«Papá, quiero volver a casa»: cómo me echaron de mi propio piso por una habitación

Una historia que no se puede leer sin lágrimas. La traición de una hija y la salvación que llegó cuando ya casi no quedaba esperanza.

Víctor Manuel estaba en el balcón de un viejo edificio de cinco plantas en Madrid y fumaba con nerviosismo. Las manos le temblaban, el corazón le latía como si quisiera salirse del pecho. ¿Quién iba a pensar que, a sus 72 años, acabaría siendo una carga para todos? Y no hacía tanto que tenía un hogar, una familia, una esposa a la que amaba…

—Papá, ¿otra vez? —entró de golpe Marisol, su única hija—. Solo te pedimos que nos des tu habitación. Pepe y Antonio ya son mayores y duermen en un sofá-cama. ¡No es cómodo!

—Marisoles… —murmuró Víctor—. ¿Por qué tengo que acabar mis días en un asilo? Si os falta espacio, alquilad algo o iros a casa de vuestra suegra. Yo no sobro aquí…

—Gracias, padre, lo has dejado claro —dio un portazo Marisol y se marchó, dejando atrás el olor de su perfume y un regusto amargo.

Víctor se dejó caer en el sillón, acarició a su viejo perro Canelo y, de pronto, sintió cómo las lágrimas le nublaban la vista. No lloraba desde hacía años, pero ahora no pudo evitarlo. Cinco años sin Nadia… Juntos vivieron cuarenta, mano a mano, y nunca hubiera creído que su hija, su Marisol, acabaría así…

La criaron con amor y cuidado. Todo lo mejor para ella. Pero creció fría y calculadora.

—Abuelo, ¿es que no nos quieres a Pepe y a mí? —entró corriendo Antonio, de ocho años—. ¡Mamá dice que eres un egoísta porque no nos das tu cuarto!

—Niño, quién te ha dicho eso… —la voz de Víctor se quebró.

Entendió que su hija había vuelto a los niños contra él. El viejo respiró hondo y forzó las palabras:

—Está bien. La habitación será vuestra…

Marisol apareció, radiante.

—¡Papá, ¿de verdad?! ¡Gracias! Ya he hablado con un residencia estupenda, acogedora, con atención médica. ¡Y no abandonaremos a Canelo, te lo prometo!

Pasaron solo dos días. Y allí estaba, Víctor Manuel, en un asilo barato a las afueras de Toledo. Olía a humedad, las paredes estaban descascarilladas, los ojos de los demás rezumaban tristeza. Nada del “cuidado” y “confort” que prometió su hija. Solo un lugar olvidado para gente olvidada.

—¿Nuevo? —preguntó la mujer en la cama de al lado—. Me llamo Carmen. ¿A ti también te ha plantado aquí la familia?

—Sí —asintió Víctor—. Mi hija. Quería mi habitación.

—A mí no me dieron hijos. Dejé el piso a mi sobrino… y me trajo aquí con mis cosas. Al menos no estoy en la calle.

Hablando, recordaron el pasado, añorando a los suyos. Con el tiempo, Carmen se convirtió en la única luz en la vida de Víctor. Paseaban por el patio desolado, tomaban el sol cogidos de la mano, como dos adolescentes que volvían a tener veinte años.

Su hija no apareció. Ni siquiera cogía el teléfono. Víctor solo quería saber: ¿qué había sido de Canelo? ¿Seguía vivo?

Un día, caminando por el jardín, se topó con un antiguo vecino, Eusebio.

—¡Víctor Manuel! ¡Pero si Marisol dijo que te habías ido al pueblo! ¿Te llevaste a Canelo, no?

—¿Qué dices? —tembló la voz de Víctor—. ¿Qué le pasó al perro?

—Lo echó a la calle. Lo recogí y se lo di a buena gente. Un perrazo maravilloso. Pero ella… dicen que alquiló el piso. Vive con su marido en casa de la suegra. ¿Qué le pasa, Víctor Manuel? ¿Cómo pudo…?

Víctor se cubrió el rostro y, roto, susurró:

—Hijo… quiero volver a casa…

—No estás solo. Soy abogado. Te ayudaré. Dime, ¿renunciaste a la propiedad?

—No. Pero ella tiene contactos… pudo…

—Entonces prepárate. ¡Lo arreglaremos!

Antes de irse, Víctor se asomó a la habitación de Carmen:

—Carmencita, no llores. Volveré. Y por ti también. Te lo prometo.

—¿Para qué me quieres, vieja…? —susurró ella.

—No digas tonterías. Te necesito.

Cuando llegó con el abogado al piso, encontraron una cerradura nueva. Eusebio actuó. Descubrieron que Marisol lo había alquilado, esperando que su padre desapareciera para siempre. Pero los papeles que tramitó eran inválidos. El juez le devolvió sus derechos. La ley estaba de su lado.

—Gracias, hijo… Pero tengo miedo. ¿Qué más podría hacer ella?

—Vendiendo el piso, podrías darle su parte. Con el resto, compras una casita en el pueblo. Tranquilo, en paz. Nadie te molestará más.

A los pocos meses, Víctor Manuel y Canelo se mudaron a una pequeña casa de madera con jardín. PocoPronto Carmen se unió a ellos, y juntos encontraron la paz que tanto habían anhelado.