Me llamo Teresa Llamas.
Durante treinta y cinco años fui maestra de primaria en la escuela Benito Juárez, ahí en el centro del pueblo. Pizarras verdes, tiza en los dedos, y niños que me decían “profe” con esa mezcla de respeto y cariño que sólo se da en los salones de clase. Recuerdo las risas en los recreos, los gritos de “¡Ya llegó la maestra!” cuando entraba al patio, y las caritas de sueño los lunes por la mañana. Enseñé a leer y escribir a tres generaciones, y con cada grupo sentí que mi vida tenía sentido.
Pero los años pasan, y la vida no se detiene. Cuando me jubilé, sentí una mezcla extraña de alivio y vacío. Al principio, disfruté despertar tarde, tomar café sin prisas, leer el periódico de cabo a rabo. Pero pronto el silencio se volvió pesado, casi doloroso. Extrañaba las voces, las preguntas, los “profe, ¿me ayuda?”, los cuentos antes de salir al recreo, las historias compartidas en cada salón.
Mis hijos viven lejos, cada quien con su vida. Mi esposo, Julián, falleció hace seis años. La casa se me hizo enorme y fría. Las paredes, antes llenas de dibujos y fotografías, ahora parecían mirarme con lástima. Me costaba trabajo encontrarle sentido a los días. El tiempo libre, ese que tanto había deseado, se volvió una especie de castigo.
Una tarde de domingo, mientras veía la televisión sin ganas, escuché una entrevista con una señora que leía cuentos en hospitales. Hablaba de cómo una historia podía cambiarle el día a alguien, aunque fuera por un ratito. Algo se encendió dentro de mí. Recordé cómo los niños se quedaban callados cuando les leía en voz alta, cómo hasta los más inquietos se tranquilizaban con una buena historia.
Pensé: “¿Por qué no?”
Al día siguiente, busqué el asilo “La Esperanza”, que quedaba a unas cuadras de mi casa. Me presenté en la recepción con un libro bajo el brazo, un ejemplar gastado de “Cien años de soledad” que había leído mil veces. Me temblaban las manos, pero me armé de valor.
—Buenos días, soy Teresa Llamas. Fui maestra toda mi vida y quiero ser voluntaria. ¿Puedo leerle a alguien que no reciba visitas?
La trabajadora social, una muchacha joven y amable llamada Mariana, me miró sorprendida.
—Claro, señora Teresa. No muchas personas vienen con esa idea. ¿Sabe leer en voz alta?
Sonreí.
—Llevo haciéndolo toda mi vida.
Me mandaron con Don Eusebio, un hombre ciego, viudo y con Alzheimer. Me advirtieron:
—No creo que entienda mucho… pero si quiere intentarlo, adelante.
Entré a su cuarto. Olía a talco y a madera vieja. Don Eusebio estaba sentado en una silla junto a la ventana, mirando hacia la nada. Me presenté, aunque no sabía si me escuchaba, y comencé a leer. Al principio, sólo mi voz llenaba el espacio. Leía con pausa, como lo hacía con mis alumnos, esperando que alguna palabra le hiciera sentido.
Así pasaron los días. Cada martes iba al asilo, siempre con un libro diferente. A veces llevaba poemas, otras veces cuentos cortos, o novelas largas. Leía en voz alta a Don Eusebio, aunque él rara vez respondía. Algunas enfermeras me decían que era inútil, que mejor le leyera a alguien más. Pero yo sentía que, aunque fuera por un instante, algo en él se movía.
Un día, mientras leía un pasaje de “Cien años de soledad”, Don Eusebio murmuró, casi en un suspiro:
—Mi mujer… me leía eso.
Sentí un nudo en la garganta. Seguí leyendo, pero las lágrimas me ganaron. Al terminar el capítulo, Don Eusebio sonreía. No sé si entendió todo, pero supe que, de alguna manera, mi voz había tocado algo en su memoria.
Esa tarde lloré en el parque, sentada en una banca. Lloré de tristeza, pero también de alivio. Supe que algo tan simple como una voz puede despertar memorias dormidas, puede devolverle a alguien un pedacito de su pasado, aunque sea por unos minutos.
Después de ese día, me convertí en la “lectora oficial” del asilo. Mariana me presentaba con los nuevos residentes:
—Ella es la maestra Teresa, pero aquí le decimos la “lectora de almas”.
Me daba risa el apodo, pero también me hacía sentir orgullosa. Además de Don Eusebio, empecé a leerle a Doña Amalia, una señora que había sido costurera y que siempre pedía historias de amor. Le encantaban los poemas de Jaime Sabines y los cuentos de Ángeles Mastretta. A veces, mientras leía, ella cerraba los ojos y murmuraba el nombre de su esposo, como si lo llamara desde otro tiempo.
También estaba Don Manuel, que había sido panadero y que, aunque ya no recordaba el nombre de sus hijos, se emocionaba con las historias de pueblos y mercados. Un día, mientras leía un cuento sobre un niño que vendía pan en la plaza, Don Manuel empezó a reírse.
—Así era yo, señora… así era yo.
Había quienes no hablaban, pero escuchaban. Había quienes lloraban en silencio, y otros que se dormían con mi voz. Aprendí a no tomarlo personal. Entendí que, a veces, la mejor manera de acompañar a alguien es simplemente estar ahí, sin esperar nada a cambio.
Con el tiempo, los martes se volvieron mi día favorito. Preparaba mi bolso con libros, galletas y una libreta donde anotaba las historias que más les gustaban. A veces, los residentes me contaban sus propias anécdotas, y yo las escribía para leérselas después. Así, sus vidas se iban tejiendo con las páginas de los libros.
Un día, Mariana me pidió que leyera en el comedor, para todos. Era la primera vez que leía frente a tantas personas desde que me jubilé. Sentí nervios, pero también una alegría inmensa. Elegí un cuento de Elena Garro, uno sobre una niña que soñaba con volar. Al terminar, los aplausos me hicieron llorar. Sentí que, por fin, había encontrado un nuevo salón de clases.
Pero no todo era felicidad. A veces, los residentes se iban. Algunos fallecían, otros eran trasladados a otros lugares. Cada pérdida me dolía, pero aprendí a despedirme con cariño. Sabía que, aunque fuera por poco tiempo, les había regalado un momento de compañía.
Un día, llegó al asilo una joven llamada Lucía. Tenía apenas veinticinco años y estaba en silla de ruedas por un accidente. Al principio, no quería hablar con nadie. Se encerraba en su cuarto y sólo salía para las comidas. Mariana me pidió que intentara acercarme.
Toqué la puerta de su cuarto y le pregunté si podía leerle algo. Al principio, me dijo que no. Pero insistí, y poco a poco, fue aceptando mi compañía. Le llevé novelas juveniles, poesía, hasta libros de autoayuda. Un día, mientras leía un poema de Mario Benedetti, Lucía empezó a llorar.
—¿Por qué me lee esto? —me preguntó, con la voz quebrada.
—Porque a veces, las palabras nos ayudan a sanar —le respondí.
Con el tiempo, Lucía empezó a leerme a mí. Me contaba sus sueños, sus miedos, sus ganas de volver a caminar. Juntas, organizamos un club de lectura en el asilo. Invitamos a los residentes, a las enfermeras, a quien quisiera escuchar o compartir una historia. Los viernes por la tarde, el comedor se llenaba de risas, de recuerdos, de voces.
Un día, Lucía me regaló una carta:
“Gracias, Teresa. Por recordarme que la vida sigue, aunque duela. Por devolverme las ganas de soñar. Por leerme el alma cuando yo no podía.”
Esa carta la guardo como un tesoro. Me recordó que, aunque ya no era maestra de salón, seguía enseñando. No con pizarras ni exámenes, sino con libros, con palabras, con presencia.
Con el tiempo, mi salud empezó a resentirse. Los médicos me recomendaron descansar, pero yo no quería dejar de ir al asilo. Sabía que, para muchos, mi visita era el único momento diferente de la semana. Así que seguí yendo, aunque fuera más despacio, aunque me cansara más.
Un día, mientras leía en el jardín, Mariana se me acercó:
—Señora Teresa, ¿alguna vez ha pensado en escribir sus propias historias?
Me reí.
—¿Quién va a querer leerlas?
—Yo sí —me respondió—. Y estoy segura de que muchos aquí también.
Esa noche, empecé a escribir. Escribí sobre Don Eusebio y su esposa, sobre Doña Amalia y sus poemas, sobre Don Manuel y el pan recién horneado, sobre Lucía y su fortaleza. Escribí sobre el poder de la voz, sobre la importancia de acompañar, sobre la magia de leer en voz alta.
Hoy, a mis setenta y dos años, ya no soy solo exmaestra. Soy lectora de almas. Llevo libros a quienes ya no esperan nada y les devuelvo, aunque sea por unos minutos, un pedacito de mundo. He aprendido que las historias no solo se leen, también se viven, se comparten, se regalan.
Cuando entro al asilo con mi bolso lleno de libros, los residentes me reciben con una sonrisa. Algunos ya no recuerdan mi nombre, pero reconocen mi voz. Y eso, para mí, es suficiente.
A veces, al terminar de leer, cierro el libro y miro alrededor. Veo ojos brillantes, sonrisas tímidas, manos que buscan las mías. Y entiendo que, aunque la vida me quitó el bullicio del salón de clases, me regaló el silencio lleno de significado de estos pasillos.
Porque al final, no importa cuántos años pasen ni cuántos libros lea, siempre seré maestra. Y mientras tenga voz, seguiré leyendo. Para ellos, para mí, para todos los que alguna vez sintieron que ya nadie los visita.
—Teresa Llamas
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