no estaba.
Una tarde llegué y la encontré tirada en el piso, temblando. Lloré como nunca antes mientras llamaba a la ambulancia. En el hospital me dijeron que necesitaba medicamentos caros y una alimentación especial. ¿De dónde iba a sacar ese dinero?
Esa noche, mientras veía a Camila dormir en una camilla fría del hospital público, sentí que todo era inútil. Pensé en irme del barrio, buscar suerte en otra ciudad… pero entonces recordé las palabras de mi madre: «No puedes dejarla sola».
Empecé a buscar ayuda en todas partes: fui a la parroquia, hablé con fundaciones y hasta escribí cartas al gobierno municipal. La mayoría ni siquiera respondió; otros me dieron promesas vacías.
Un día conocí a Mariana, una voluntaria de una ONG que visitaba el hospital. Ella escuchó mi historia y me ayudó a conseguir algunos medicamentos para Camila. También me animó a no rendirme:
—Julián, tu hermana te necesita más que nunca. No estás solo.
Con su ayuda logré que Camila mejorara un poco. Pero cada día era una lucha: entre el trabajo en la tienda, cuidar de ella y sobrevivir al barrio.
Una noche llegó mi padre borracho a la casa. Golpeó la puerta hasta casi tumbarla.
—¡Ábranme! ¡Esta también es mi casa! —gritaba.
Me llené de miedo y rabia al mismo tiempo. Salí y lo enfrenté:
—¡Váyase! ¡Usted nos abandonó!
Él me miró con ojos vacíos y se fue tambaleando calle abajo. Esa fue la última vez que lo vi.
Los meses pasaron y aprendí a vivir con el dolor y el miedo. Aprendí a pedir ayuda sin vergüenza y a confiar en quienes realmente querían ayudarnos. Camila tuvo días buenos y días malos; hubo noches en las que pensé que no sobreviviría hasta el amanecer.
Pero también hubo momentos hermosos: cuando reía viendo telenovelas conmigo; cuando dibujaba flores en su cuaderno viejo; cuando me decía «gracias» con esa voz suave que parecía un susurro de esperanza.
Hoy escribo esto desde la misma casa donde todo empezó. Camila sigue luchando; yo sigo trabajando en la tienda y estudiando por las noches gracias a una beca que conseguí con ayuda de Mariana.
A veces me pregunto si hice bien en quedarme; si sacrificar mis sueños fue lo correcto… Pero luego veo a Camila sonreír y sé que valió la pena.
¿Hasta dónde llegarías tú por tu familia? ¿Qué harías si tuvieras que elegir entre tus sueños y una promesa sagrada?
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