Entre Dos Mundos: La Sanadora de Chiapas y el Empresario que Aprendió a Escuchar el Corazón
Por: Redacción Especial Historias con Corazón
La tarde caía con un aguacero inesperado sobre San Cristóbal de las Casas. Nubes cargadas de agua oscurecían el cielo chiapaneco mientras Elena Gómez, de 34 años, avanzaba a paso rápido por el sendero de tierra que conducía a su pequeña casa en las afueras del pueblo. Su bolsa de tela, repleta de hierbas medicinales recién recolectadas, pesaba menos que la responsabilidad de criar sola a Marisol y Luisito, sus dos hijos, desde que su esposo partió a Estados Unidos tres años atrás.
El sonido de un motor ahogándose la sacó de sus pensamientos. A unos cincuenta metros, un SUV negro de lujo intentaba avanzar, inútilmente, por el camino convertido en lodazal. Elena se detuvo bajo su paraguas de nylon desgastado, dudando si acercarse. No era común ver vehículos así por ahí. De pronto, un hombre descendió precipitadamente del auto. Vestía un traje oscuro, desentonando completamente con el entorno rural y empapado por la lluvia.
—¡Ayuda, por favor! —gritó en un español claro, aunque con acento de la capital—. ¡Mi hijo está enfermo!
Sin pensarlo, Elena corrió. En el asiento trasero, un niño de unos diez años se retorcía de dolor, la frente ardiente y el rostro salpicado de sudor frío.
—Tiene fiebre muy alta —explicó el hombre, presentándose como Alejandro Ruiz Vega—. Veníamos de regreso a San Cristóbal cuando empezó a sentirse mal. El GPS nos desvió por aquí y ahora estamos atascados.
Elena evaluó la situación con la experiencia de quien ha visto muchos casos similares.
—Mi casa está a solo diez minutos caminando —dijo con firmeza—. Aquí no podemos hacer nada. ¿Me deja ayudarlo?
Alejandro no dudó. Tomó a su hijo en brazos y siguió a Elena bajo la lluvia, hundiéndose en el barro con sus zapatos italianos.
La casa de Elena era sencilla, de adobe y techo de teja, rodeada por un huerto donde cultivaba plantas comestibles y medicinales. Adentro, todo estaba ordenado y limpio, a pesar de la evidente escasez. Elena indicó:
—Póngalo aquí —señalando su cama con un edredón tejido a mano—. ¿Cómo se llama el niño?
—Mateo —respondió Alejandro, depositando con cuidado a su hijo—. Mateo Ruiz Vega.
Elena no reconoció el apellido, aunque le sonó vagamente familiar. No le dio importancia. Su prioridad era el pequeño paciente. Con movimientos precisos, comprobó la temperatura con el dorso de la mano, revisó los ojos, la garganta, palpó el abdomen.
Luisito y Marisol observaban desde la puerta, curiosos ante el extraño visitante.
—Marisol, tráeme el té de sauce y eugenia que preparé esta mañana —ordenó Elena—. Luisito, ve por las compresas de algodón.
Alejandro, escéptico y desesperado, sacó su teléfono móvil.
—Con todo respeto, señora, creo que necesitamos llevarlo a un hospital. Puede ser algo grave.
—No hay señal aquí —respondió Elena, sin dejar de atender a Mateo—. El hospital está a tres horas y con este clima ningún helicóptero podrá volar. Su hijo tiene una intoxicación alimentaria, no apendicitis. Puedo ayudarlo, pero debe confiar en mí.
Alejandro quiso protestar, pero un gemido de Mateo lo detuvo. El niño comenzó a vomitar. Elena actuó con rapidez, sosteniéndole la cabeza y limpiándolo con delicadeza.
Durante las siguientes horas, Elena administró infusiones de plantas medicinales, aplicó compresas frías para la fiebre y calientes para los espasmos abdominales. Preparó una solución de electrolitos casera con agua, sal, bicarbonato y limón para hidratarlo.
Afuera, la tormenta aislaba la casa del mundo exterior. Cerca de la medianoche, Mateo finalmente cayó en un sueño tranquilo. Elena ofreció a Alejandro una taza de café de olla.
—Sus zapatos están secándose junto al fogón. Le dejé ropa de mi cuñado para que pueda cambiarse.
Alejandro tomó la taza, notando lo cansado que estaba. Solo entonces vio que Elena le había preparado un lecho en la sala mientras ella planeaba pasar la noche junto a Mateo.
—Gracias —murmuró, súbitamente consciente de la extraordinaria situación—. Realmente, muchas gracias.
Elena simplemente asintió, sin saber que acababa de ayudar a uno de los empresarios más poderosos de México, dueño de la mayor cadena hospitalaria privada del país.
El amanecer trajo un cielo despejado. Los primeros rayos de sol iluminaron el rostro sereno de Mateo. Alejandro, que apenas había dormido, se acercó a su hijo. Elena entró silenciosamente, trayendo consigo el aroma de café recién hecho y tortillas calientes.
—¿Cómo sigue el niño? —preguntó en voz baja.
—Mucho mejor —respondió Alejandro, sorprendido por la evidente mejoría.
Elena comprobó la temperatura de Mateo con el dorso de la mano y sonrió satisfecha.
—Sus mejillas han recuperado color. El té de eugenia funcionó bien. Cuando despierte, necesitará comer algo ligero. Le prepararé un caldo de hierbas.
Alejandro la observaba con agradecimiento y curiosidad. En su mundo, las enfermedades se combatían con antibióticos y equipos de especialistas. Sin embargo, esta mujer, con recursos mínimos, había logrado estabilizar a su hijo.
—Señora Elena —dijo, eligiendo cuidadosamente las palabras—, lo que ha hecho por mi hijo… no sé cómo agradecérselo.
—No es necesario —respondió Elena, ordenando la habitación—. Aquí sabemos que hoy por ti, mañana por mí.
Poco después, Marisol y Luisito, vestidos con sus uniformes escolares, se despidieron para ir a la escuela. Alejandro notó la responsabilidad que recaía sobre Marisol, de apenas doce años.
—¿Van solos a la escuela? —preguntó.
—Está a veinte minutos caminando. Marisol cuida de su hermano. Todos los niños de aquí lo hacen.
Alejandro pensó en Mateo, siempre llevado por su chofer en un auto blindado. Notó la ausencia de una figura masculina en la casa.
—¿Y su esposo?
El rostro de Elena se ensombreció.
—Está en Estados Unidos. Hace tres años que se fue. Al principio enviaba dinero, luego cada vez menos. Hace seis meses que no sabemos de él.
La sencillez con que relataba su situación impactó a Alejandro. Aquí estaba una mujer que, abandonada a su suerte, aún tenía la generosidad de ayudar a extraños.
Antes de partir, Alejandro le hizo una propuesta:
—Quisiera que viniera a Ciudad de México a cuidar a Mateo mientras se recupera. Sus hijos pueden venir también. Les proporcionaré alojamiento, comida y un salario justo.
Elena dudó. Miró su casa, el huerto, las gallinas.
—No puedo dejar todo esto. Mi huerto se secaría, mis animales…
—Pagaré a alguien del pueblo para que cuide su casa y sus animales. Cuando regrese, todo estará como lo dejó.
Elena pidió consultar con sus hijos. Esa tarde, Marisol y Luisito regresaron de la escuela. Elena les explicó la propuesta. Luisito, emocionado, exclamó:
—¡Yo quiero ir! ¡Quiero conocer la ciudad grande!
Marisol, más seria, preguntó:
—¿Nos tratarán bien allá? He escuchado que en la ciudad la gente como nosotros no es bien recibida.
—El señor Alejandro nos ha tratado con respeto —respondió Elena—. Y si alguien nos falta al respeto, regresamos inmediatamente. Eso lo prometo.
Finalmente, Marisol asintió. La decisión estaba tomada.
Días después, la familia chiapaneca llegó a la mansión de Alejandro en helicóptero. Elena nunca había volado. Marisol y Luisito observaban maravillados la casa con piscina, jardines y habitaciones lujosas. El personal los miraba con curiosidad. Alejandro los presentó:
—Elena es una sanadora extraordinaria. Gracias a ella, Mateo está recuperado. Será nuestra invitada especial y espero que la traten con el mismo respeto que a mí.
Elena se sintió abrumada por el lujo y la atención, pero encontró consuelo en Carmen, el ama de llaves.
—Tómese su tiempo, señora —le dijo Carmen—. El señor Alejandro realmente la respeta. Nunca lo había visto así.
Elena se adaptó a su nueva rutina: cada mañana preparaba infusiones para Mateo, lo ayudaba con las tareas, supervisaba su alimentación. Marisol y Luisito asistían a una prestigiosa escuela, donde tras la curiosidad inicial, fueron integrados sin problemas. Mateo, completamente recuperado, floreció en compañía de sus nuevos amigos.
La relación con Alejandro evolucionó. El empresario, antes distante, comenzó a modificar su agenda para estar más presente en casa. Cenas en familia, juegos de mesa, excursiones a museos y parques. Elena facilitaba esos momentos de intimidad familiar.
Un domingo, mientras los niños nadaban en la piscina, Alejandro se acercó a Elena en el jardín.
—Tienes un don especial para conectar con las personas. Has transformado la vida de mi hijo y la mía —le confesó—. El periodo que acordamos está por terminar. Han pasado casi cuatro semanas.
—Lo sé —respondió Elena, sintiendo una punzada de tristeza—. Empezaré a preparar a los niños para el regreso.
—O podrían quedarse —sugirió Alejandro—. De forma permanente.
Elena lo miró sorprendida.
—¿Permanente? Pero tenemos una vida en Chiapas. Mi casa, mis plantas…
—Podrías tener un jardín más grande aquí. Y respecto a tu casa, siempre podría ser un lugar para vacacionar. Mi hospital está desarrollando un programa de medicina integrativa. Alguien con tu experiencia sería invaluable como consultora.
—Pero no tengo título universitario —objetó Elena.
—La experiencia práctica vale más que cualquier título en este caso. Además, podrías complementar tu conocimiento con estudios formales si así lo deseas. Tus hijos tendrían garantizada la mejor educación.
Elena pidió tiempo para pensarlo. Esa noche, mientras contemplaba la ciudad iluminada desde su balcón, pensó en su esposo, que había partido en busca de oportunidades que ahora se presentaban ante ella, sin tener que cruzar fronteras peligrosas.
La fiesta de cumpleaños de Mateo, dos meses después, marcó otro hito. Elena supervisó los detalles que harían feliz a Mateo: su comida favorita, decoración de astronomía, actividades para los niños. Gabriela, la hermana de Alejandro, se acercó a Elena:
—Mi hermano habla maravillas de ti —le dijo—. Has revolucionado no solo la vida de Mateo, sino también la de Alejandro.
Pero doña Mercedes, la madre de Alejandro, no ocultó su desaprobación:
—Seguro que Elena tiene mucho que hacer supervisando a los niños —dijo con frialdad.
Elena, herida, decidió marcharse. Pero fue detenida por las súplicas de Mateo y la honestidad de Alejandro.
—No quiero que te vayas —le confesó él—. Eres indispensable para nosotros. Quédate, no como empleada, sino como compañera.
Elena aceptó, pero bajo la condición de mantener sus raíces chiapanecas y dividir su tiempo entre ambos lugares. Alejandro, inspirado por ella, lanzó un hospital móvil que combinaba medicina moderna y tradicional.
Seis meses después, la familia regresó a Chiapas para inaugurar el hospital móvil. En el portal de su casa, Elena tomó la mano de Alejandro y le reveló una noticia especial:
—Hay algo que quería decirte aquí, donde todo comenzó —dijo, guiando su mano hacia su vientre—. Cuatro semanas.
Alejandro la abrazó, emocionado por la llegada de un nuevo miembro a la familia. Mientras los niños reían en el huerto, Elena comprendió que la verdadera sanación va más allá de curar enfermedades. A veces, significa tender puentes entre mundos distintos, creando espacios donde el conocimiento ancestral y el académico se complementan.
—Mamá, ven a ver lo que encontramos —llamó Marisol desde el huerto.
Elena y Alejandro se unieron a los niños, caminando juntos hacia el futuro que construían día a día, paso a paso, entre dos mundos que, gracias a ellos, comenzaban a encontrarse.
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