Nunca he sabido si el dolor tiene fondo. Si uno puede tocar la base y saber que no puede hundirse más. Yo creía que sí, hasta el día que desapareció mi hijo.
Mateo tenía seis años. Era un niño inquieto, de esos que preguntan por qué a todo, que se ríen con los dientes llenos de chocolate y corren sin mirar atrás. Vivíamos en la colonia Portales, en la Ciudad de México, en un departamento pequeño pero lleno de risas y dibujos en las paredes.
Ese día, como cualquier otro, fuimos al supermercado. Era sábado y la tienda estaba llena. Yo llevaba mi lista mental de compras, pensando en lo que haría de comer esa semana. Mateo iba a mi lado, jugando con un carrito de juguete que le había comprado unos días antes. Recuerdo que me detuve en la fila del pan, solo tres minutos, para elegir una telera fresca. Cuando volteé, ya no estaba.
Al principio pensé que se había escondido, que estaba jugando a asustarme. Grité su nombre. Recorrí los pasillos una y otra vez, preguntando a los empleados, a los clientes. Nadie lo había visto. Nadie sabía nada. Salí corriendo a la calle, mirando a todos lados, esperando ver su carita entre la multitud. Pero no estaba.
La policía llegó rápido, pero no fue suficiente. Me hicieron preguntas, tomaron mi declaración, revisaron las cámaras de seguridad. Vi el video una y otra vez: Mateo caminando a mi lado, luego perdiéndose entre la gente. Y después, nada.
Empezó entonces el infierno. Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. Pegué volantes en cada poste, en cada tienda, en cada esquina. Fui a la televisión, a la radio, a periódicos. Soñaba con él, con su voz, con sus manitas apretando las mías. Me despertaba en medio de la noche, pensando que lo oía llorar en el pasillo. Pero era solo mi corazón, partiéndose un poco más cada día.
La gente me decía que tuviera fe. Que los milagros existen. Pero yo solo sentía culpa. Culpa por distraerme, por no cuidarlo mejor, por no haber corrido más rápido. Me preguntaba si estaría vivo, si tendría frío, si alguien le daría un abrazo antes de dormir. Si me recordaría, si sabría que lo buscaba.
Pasaron diez años así. Diez años de ausencia, de preguntas sin respuesta, de mirar a cada niño en la calle con la esperanza absurda de reconocerlo. Diez años de no saber si seguir comprando pastel de chocolate para su cumpleaños, de no saber cómo seguir siendo mamá.
Un día, cuando ya había aprendido a vivir con el dolor como quien aprende a vivir con una herida que no cierra, recibí una llamada. Era una tarde lluviosa, de esas en las que la ciudad parece más triste de lo normal. Contesté sin ganas, pensando que era otra llamada equivocada.
—¿Usted es Ana Aguirre? —preguntó una voz seria, de mujer.
—Sí… ¿por qué?
—Encontramos a alguien. Dice ser su hijo.
Sentí que el mundo se detenía. Me temblaron las piernas, la voz, el alma. No podía creerlo. Me reí, nerviosa, pensando que era una broma cruel. Pero la voz insistió, me dio una dirección, me pidió que fuera lo antes posible.
Salí corriendo, sin pensar. Tomé un taxi y miré por la ventana todo el camino, rezando, llorando, temblando. No sabía qué esperar. No sabía si quería que fuera verdad.
Cuando llegué, me recibieron en una pequeña oficina del DIF. Había una trabajadora social, un psicólogo y, sentado en una esquina, un joven delgado, con el cabello largo y los ojos tristes. Lo miré y sentí que me miraba a un espejo roto. Era él… y no era. Más alto, más flaco, con una expresión dura, como si hubiera visto demasiado. Pero sus ojos… esos ojos eran de mi hijo.
Me acerqué con miedo, como si un movimiento en falso pudiera romper el hechizo.
—¿Mateo? —pregunté, apenas en un susurro.
Él me miró, con una mezcla de desconfianza y esperanza.
—Siempre supe que me llamaba así —me dijo—. Me lo decían en sueños.
Lloré. Lloré como no había llorado nunca, ni siquiera el día que lo perdí. Lo abracé, con cuidado, temiendo asustarlo, temiendo que se desvaneciera. Sentí su cuerpo temblar, su corazón latiendo rápido contra el mío.
Nos sentamos y me contó lo que pudo. No recordaba mucho, o quizá no quería recordar. Dijo que una mujer mayor lo había recogido ese día en el supermercado. Que le dijo que su mamá lo había abandonado, que ya no lo querían. Que le cambió el nombre, que nunca lo llevó a la escuela, que lo hacía trabajar en la casa y a veces lo encerraba. Que no había amigos, ni juegos, ni cumpleaños. Que a veces soñaba conmigo, pero pensaba que era un invento, que su mente le jugaba trucos. Pero siempre, siempre, recordaba mi voz diciéndole “te quiero”.
Me dolía escucharlo. Me dolía imaginarlo solo, asustado, confundido. Me dolía no haber estado ahí para protegerlo. Pero estaba ahí ahora, y eso era lo único que importaba.
Los primeros días fueron difíciles. Mateo tenía dieciséis años, pero parecía mucho mayor. Había aprendido a no confiar en nadie, a no hablar mucho, a no mostrar sus emociones. Dormía con la luz encendida, cerraba la puerta del baño con llave, se sobresaltaba con cualquier ruido. Yo quería abrazarlo, llenarlo de amor, pero no sabía cómo. Tenía miedo de lastimarlo, de asustarlo, de hacerlo sentir incómodo.
Fuimos a terapia. El psicólogo nos ayudó a entendernos, a comunicarnos, a sanar poco a poco. Aprendí a respetar sus silencios, a celebrar sus pequeños avances: una sonrisa, una risa tímida, un “buenas noches” antes de dormir. Cocinábamos juntos, veíamos películas, salíamos a caminar por el parque. Hablábamos de cosas simples: la escuela, la comida, los sueños. Poco a poco, empezó a confiar en mí, a dejarme entrar en su mundo.
Había días buenos y días malos. Días en los que parecía un adolescente normal, riendo, bromeando, hablando de fútbol. Y otros en los que se encerraba en su cuarto, lloraba en silencio, se perdía en sus pensamientos. Yo estaba ahí, siempre, esperando, sin presionar, sin exigir. Aprendí que el amor también es paciencia, es saber esperar, es estar presente aunque no te lo pidan.
Con el tiempo, Mateo me contó más cosas. Que la mujer que lo crió era dura, pero a veces le contaba historias antes de dormir. Que extrañaba los abrazos, las canciones de cuna, el olor de mi ropa. Que a veces pensaba en escapar, pero tenía miedo. Que un día, escuchó en la televisión un reportaje sobre niños desaparecidos y sintió que hablaban de él. Que entonces empezó a buscarme en sus sueños, a recordar mi voz, mi risa, mi promesa de que siempre estaríamos juntos.
Un día, mientras cocinábamos juntos, me preguntó si podía invitar a un amigo de la prepa a cenar. Dije que sí, tratando de no llorar de alegría. Era la primera vez que pedía algo para sí mismo, la primera vez que se atrevía a soñar con una vida normal.
Su amigo vino, cenamos enchiladas y hablamos de todo y de nada. Mateo se reía, hacía bromas, contaba anécdotas. Yo lo miraba y sentía que, poco a poco, mi hijo regresaba a mí.
Pasaron los meses. Mateo empezó a salir más, a hacer amigos, a confiar en la gente. Terminó la prepa, empezó a trabajar medio tiempo en una cafetería. Un día me dijo que quería estudiar psicología, para ayudar a otros niños como él. Lloré de orgullo, de felicidad, de alivio.
No todo fue fácil. Hubo recaídas, momentos de miedo, de inseguridad, de tristeza. Pero cada vez que dudaba, cada vez que sentía que el pasado era demasiado pesado, me abrazaba y me decía:
—Estoy aquí, mamá. No me voy a ir.
Y yo le respondía, con la voz temblorosa pero firme:
—Tampoco yo. Nunca más.
Hoy, Mateo tiene dieciocho años. Es un joven fuerte, valiente, lleno de sueños. A veces todavía se despierta en medio de la noche, buscando mi mano. A veces todavía le cuesta confiar, todavía le duele el recuerdo. Pero está aquí, conmigo. Y eso basta.
He aprendido que el dolor no se borra, pero se transforma. Que el amor no cura todo, pero lo hace más llevadero. Que las heridas no desaparecen, pero se vuelven cicatrices, marcas de una batalla ganada.
A veces, cuando lo veo dormir, pienso en todo lo que perdimos, en todo lo que sufrimos. Pero también pienso en todo lo que ganamos: una segunda oportunidad, una nueva vida, un amor más fuerte que el miedo.
Y cada noche, antes de apagar la luz, me acerco a su cama, le acaricio el cabello y le susurro al oído:
—Estoy aquí, Mateo. No me voy nunca más.
Porque ahora sé que el dolor puede tener fondo, pero también puede tener final. Y el nuestro, por fin, llegó.
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