—¡Ni siquiera puedes caminar! —soltó el hombre con una sonrisa cargada de sarcasmo, observándola desde lo alto, con ese gesto burlón dibujado en los labios.

—¿Para qué seguir aquí? ¿No lo entiendes? Tu vida ya se acabó. Yo… yo ya tengo una nueva.

¿Quieres que lo reescriba en un tono más dramático, literario, cinematográfico u otro estilo específico?

—¡Finalmente algo verdadero!

Elena no respondió.

Solo los observó.

A los dos.

Él: agitado, sudoroso, con el cuello de la camisa torcido como su conciencia.
Ella: impecable, serena, con la frialdad de una sala de espera en un hospital sin alma.

—¿Y… por qué estás aquí? —preguntó Elena al fin, con una voz neutra, tan plana como un electrocardiograma sin pulso.

—Pensé que era mejor decírtelo en persona… antes de que lo supieras por alguien más.

Nos vamos a mudar.

Al apartamento.

Tu apartamento.

Bueno… el que era nuestro, pero… ya no puedes… —hizo un gesto vago hacia sus piernas, como si eso explicara todo.

Elena extendió el brazo y tomó una carpeta delgada de la mesa, ya preparada, esperando este momento.

—Aquí está —dijo con calma, entregándosela.

—Todo está adentro.

Testamento.

Transferencia de propiedad.

Necesitan un lugar para empezar.

Yo… ya terminé.

—¿Nos estás dando la casa? —preguntó él, desconcertado.

—¿Así, sin más? —añadió la amante, sin dar un solo paso hacia adelante.

—Sí. Es suya.

Tengo otras cosas por hacer.

Él rió, con esa arrogancia que se quiebra justo antes de volverse miedo.

—¿Otras cosas? ¿Tú? ¡Si ni siquiera puedes caminar!

Elena cerró los ojos.

Solo un segundo.

Y cuando los abrió, su mirada era firme, serena. No había rabia. Solo una verdad sin adornos.

Entonces, con movimientos lentos, retiró la manta de su regazo, desplegó un bastón y se incorporó.

Un paso.

Otro.

El sonido era leve, pero cada pisada pesaba más que cualquier palabra dicha hasta ese momento.

Él quedó paralizado. Ella —la otra— con la boca abierta, incapaz de articular siquiera el asombro.

—Tuve un accidente, no una cadena perpetua —dijo Elena, sin apuro.

—Pero ya no importa.

—¿Cómo puedes decir eso? —tartamudeó él.

—Pero los médicos… tú dijiste que…

—Tú entendiste lo que te convenía.

Yo solo necesitaba tiempo.
Y descanso.
Y distancia de ti.

Y me diste todo eso. Sin querer.

Ella caminó hasta la puerta. Antes de salir, se giró una última vez.

Su voz sonó limpia, firme, como una campana de bronce en el silencio:

—Tú me quitaste un hogar.

Yo te quité la libertad.

—¿Qué? —soltó la amante, con un dejo de pánico.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él, pero su voz ya temblaba.

Elena sonrió, apenas.

—La carpeta. Léela bien.

Sobre todo… la última página.

Y entonces, Elena salió de la habitación.

Sus pasos eran pausados, pero firmes.

Detrás de ella, el silencio no cayó: estalló. Como una bomba muda que solo hizo ruido dentro de sus mentes.

El hombre abrió la carpeta con manos temblorosas. Pasó una página. Luego otra. Al llegar al final, el color abandonó su rostro.
Su boca se movió, pero no emitió sonido alguno.

Ahí, en el último párrafo, se leía:

«Según lo estipulado en las disposiciones adjuntas, la transferencia de propiedad se efectúa únicamente si el nuevo titular acepta la custodia exclusiva del menor nacido de la relación extramatrimonial.»

Él levantó la vista. Sus ojos encontraron los de la amante.

—Tú… no dijiste nada de un hijo.

Ella bajó la mirada. Tragó saliva.

—Porque… —susurró— …no es tuyo.

Un único sonido rompió el aire.

El seco y constante golpeteo del bastón de Elena, alejándose.