“¿Por qué gastar dinero en flores?”, preguntaba siempre Vera, con esa mezcla de reproche y resignación en la voz. La frase, repetida a lo largo de los años, se fue quedando en la memoria de su hija, Marina, como una sentencia. Pero no era una pregunta cualquiera: era el eco de una vida marcada por la búsqueda de algo que nunca llegó y la renuncia a lo que sí tenía. Así comenzó la historia de una madre y una hija, unidas por la sangre, separadas por las decisiones.

Vera era una mujer de sueños grandes y realidades pequeñas. Se casó joven con Andrei, un hombre trabajador, capataz en una fábrica de piezas automotrices en Ciudad de México. Él era serio, pragmático, de los que creen que el amor se demuestra con hechos: comida en la mesa, techo sobre la cabeza, y el esfuerzo diario para que nada faltara. Vera, en cambio, soñaba con serenatas, cenas a la luz de las velas y ramos de flores frescas en la mesa del comedor. Para ella, la vida debía tener un toque de poesía.

—Vera, ¿para qué gastar dinero en flores? Mejor compramos algo útil —decía Andrei, convencido de que el amor estaba en los detalles prácticos.

—Eres tan aburrido —le respondía ella, suspirando—. Una mujer necesita más que cuidados y tareas. Necesita belleza, emoción.

La rutina fue desgastando a la pareja. Los años pasaron entre turnos dobles, tareas escolares y recibos por pagar. Marina, la hija única, creció viendo a sus padres discutir por cosas pequeñas: el gasto en el supermercado, la ropa, los regalos. Pero lo que más le dolía era ver a su madre cada vez más triste y a su padre cada vez más cansado.

Un día, Andrei decidió regalarles algo especial: un viaje a un sanatorio en las afueras de la ciudad. Quería que Vera y Marina descansaran, se relajaran, tuvieran un respiro. Él no pudo quedarse, tenía que trabajar. Cuando madre e hija regresaron, algo en Vera había cambiado.

Vera volvió enamorada. No de su esposo, sino de un hombre que conoció en el sanatorio: Nikolai. Poeta de corazón, según ella, aunque más bien era un soñador sin rumbo. Vera anunció su decisión sin titubear.

—Andrei, conocí el amor verdadero. Nikolai es el hombre que siempre soñé. Tú solo eres realista en exceso.

Andrei, herido, empacó sus cosas y se fue. Dejó el departamento —herencia familiar— para Vera y Marina. No hubo gritos ni escenas, solo el silencio pesado de un adiós sin retorno.

Vera pronto llevó a Nikolai a vivir con ellas. Marina, de solo nueve años, no pudo aceptar a ese extraño en casa.

—¡Mamá, saca a ese hombre de aquí! ¡Quiero a papá! —le suplicó.

—¡Cállate! —le gritó Vera—. Esta es mi vida, y Nikolai es mucho mejor que tu padre.

Pero la realidad pronto se impuso. Nikolai era un hombre sin trabajo estable, que pasaba los días escribiendo poemas tristes y trayendo flores robadas de los jardines públicos. Vera trabajaba horas extra para sostener la casa, mientras él se quejaba del clima, del gobierno, de la mala suerte.

El dinero de la pensión que enviaba Andrei, Vera lo usaba para Nikolai: para sus zapatos rotos, para camisas nuevas que usaba en entrevistas de trabajo que nunca daban fruto.

—Mamá, la pensión de papá es para mí. Necesito ropa nueva, esta chaqueta ya no me queda —le reclamó Marina un día.

—Sobrevivirás —respondió Vera, sin mirarla—. Nikolai tiene una reunión importante y necesita ropa.

Así, Marina fue aprendiendo a cuidar de sí misma. Cuando Vera quedó embarazada de nuevo, la mandó a vivir con Anna Petrovna, una vecina jubilada que la cuidó como si fuera su nieta.

Anna Petrovna era todo lo contrario a Vera. Era sencilla, cálida, sabia. Le enseñó a Marina a preparar café de olla, a coser botones y, sobre todo, a ser fuerte.

—Nunca tomes lo que no es tuyo —le decía Anna—, pero tampoco entregues lo tuyo a quien no lo merece. Ni siquiera la familia siempre es fiel.

Con Anna, Marina aprendió el valor del trabajo y la dignidad. Ayudaba en la casa, estudiaba, hacía mandados. Por las tardes, compartían pan dulce y largas charlas sobre la vida. Anna le enseñó que la felicidad no está en los lujos, sino en la paz interior.

Pasaron los años. Marina terminó la secundaria, luego el bachillerato, siempre esforzándose por salir adelante. Vera y Nikolai seguían juntos, pero el amor romántico pronto se volvió rutina y luego, resignación. Nikolai nunca consiguió un trabajo estable. Vera envejeció rápido, cansada de cargar con todo.

Cuando Anna falleció, Marina ya era una joven fuerte, independiente. Consiguió trabajo en una oficina y, poco a poco, fue ahorrando para comprarse un pequeño departamento. Cuando por fin lo logró, sintió que, por primera vez, tenía un hogar propio, un espacio solo suyo.

Pero la vida da vueltas. Años después, Vera apareció en la puerta de Marina, con maletas y el rostro cansado.

—Marina, hija, necesito tu ayuda. Nikolai está enfermo y no tenemos dónde vivir. ¿Podemos quedarnos aquí un tiempo?

Marina la miró en silencio. Recordó todas las noches de frío, las veces que su madre la hizo a un lado, la indiferencia, el abandono. Pero también recordó a Anna y sus consejos.

—Está bien, mamá. Pero solo por un mes —dijo, sabiendo que no sería fácil.

Los días pasaron tensos. Vera se quejaba de todo: del espacio, del barrio, de la comida. Nikolai apenas salía de la cama. Marina se esforzaba por ser paciente, pero la herida seguía abierta.

Un día, al regresar del trabajo, Marina encontró a Vera revisando sus cosas, buscando papeles, documentos, cualquier cosa de valor.

—¿Qué haces, mamá? —preguntó, cansada.

—Solo quiero saber si todo está en orden. Al final, esta casa es mía también, ¿no? —respondió Vera, con esa voz que Marina conocía tan bien.

Fue la gota que derramó el vaso. Marina tomó una decisión.

—Empaca tus cosas, mamá. Puedes ir a buscar a tu marido desempleado —le dijo, fría, mientras cambiaba las cerraduras del departamento.

—¡Llévatelo todo y vete! —le gritó, lanzándole las llaves—. Hay un apartamento a dos cuadras de aquí; pagué un mes de alquiler. Me dejaste sola a los nueve años, y ahora vienes a reclamar mi casa. No, mamá, ahora vivirás la vida que mereces.

Vera palideció, con los labios temblorosos.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Yo te traje al mundo!

—Y luego te fuiste —respondió Marina, con calma—, por Nikolai. Un hombre que después de quince años sigue sin trabajo. Pero te llenaba de flores y poemas, un poeta de corazón, según tú.

Vera no supo qué decir. Tomó sus cosas y se fue, arrastrando las maletas y la tristeza. Marina cerró la puerta y, por primera vez en años, sintió paz.

Hoy, Marina vive sola, en su propio espacio. Tiene un pequeño jardín donde, cada mes, compra flores frescas. No porque le falte amor o nostalgia, sino porque aprendió que la belleza también puede ser un acto de amor propio.

A veces, recuerda a su madre y siente tristeza. Pero también sabe que la vida es elegir. Vera eligió los poemas y las flores, pero olvidó lo más importante: el amor real, el que se construye todos los días.

Y así, entre flores y ausencias, Marina aprendió que la familia no siempre es la que te toca, sino la que eliges construir.