Mi nombre es Santiago y, aunque hoy tengo veinticinco años y estudio ingeniería, la historia que les quiero contar comenzó cuando tenía apenas catorce. En ese entonces, vivíamos en un barrio humilde a las afueras de Monterrey. Mi papá, Don Ernesto, era obrero en una fábrica de maquinaria pesada. Siempre fue un hombre fuerte, de manos grandes y sonrisa fácil. Mi héroe de la infancia, el que me enseñó a andar en bicicleta, a armar cometas, a nunca rendirme.

Pero la vida, a veces, se ensaña con quienes menos lo esperan.

Todo cambió una tarde de verano. Recuerdo que estaba haciendo la tarea cuando sonó el teléfono. Mi mamá contestó y, de repente, la vi palidecer. “Ernesto tuvo un accidente”, gritó antes de salir corriendo. Yo me quedé congelado, sin saber qué hacer, con el corazón latiéndome en los oídos.

Horas después, en el hospital, vi a mi papá en una camilla. Tenía la mirada perdida y el brazo derecho envuelto en vendas. Los médicos nos explicaron que una máquina le había atrapado el brazo y no pudieron salvarlo. Mi papá, el hombre más fuerte que conocía, lloró frente a mí por primera vez. Esa imagen se me quedó grabada para siempre.

La vida después del accidente fue dura. Mi papá no podía trabajar, y el dinero empezó a faltar. Los amigos y vecinos ayudaron, pero la tristeza pesaba más que cualquier deuda. Un día, el médico nos habló de la posibilidad de una prótesis. Pero cuando nos dijeron el precio, sentí que el mundo se me venía encima. “Cuesta más que la casa”, murmuró mi mamá, con los ojos llenos de lágrimas.

Esa noche, escuché a mi papá llorar en su cuarto. Me dolió más que cualquier otra cosa. Yo no podía permitir que el hombre que me enseñó a ser valiente se quedara sin esperanza. Así que tomé una decisión: haría lo imposible por devolverle un poco de alegría.

Me encerré en mi cuarto durante días. Busqué en internet todo lo que pude sobre prótesis caseras, sobre robótica, sobre materiales alternativos. Vi videos, leí tutoriales, descargué planos. No tenía dinero para comprar piezas sofisticadas, pero sí tenía una caja llena de LEGOs guardados desde niño. Recordé las tardes armando castillos y autos con mi papá, y supe que, de alguna forma, esos bloques de colores podían ayudarme.

Empecé a construir. Al principio, todo era un desastre. Las piezas no se ajustaban, el mecanismo no funcionaba, y la frustración me hacía llorar de rabia. Pero cada vez que pensaba en rendirme, recordaba el rostro apagado de mi papá, sus manos ausentes, y volvía a intentarlo. No sabía si algún día lo lograría, pero no podía dejar de intentarlo.

Durante semanas, mi cuarto fue un caos de piezas, herramientas y papeles con dibujos. Mi mamá me llevaba comida y me abrazaba en silencio. Nadie entendía muy bien lo que hacía, pero tampoco me preguntaban. Sabían que necesitaba ese tiempo.

Poco a poco, fui aprendiendo. Descubrí cómo hacer una estructura resistente, cómo usar bandas elásticas para simular tendones, cómo crear un sistema de agarre simple. Cada avance era una pequeña victoria. A veces, cuando lograba que una “mano” de LEGO sostuviera un lápiz, corría a mostrarle a mi mamá, y ella sonreía con los ojos llenos de orgullo.

Un día, después de muchos intentos fallidos, logré ensamblar una prótesis funcional. No era perfecta ni bonita, pero podía abrirse y cerrarse, podía sostener objetos pequeños. Me temblaban las manos de emoción.

Esa noche, esperé a que mi papá estuviera tranquilo. Entré a su cuarto con la prótesis en las manos y el corazón en la garganta.

—¿Qué traes ahí, hijo? —me preguntó, con voz cansada.

—Un regalo —le respondí—. Es para ti.

Se quedó mirando la prótesis de LEGOs como si fuera un objeto extraterrestre. Me senté a su lado y, con mucho cuidado, le expliqué cómo funcionaba. Le ayudé a ponérsela y ajusté las correas improvisadas. Al principio, no dijo nada. Solo miraba su nuevo brazo de plástico con una mezcla de asombro y duda.

—Intenta moverlo —le animé.

Mi papá apretó los dientes y, con esfuerzo, logró cerrar la mano de LEGO. Tomó un vaso de agua y lo levantó. Nos miramos en silencio. De repente, él me abrazó con su nuevo brazo. Fue un abrazo torpe, rígido, pero para mí fue el más real de mi vida.

Lloramos los dos. No hicieron falta palabras.

A partir de ese día, mi papá empezó a recuperar la sonrisa. Salía a la calle con su prótesis de LEGOs, y aunque al principio la gente lo miraba raro, pronto todos en el barrio supieron la historia. Los niños venían a ver el brazo de colores, y mi papá les explicaba orgulloso que su hijo se lo había construido. Algunos hasta le pedían que les armara “manos de robot” para jugar.

La prótesis de LEGOs no era la más avanzada, pero le devolvió a mi papá la confianza y las ganas de vivir. Volvió a trabajar, esta vez como encargado de una tienda de herramientas, donde podía ayudar a otros con consejos y arreglos. Yo seguí mejorando el diseño, agregando piezas nuevas, buscando hacerla más cómoda.

Con el tiempo, la historia se hizo conocida. Un periodista local vino a entrevistarnos y, gracias a esa nota, una fundación se enteró de nuestro caso. Nos ofrecieron una prótesis profesional, y mi papá pudo acceder a ella después de varios meses. Pero nunca dejó de usar la de LEGOs. Decía que era especial, que le recordaba que el amor y la creatividad pueden más que cualquier obstáculo.

Ese año, mi papá y yo fuimos invitados a una feria de ciencia en la ciudad. Yo presenté mi proyecto de prótesis con LEGOs, y para mi sorpresa, gané el primer lugar. Fue la primera vez que sentí que mi esfuerzo podía cambiar vidas, no solo la de mi papá.

Hoy, años después, sigo estudiando ingeniería biomédica. Mi sueño es diseñar prótesis accesibles para quienes no pueden pagar una. Sé que hay muchos como mi papá, que solo necesitan una oportunidad y un poco de esperanza.

A veces, cuando regreso a casa, veo la vieja prótesis de LEGOs en una repisa. Mi papá la conserva como un tesoro. Cada vez que la miro, recuerdo aquel abrazo, el más real de mi vida.

He aprendido que la vida puede quitarnos mucho, pero nunca nos puede arrebatar el amor ni la voluntad de luchar por los que amamos. La creatividad nace donde falta todo… menos el corazón.

Y aunque ahora puedo construir cosas más sofisticadas, sé que ninguna tendrá el valor de ese primer brazo de LEGOs, hecho con lágrimas, esperanza y el amor de un hijo que solo quería volver a abrazar a su papá.