La luz del sol se colaba entre las cortinas de la pequeña habitación, proyectando largas sombras sobre el suelo.

Víctor, un hombre de poco más de cuarenta años, estaba sentado en el sofá mirando al vacío mientras en la televisión pasaban las noticias.

Pero sus pensamientos estaban lejos, perdidos en los sucesos del pasado.

Habían pasado algo más de un año desde que perdió a su esposa, Elizaveta, la madre de su hija, Irina, en un trágico accidente.

Los meses que siguieron fueron un verdadero caos para ellos.

Y entonces apareció Olga.

Era una mujer atractiva, con una sonrisa cálida y una personalidad encantadora.

Se conocieron en el trabajo, donde ella había sido recientemente ascendida a jefa de recursos humanos.

Al principio, su relación fue estrictamente profesional.

Con el tiempo, las conversaciones esporádicas alrededor de un café se convirtieron en encuentros cada vez más frecuentes.

Y, sin darse cuenta, Olga se mudó a su casa.

Un ruido en el pasillo sacó a Víctor de sus pensamientos.

Frente a él apareció Irina, su hija de solo siete años.

Con una mirada, Víctor supo que algo andaba mal.

Usualmente alegre y parlanchina, ahora parecía abrumada, con los hombros caídos y la mirada fija en el suelo.

— ¿Irina, estás bien, cariño? —preguntó Víctor mientras se levantaba del sofá.

Irina lo miró y él vio de inmediato que sus ojos estaban rojos, como si hubiera estado llorando.

La niña se mordió el labio inferior y Víctor sintió que algo serio ocurría.

— Papá… no me dejes sola con la nueva mamá… ella viene a hacer cosas malas… —susurró Irina, temblando.

El corazón de Víctor se encogió.

Se inclinó hacia la niña y la tomó en brazos.

— ¿Qué ha pasado, mi amor? ¿Qué cosas malas?

Irina dudó, luego, con voz apagada, contó lo sucedido.

Olga la había regañado severamente porque, por error, había roto un jarrón.

Pero no se trataba solo de un regaño… Irina había sentido en la mirada de Olga una crueldad que la aterrorizó.

Y, desde entonces, cada vez que se quedaba sola con ella, Olga se transformaba: era fría, furiosa, amenazante.

— Papá… me asusta… —murmuró la niña, acurrucándose en sus brazos.

Víctor sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Hasta ese momento, no había notado nada extraño.

Olga era amable cuando él estaba cerca… demasiado amable, reflexionó ahora.

— Irina, te prometo que nunca más te dejaré sola con ella. Nunca —le susurró, decidido.

Esa noche, Víctor se quedó despierto largo tiempo, reflexionando.

En su mente volvieron todos los pequeños detalles que, con prisas o por querer seguir adelante, había ignorado.

A la mañana siguiente, cuando Olga bajó a desayunar, Víctor la observaba de otro modo.

La seguía con la mirada: cada gesto, cada tono de voz.

Y cuando Olga, sin darse cuenta de que él la miraba, apretó con demasiada fuerza la mano de Irina mientras sonreía con falsedad, Víctor lo entendió.

Sin pensarlo más, tomó su decisión.

En los días siguientes, Olga hizo sus maletas y la puerta de la casa se cerró tras ella para siempre.

Irina, por fin, volvió a sonreír.

Una sonrisa sincera, pura, que llenó el corazón de Víctor de paz.

No necesitaban nada más.

Solo ellos dos, juntos, tal como debía ser.

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