La mansión de los Salazar era la más grande y lujosa de todo el barrio de Polanco, en la Ciudad de México. Doña Mercedes Salazar, viuda y empresaria millonaria, era conocida por su carácter implacable y su generosidad con los menos afortunados. Sin embargo, en su corazón había una preocupación que no la dejaba dormir: su hijo único, Julián, de veintiséis años, vivía en una silla de ruedas desde un accidente de infancia y se había vuelto huraño y solitario. Mercedes soñaba con verlo feliz, enamorado y con una familia propia, pero todas las jóvenes de su círculo social lo evitaban por su discapacidad.
Desesperada, Mercedes ideó un plan. Publicó discretamente un anuncio en varios periódicos y redes sociales: “Se buscan jóvenes mujeres, dispuestas a casarse con un hombre bueno, pero con discapacidad física. Ofrezco estabilidad, vivienda y una generosa compensación económica. Interesadas, presentarse en la mansión Salazar el viernes a las diez de la mañana.”
Miles de mujeres leyeron el anuncio, pero solo cuatro se atrevieron a presentarse: Emma, una joven huérfana y luchadora; Lucía, madre soltera que buscaba una mejor vida para su hijo; Valeria, una estudiante de medicina con deudas; y Carolina, una chica de pueblo que había llegado a la ciudad en busca de oportunidades.
El viernes, las cuatro llegaron puntuales, nerviosas y expectantes. Doña Mercedes las recibió en el salón principal, rodeada de cuadros y antigüedades.
—Gracias por venir —dijo Mercedes, con voz firme—. Mi hijo Julián necesita una compañera, alguien que lo quiera y lo ayude a salir de su soledad. No busco caridad, busco a una mujer valiente que vea más allá de su silla de ruedas.
Las chicas se miraron entre sí, cada una con sus propios miedos y esperanzas. Mercedes les explicó las condiciones: vivirían un mes en la mansión, compartirían tiempo con Julián y, al final, él elegiría con quién casarse. A cambio, recibirían un sueldo mensual y, si no eran elegidas, una compensación por su tiempo.
El primer encuentro con Julián fue tenso. Él, desconfiado y amargado, apenas las saludó. No quería ser “el premio” de un concurso, pero su madre lo convenció de intentarlo.
Los días pasaron y cada chica mostró su personalidad. Emma, con su calidez y sencillez, fue la primera en romper el hielo. Le contó historias divertidas, lo llevó al jardín a ver las estrellas y lo animó a pintar, una pasión que Julián había abandonado. Lucía, dulce y maternal, cocinaba para él y lo escuchaba con paciencia. Valeria, inteligente y curiosa, conversaba con él sobre libros y ciencia. Carolina, alegre y espontánea, lo llevaba a pasear por la ciudad y le enseñaba a reírse de sí mismo.
Poco a poco, Julián empezó a cambiar. Sonreía más, participaba en las actividades de la casa y hasta volvió a tocar el piano. Las chicas también cambiaron: encontraron en la mansión algo más que dinero, hallaron amistad y la posibilidad de un nuevo comienzo.
Pero no todo era fácil. Algunas empleadas de la casa murmuraban a sus espaldas, y los vecinos criticaban a Mercedes por “comprar” una esposa para su hijo. Un día, Julián escuchó por accidente a Valeria hablando por teléfono con su madre: “No sé si podré seguir, mamá. Me siento mal por estar aquí solo por dinero.” Eso lo hirió profundamente y se encerró en su cuarto.
Fue Emma quien lo animó a salir. Una noche, lo llevó al jardín y le confesó: “Yo también vine por necesidad, pero ahora me importas de verdad. No por tu dinero, ni por tu discapacidad. Me importas tú.”
Julián la miró a los ojos y, por primera vez, sintió esperanza. Los días siguientes, Julián fue sincero con todas las chicas. Les pidió que fueran honestas sobre sus motivos para quedarse. Lucía confesó que su prioridad era su hijo, Valeria admitió que no podía amar a alguien solo por compasión, y Carolina, entre lágrimas, dijo que extrañaba su pueblo y su familia.
Al final del mes, Mercedes reunió a todos en el gran comedor. Julián, con voz temblorosa pero firme, anunció su decisión.
—Agradezco a cada una de ustedes por darme la oportunidad de conocerlas. He aprendido mucho y, sobre todo, he recuperado la fe en mí mismo. Pero solo una persona ha logrado tocar mi corazón de verdad. Emma, ¿quieres casarte conmigo?
Emma, con lágrimas en los ojos, asintió. Las otras chicas la abrazaron, sin rencor, y Mercedes lloró de felicidad.
La boda se celebró en la mansión, rodeados de amigos y familiares. Emma y Julián construyeron juntos una vida llena de amor, respeto y proyectos compartidos. Emma usó parte del dinero recibido para ayudar a Lucía a abrir una pastelería, a Valeria a pagar su universidad y a Carolina a regresar a su pueblo con una nueva oportunidad.
La historia de Julián y Emma se convirtió en ejemplo de que el amor verdadero no ve obstáculos físicos ni sociales, y que a veces, los caminos más inesperados llevan a la felicidad.
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