Me llamo Lucrecia Morales. Si me preguntas quién soy, te diré que soy panadera y, desde hace un tiempo, también soy poeta. Pero eso no siempre fue así. Durante cuarenta años, mi vida giró entre montañas de harina, el aroma de la levadura y el calor constante del horno. Aprendí a leer el clima por el comportamiento de la masa y a medir el tiempo por el color de las cortezas. Me acostumbré a madrugar cuando la ciudad aún dormía, a amasar en silencio, y a observar cómo, con paciencia y calor, algo tan sencillo como la harina y el agua se convertía en alimento.

Trabajé en la panadería “El Sol”, en el barrio de San Miguel, desde los veintisiete años. Ahí conocí a don Ernesto, el dueño, que me enseñó el arte de amasar con cariño y a no tener prisa, porque el pan, como la vida, necesita su tiempo para crecer. Recuerdo que el primer bolillo que hice salió duro como piedra, pero don Ernesto me animó a no rendirme. “El pan, Lucrecia, es como la esperanza: a veces no sale bien a la primera, pero si sigues intentándolo, un día te sorprende”.

Mi rutina era sencilla. Llegaba antes que el sol, preparaba la masa, horneaba, y atendía a los clientes que venían por sus conchas, bolillos y rebanadas de pan de elote. Veía pasar a las familias, a los niños con sus mochilas, a los abuelos con sus canastas. El pan era parte de sus días, y eso me llenaba de orgullo.

Pero un día, mi vida cambió.

Salía del trabajo, cansada pero satisfecha, cuando vi a un hombre hurgando en la basura, justo frente a la panadería. Era invierno y el frío calaba los huesos. El hombre vestía una chamarra vieja y unos pantalones rotos. Tenía la barba crecida y la mirada perdida. Me detuve a observarlo, y sentí un nudo en el pecho. Recordé las veces que mi mamá me decía que nadie debería pasar hambre.

Sin pensarlo mucho, entré de nuevo a la panadería, tomé una bolsa y la llené con pan recién hecho. Salí y me acerqué al hombre. Al principio, se asustó, pero cuando le extendí la bolsa, la tomó con manos temblorosas. La acercó a su rostro, la olió profundamente y me miró a los ojos.

—Huele a casa —me dijo, con una voz ronca pero emocionada.

Esa frase se me quedó grabada en el corazón. “Huele a casa”. No dormí esa noche. Me quedé pensando en cuánta gente, como ese hombre, extrañaba el calor de un hogar, el aroma del pan recién hecho, la sensación de pertenecer a algún lugar.

Esa misma noche, me senté en la mesa de la cocina, encendí una vela y escribí mi primer poema. No era gran cosa, pero salió del alma:

“Pan que abriga, pan que canta,
pan que recuerda a quien ya no aguanta.”

Lo doblé y lo guardé en el bolsillo de mi delantal. Al día siguiente, mientras amasaba, sentí que algo había cambiado en mí. Ya no era solo la panadera de siempre; ahora, cada barra de pan llevaba un poco de mi corazón.

Desde entonces, cada domingo, después de cerrar la panadería, empecé a hornear pan para otros. No para los clientes habituales, sino para los que duermen bajo puentes, en bancos, en portales, en las calles frías de la ciudad. Preparaba bolsas de pan caliente y, dentro, siempre metía una hoja doblada con unos versos. Al principio, me sentía un poco ridícula. ¿Quién necesita poesía cuando tiene hambre? Pero pronto descubrí que, aunque los versos no curan, sí acompañan. Las palabras no llenan el estómago, pero pueden consolar al alma.

La primera vez que repartí pan y poesía fue en la Alameda Central. Caminé con mi carrito, saludando a los que encontraba. Algunos me miraban con desconfianza, otros con curiosidad. Pero cuando les ofrecía una bolsa de pan y les decía que adentro había un poema, sus rostros se iluminaban.

Recuerdo a doña Lola, una señora mayor que vivía en la calle desde que su esposo murió. Le di una bolsa y, al leer el poema, me abrazó llorando. “Hace años que nadie me decía palabras bonitas”, me dijo. O a Juan, un joven que dormía bajo un puente y que, después de leer mis versos, me regaló una sonrisa tímida y me pidió que le leyera otro poema.

Así comenzó mi nueva vida. Los domingos se volvieron mi día favorito. Me levantaba temprano, horneaba pan, escribía poemas, y salía a repartir esperanza. A veces, los vecinos me ayudaban, donando harina o azúcar. Otras veces, mis nietos me acompañaban y dibujaban corazones en las bolsas.

Con el tiempo, la gente empezó a llamarme “la señora del pan y la poesía”. Algunos decían que estaba loca, que el pan era suficiente. Pero yo sabía que, para quienes no tienen nada, un poco de calor humano puede hacer la diferencia.

A mis 67 años, sigo con las manos en la masa, pero ahora también con el alma en el papel. He escrito más de doscientos poemas, algunos cortos, otros largos, todos nacidos del corazón. No soy poeta profesional, pero aprendí que la poesía no necesita rimas perfectas, solo sinceridad.

Un domingo, mientras repartía pan en la colonia Guerrero, conocí a un niño llamado Emiliano. Tenía unos diez años y vivía con su mamá en un refugio temporal. Le di una bolsa de pan y, al leer el poema, me miró con ojos brillantes.

—¿Usted los inventa? —me preguntó.

—Sí, Emiliano. Los escribo pensando en personas como tú.

—¿Me enseña a escribir uno?

Nos sentamos en la banqueta y le presté mi pluma. Emiliano escribió, con letra temblorosa:

“El pan caliente me recuerda
a los abrazos de mi abuela.
Aunque no la veo,
su recuerdo me alimenta.”

Le aplaudí y le regalé otra bolsa de pan. Esa tarde, sentí que mi misión tenía aún más sentido. No solo alimentaba cuerpos, sino que también sembraba semillas de esperanza y creatividad.

A veces, la vida me sorprende con historias inesperadas. Un día, mientras repartía pan cerca del Hospital General, un hombre joven se me acercó. Tenía aspecto cansado, como si hubiera pasado noches sin dormir.

—¿Usted es Lucrecia Morales? —me preguntó.

—Sí, soy yo.

—Hace años, cuando vivía en la calle, usted me dio pan y un poema. Ese día pensé en rendirme, pero sus palabras me dieron fuerza. Hoy tengo trabajo, rento un cuarto y, cada domingo, le leo sus poemas a mi hija.

No pude evitar llorar. Sentí que todo el esfuerzo, todas las madrugadas y los dolores de espalda, valían la pena. A veces, una frase a tiempo puede alimentar el alma que se estaba apagando.

Con el tiempo, mi historia llegó a oídos de la prensa local. Un reportero vino a entrevistarme y, al final, me pidió que leyera uno de mis poemas favoritos. Elegí uno que escribí pensando en mi madre:

“Manos de harina, manos de amor,
amasan recuerdos, siembran calor.
Donde hay pan y poesía,
nunca falta compañía.”

La nota salió en el periódico y muchas personas empezaron a donar ingredientes, libros y hasta dinero para que pudiera seguir con mi labor. Pero lo más importante fue que varias panaderías del barrio se sumaron a la causa. Ahora, cada domingo, no solo yo reparto pan y poesía, sino que somos un pequeño ejército de panaderos, poetas y voluntarios llevando esperanza por toda la ciudad.

A veces, me siento cansada. Los años pesan y las manos duelen. Pero cuando veo las sonrisas de quienes reciben mi pan y mis versos, se me olvida el dolor. Me acuerdo de ese hombre que olió el pan y dijo “huele a casa”, y entiendo que, aunque no puedo cambiar el mundo, sí puedo hacer que al menos un día sea un poco menos duro para alguien.

Hoy, a mis 67 años, sigo con las manos en la masa y el corazón en cada palabra. No sé cuánto tiempo más podré hacerlo, pero mientras tenga fuerza, seguiré horneando y escribiendo. Porque aprendí que el pan alimenta el cuerpo, pero la poesía puede alimentar el alma.

Y si alguna vez me preguntas qué me llevo de esta vida, te diré que nada me hizo más feliz que ver a alguien sonreír al recibir un pedazo de pan caliente y un verso escrito con amor.

“El pan se termina,
la poesía se olvida,
pero el gesto de compartir
permanece para siempre.”

— Lucrecia Morales