Ayer fui a la reunión de exalumnos. Todavía no lo puedo creer. Estoy en casa, tomando té, me tiemblan las manos —y eso que ya casi ha pasado un día desde que todo sucedió. Necesito desahogarme, si no, los pensamientos me van a romper por dentro. Debo contar esto, aunque mi voz tiemble de vergüenza y el corazón me duela otra vez.
Vamos desde el principio. Hace diez años, yo era maestra en el último año de secundaria. Un grupo común y corriente: chicos de diferentes niveles, de diferentes familias. Algunos de familias acomodadas, otros de las que la gente llama “difíciles”. Entre ellos estaba una niña: Aliona Grigorieva. Muy callada, casi invisible para todos. Siempre usaba ropa vieja, que parecía que nadie tiraba solo por lástima. Su cabello rara vez estaba limpio, y a veces tenía un olor que no era nada agradable. Entre los maestros, le decíamos “la mugrosa Grigorieva”. Escribo esto y me da vergüenza, pero es la verdad y no tengo derecho a ocultarla.
Los papás de Aliona… vivían siempre en la necesidad. Su papá era un hombre de principios —lo corrieron de la fábrica en los noventa porque se negó a firmar reportes falsos. Su mamá trabajaba en una maquila, hasta que la cerraron, y así la familia perdió su último ingreso. Ahí empezó la verdadera tragedia. Primero tomaban solo en fiestas, luego cada fin de semana, y después, todos los días. Eso se volvió su nueva realidad.
Aliona solía sentarse sola en la ventana del pasillo. Los demás la evitaban, ¿quién iba a querer estar cerca de una “pobretona”? Solo un niño le prestaba atención: Igor Severtev. Hijo de un empresario local, buen estudiante, orgullo de la escuela. A veces le compraba un pan en la cafetería, una vez le dio su cuaderno cuando a Aliona se le acabaron las hojas. Su amistad parecía rara, pero seguramente en el fondo de Igor había algo más que solo ganas de ser bueno.
Se acercaba la graduación. Todos estaban emocionados, preparando la fiesta. Yo repartía tareas: quién decoraba, quién ponía música, quién se encargaba del programa. Aliona estaba en una esquina, escuchando atenta. Se le notaba en los ojos que esperaba que también le tocara algo.
—Maestra Vera, —me preguntó bajito—, ¿y yo qué hago?
No sé qué me pasó. Tal vez era un mal día, tal vez yo misma estaba frustrada y me desquité con la niña que, por fuera, me recordaba todos mis fracasos.
—¡Pues no sé qué vas a hacer! —le contesté de mala gana—. Pero ni se te ocurra venir a la graduación. Es un evento formal, y tú… Bueno, tú entiendes. Recoge tu certificado antes.
En el salón se hizo un silencio mortal. Alguien soltó una risita, otro se burló. Aliona se puso roja, se levantó y salió corriendo. Detrás de ella se fue Igor.
—¡Severtev! —le grité—. ¿A dónde vas? ¡Tienes medalla, y el programa especial!
Se detuvo, me miró con una frialdad que me heló:
—Váyase al diablo con su programa —dijo, tranquilo pero firme.
No podía respirar. ¿Qué había hecho? Igor era el pilar de la fiesta, su papá pagaba todo —regalos, banquete, decoraciones…
—¡Regresa ya! —le grité.
Pero Igor levantó la mano y me hizo… ese gesto. Y se fue.
Me dejé caer en la silla. Sabía que había cometido un gran error. Pero en ese momento, me preocupaba más que no se arruinara la fiesta, no el destino de esos niños.
Al día siguiente, Aliona fue con la directora, inventó que tenía una tía enferma, recogió su certificado y desapareció. Igor tampoco volvió. Por suerte, el papá de Igor cumplió su palabra: hubo fiesta, regalos, todo. Solo su hijo no estuvo en el evento.
Y yo pensé: “Bueno, menos problemas”.
Pasaron diez años. En ese tiempo pasó de todo. La mamá de Aliona terminó destruida por el alcohol, su papá murió de cirrosis. Los vecinos decían que Aliona mandaba dinero desde lejos, pero nadie sabía dónde vivía.
Y ayer fue la reunión de exalumnos. Yo, como tutora, organicé todo. Estaba nerviosa —¿y si alguien sacaba el tema del pasado?
Casi todos llegaron. Pero al verlos, noté cómo la vida había cambiado. Svetka, antes la más guapa, llegó borracha. Pasha, el activista, lleno de tatuajes —había estado en la cárcel por robo. Natasha lloraba, contando que su esposo alcohólico la dejó con hijos de diferentes papás.
Y pensar que yo los ponía de ejemplo, los veía como promesas.
—Igor no vendrá —escuché—. Dicen que vive en el extranjero.
—¿Y esa… cómo se llamaba… Grigorieva? —pregunté en voz baja.
—¿A quién le importa? —dijo Svetka—. Seguro anda de empleada de limpieza.
Ya íbamos a entrar a la escuela, cuando llegó un carro de lujo. Bajó un hombre de traje —enseguida reconocí a Igor. Detrás de él, una mujer elegante, bien peinada, vestida caro, con mirada segura.
—¡No manches! —exclamó alguien—. ¡Es Margot! ¡La dueña de la empresa de cosméticos!
La miré bien. Su cara me era familiar…
Se acercaron. Le sonreí a Igor:
—¡Igor! ¡Qué gusto verte! ¿Nos presentas a tu acompañante?
—¿Para qué presentarla? —se rió—. ¿De verdad no la reconocen?
La mujer me miró directo a los ojos.
—Buenas noches, maestra Vera. Soy Aliona Grigorieva.
Se me fue el aire. ¿Era ella? ¿Esa Aliona flaquita, con zapatos rotos y el pelo sucio?
—Alionita… —balbuceé—. Qué cambio… Es que, bueno… los patrocinadores…
—Lo recuerdo —me interrumpió—. Recuerdo cada palabra suya.
Igor sonrió, pero con frialdad:
—Perdón, maestra. Yo pago la fiesta de hoy. Pero no voy a sentarme en su mesa.
Pasaron de largo, y los demás los siguieron —en silencio, sin mirarme. Me quedé sola en la entrada.
Al rato, Igor regresó.
—Oiga —me dijo—, Aliona no es rencorosa. Si le pide perdón de verdad, lo hará. Ella es buena persona. A diferencia de…
No terminó, pero entendí.
Fui al restaurante donde era la reunión. Me acerqué a Aliona. Las lágrimas se me salieron solas.
—Perdóname —le dije—. Dios, qué equivocada estaba…
Ella se levantó y me abrazó. Solo me abrazó.
—¿Sabe qué, maestra? Usted me hizo un favor. Me mostró en quién no quería convertirme. Débil, dependiente de la opinión ajena. Gracias.
Me contó cómo se fue a la ciudad con solo tres mil rublos —lo último que le dio su papá. Trabajó de mesera, de vendedora, estudió en línea. A los cinco años abrió su primera tienda de cosméticos. Ahora tiene una cadena.
—¿Y Igor? —pregunté.
—Llegó un año después. Me dijo: “Te prometí estar contigo”. Nos casamos. Ahora trabajamos juntos.
Estoy en casa, pensando. Qué ciega fui. La niña que yo veía como un caso perdido, resultó más fuerte que todos. Los que yo elogiaba, terminaron mal. Pero Aliona es ejemplo de fortaleza.
Ahora entiendo: los maestros nos equivocamos. Juzgamos por la apariencia, por la ropa. Creemos que si un niño viene de una familia difícil, él también lo será. Pero no es así. El carácter no se esconde en un traje. La fuerza no vive en la cartera de los papás. A veces, los diamantes más brillantes están en el lodo.
Aliona me perdonó, no porque yo lo mereciera, sino porque ella es mejor persona que yo.
Esta historia me da vergüenza, pero es una lección. La vida es impredecible. El que damos por perdido, puede ser quien más nos enseñe.
También aprendí: pedir perdón no es vergonzoso. Lo vergonzoso es no hacerlo cuando sabes que te equivocaste.
La reunión me cambió. Ahora veo distinto a mis alumnos. No los divido en exitosos o no. Trato de ver a la persona, no solo las calificaciones.
Porque cada niño es el futuro. Y mucho de ese futuro depende de nosotros, los maestros. De nuestras palabras, fe, apoyo… o de nuestra indiferencia.
Aliona no se llenó de odio, no se quebró. Tomó el dolor y lo transformó en fuerza. Pudo rendirse, como sus padres. Pero no lo hizo.
Ahora ella es mi ejemplo. Ejemplo de cómo vivir, perdonar y seguir adelante, pase lo que pase.
¿Y mis ex “favoritos”? Svetka está en el hospital por cirrosis. Pasha otra vez en la cárcel. Natasha sola con sus hijos.
A veces pienso: ¿y si hubiera apoyado a Aliona? ¿Si no la hubiera humillado, sino ayudado? Tal vez los otros niños hubieran aprendido a respetar el carácter, no solo el origen.
Pero el pasado no se puede cambiar. Lo importante es no repetir los mismos errores.
Ahora tengo un nuevo grupo de graduados. Hay un chico, Danilo. Viene de un orfanato. Se viste mal, huele feo, saca calificaciones regulares. Los otros lo evitan.
Pero ahora sé: tal vez él sea el más fuerte de todos. Tal vez él demuestre que el verdadero valor de una persona está en su corazón y su espíritu.
Por eso lo apoyo, calladita, sin que los demás lo noten. Creo en él. Porque entendí una verdad simple: el lugar no hace a la persona, la persona hace el lugar.
Y que los demás maestros me critiquen por cómo trato a Danilo. Que los papás se quejen de que le pongo demasiada atención. Me da igual.
Ya aprendí mi lección. Dolorosa, pero necesaria. Y nunca volveré a cometer el mismo error.
Hoy, cuando veo a Danilo sonreírme tímidamente, siento esperanza. Sé que, aunque la vida sea dura, siempre hay oportunidad de cambiar el destino de alguien con un poco de fe y apoyo. Y en cada niño, por más humilde que sea, puede esconderse un futuro brillante.
Gracias, Aliona, por enseñarme a ser mejor maestra y mejor persona. Gracias por tu ejemplo, por tu bondad y por tu perdón. Ahora sé que cada vida puede brillar, si alguien cree en ella.
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