Era una noche oscura y calurosa en la granja de la jefa, allá por los cerros de un pueblito perdido de México. La luna brillaba bien sabrosa, como tortilla recién hecha, y el aire olía a tierra mojada y a pasto fresco. Los grillos cantaban como si estuvieran en festival y las luciérnagas bailaban cumbia entre los árboles.

La jefa, doña Lupita, era una mujer de carácter fuerte, de esas que no se dejan de nadie. Tenía fama de brava y de corazón grande. Esa noche, salió de la cocina con una cobija en la mano y una sonrisa en la cara. En sus brazos llevaba a la cabritita más chiquita de la granja, una criaturita blanca y traviesa llamada Galetita.

—Galetita, mi chula, hoy te toca dormir en el corral, ¿va? Ya estás grandecita y tienes que aprender a defenderte —le dijo con ternura, dándole un beso en la frente.

La cabrita cerró los ojitos, le dio un lengüetazo en la mejilla a la jefa y brincó feliz hacia el corral, agitando la colita. La jefa la miró con orgullo y se regresó a la casa, pensando que todo estaba bajo control.

Pero lo que la jefa no sabía era que, allá lejos, entre las sombras del mezquite, acechaba el Chupacabras. Un vato feo, peludo, con colmillos filosos y ojos rojos como semáforo en alto. Era un depredador bien mala onda y cruel, con fama de tragarse cabras de un solo bocado. Esa noche, traía hambre y mala leche.

El Chupacabras se relamía los labios, escondido tras la cerca de la granja. Cuando vio a Galetita, sus tripas rugieron como motor de vocho viejo. Se le hizo agua la boca. Se acercó despacito, brincó la cerca como si fuera atleta olímpico y se coló al corral, moviéndose como ninja.

Galetita estaba acurrucada, soñando con zanahorias y saltos en el prado. El Chupacabras se le acercó, listo para darle el mordisco mortal. Pero en ese preciso instante, ¡zas! Un chanclazo volador le pegó en la pura cara. ¡PUM! El Chupacabras vio estrellitas y se tambaleó.

La jefa apareció como rayo, con la mano levantada y la chancla lista para el segundo round.

—¡Órale, fuera de aquí, Chupacabras! ¡No vas a tocar a mi hijita! —gritó con voz de trueno.

El Chupacabras, mareado, intentó huir, pero la jefa lo agarró de las orejas como si fuera un perrito regañado. Con un puntapié en el trasero, lo mandó volando por encima de la cerca. Cayó de sentón del otro lado, rodando entre el zacate.

Medio aturdido, el Chupacabras se levantó y se sacudió el polvo. Caminó cabizbajo hasta el Oxxo del pueblo, buscando consuelo. Al entrar, el cajero, un chavo flaco de lentes y bigote pintado, lo saludó como si nada.

—¿Qué onda, Chupacabras? ¿Andas con broncas para comerte las cabritas?

—Sí, güey —contestó el Chupacabras, sobándose la cabeza.

—¿Qué traes pa’ mí? —preguntó el cajero, guiñándole un ojo.

El de la tienda sacó un disfraz de cabrita: orejas de peluche, colita esponjosa y hasta un moñito rosa.

—Póntelo y vas a poder zurrarte a la cabrita. Te juro que si no funciona, yo mismo me aviento un disfraz de gallina.

El Chupacabras, sin pensarlo, se puso el disfraz y regresó a la granja. Caminaba en cuatro patas, haciendo “meeeh” y tratando de verse tierno. Se metió al corral, buscando a Galetita entre las sombras.

Pero la jefa, que ya tenía el ojo bien entrenado, lo reconoció de volada. Sin pensarlo dos veces, le lanzó otro chanclazo en la jeta. Esta vez, el madrazo fue tan fuerte que el disfraz salió volando y el Chupacabras quedó con la cara toda chueca, como chicle pisoteado.

—¿Cómo supiste que yo no era una de tus cabritas? —preguntó el Chupacabras, adolorido.

—Todas mis cabritas traen aretes de diamante y las uñas pintadas de rosa, y tú no tienes nada de eso. Así que no eres una de las mías. Ahora, si me haces el paro, voltea tu trasero pa’ acá.

El Chupacabras obedeció, resignado.

—¡Con permiso, señora!

La jefa le dio otro patadón en la cola y lo mandó rodando hasta la carretera.

De vuelta en el Oxxo, el cajero, ahora disfrazado de gallina, lo esperaba.

—Uy, no te jaló la onda el disfraz, ¿verdad, mi chavo? Pero no te rajes, la vida es así, no hay que perder la esperanza. Mira, tengo otro plan para ti. Aquí está la pistola del amor: si le das un tiro a alguien, se enamora de ti. Dispara a la cabrita y ella viene directo a tus brazos, luego te la comes.

El Chupacabras, viendo que no tenía nada que perder, compró la pistola y regresó a la granja. Se escondió entre los nopales, apuntó a Galetita y disparó. Pero justo en ese momento, la cabrita bajó la cabeza para comer alfalfa y la bala le pasó por arriba… ¡y le dio al toro del corral!

El toro, que era un animalón enorme y bien bragado, se volvió loco de amor. Empezó a mugir como mariachi borracho, corrió hacia el Chupacabras, lo abrazó y empezó a hablarle con voz de galán de telenovela. Hasta sonó una rola romántica de saxofón de fondo.

—Mi querida Patricia María Chupa Cabra, siempre te he amado. Nuestro amor es un fuego ardiente como el sol del desierto. Juntos vamos a demostrar que ni cerca ni chanclazos de la jefa nos van a separar. Vente conmigo, que yo soy el toro que hará que tu corazón mugga de alegría. Te amo, Patricia María Chupa Cabra.

El Chupacabras, espantado, intentó zafarse, pero el toro lo apretaba más fuerte. El toro le plantó tremendo beso en la boca, dejando al Chupacabras con los pelos parados y la cara llena de babas.

El Chupacabras, asqueado, le aventó un balde en la cabeza al toro y salió corriendo del corral, jurando no volver jamás.

El toro, todo enamorado, suspiró:

—Las morras se hacen las difíciles, pero sé que va a regresar conmigo. Al fin y al cabo, ¿a quién no le gusta un cornudo como yo?

El Chupacabras, derrotado, regresó a la tienda Oxxo. El cajero, todavía con el disfraz de gallina, lo esperaba con cara de compasión.

—¿Fracasaste otra vez, carnal?

—Sí, casi me caso con un cornudo.

—Eso pasa, güey. Bueno, si nada funcionó, solo te queda una última opción…

El Chupacabras lo miró con ojos de perro apaleado.

—No, no, no… ya estoy harto de que la jefa me reviente a chanclazos. Su chancla duele más que un cocotazo de burro. Ya decidí: me vuelvo vegano. Échame unas papitas, rábanos y zanahorias…

El cajero le armó una bolsa con papitas, rábanos, zanahorias y hasta un juguito de mango. El Chupacabras pagó con las pocas monedas que le quedaban y salió mascando su zanahoria, resignado, con cara de derrota.

Y entonces, cuando menos lo esperaba, llegó la sorpresa más cabrona de todas.

El cajero se quitó la máscara de gallina, luego se arrancó la piel de la cara (como villano de película de terror) y… ¡ERA LA JEFA DISFRAZADA TODO EL TIEMPO!

—Este vato no va a comer cabras nunca más —dijo la jefa, soltando una carcajada épica, mientras se acomodaba el bigote postizo que usó para el disfraz.

El Chupacabras, al darse cuenta, soltó la zanahoria y se echó a correr como si hubiera visto al mismísimo diablo.

La jefa, satisfecha, regresó a la granja, donde Galetita la esperaba brincando de felicidad. La cabrita se le acercó y le dio un cabezazo cariñoso en la pierna.

—Ya ves, mi chula, aquí nadie te va a hacer daño mientras yo esté cerca —le susurró la jefa, abrazando a su cabrita consentida.

Desde esa noche, el Chupacabras jamás volvió a acercarse a la granja. Se corrió la voz por todos los ranchos de que la jefa tenía chanclas mágicas que podían tumbar hasta al diablo. Y Galetita, la cabrita más chiquita, creció feliz, segura y bien consentida, luciendo siempre sus aretes de diamante y las uñas pintadas de rosa.

Y así, en la granja de la jefa, nunca faltaron las risas, los abrazos y las historias para contar en las noches de luna llena.