En sus conversaciones, se obsesionaban con cosas que a Sarah le parecían completamente insignificantes. Dinero, símbolos de estatus, algunos regalos tontos. Sus limitados intereses apenas rozaban la compasión, la empatía o, mucho menos, el alma o la moralidad.

Esa noche, Sarah se quedó en el trabajo más tiempo de lo habitual. Agotada, regresó a casa a toda prisa, soñando una vez más con el día en que encontraría un trabajo digno donde pudiera sentirse parte integral de un equipo lleno de genuina calidez y comprensión.

Afuera reinaba el otoño tardío, frío y lúgubre. Nubes grises cubrían el cielo, y esa misma grisura envolvía su corazón. El último autobús ya había pasado, así que tuvo que tomar el metro a casa.

De repente, en las escaleras del paso subterráneo, su mirada se posó en un hombre delgado y demacrado, con ropa completamente sucia y desgastada. El hombre, con aspecto perdido, permanecía junto a la pared, extendiendo una mano temblorosa, pidiendo ayuda en silencio. Al verlo, Sarah no comprendió de inmediato por qué su atención se detenía en él.

“¡Solo un indigente!”, cruzó por su mente. Sin embargo, sus propios recuerdos de una infancia difícil, cuando su madre la crio sola, trabajando sin parar en tres empleos para proporcionarle un mínimo de comodidad, volvieron a la vida. Este hombre despertó su compasión.

Su rostro, aunque desgastado, le pareció amable. Sarah se acercó y lo vio con más claridad. Por un instante, incluso pensó que era su exnovio, Ethan.

Ella lo había amado profundamente, y su ruptura fue un duro golpe. “¿Ethan?”, lo llamó en voz baja. El chico pareció levantar la cabeza, pero enseguida volvió a bajar la mirada.

“¡Sin duda es él!”, pensó Sarah. “¡Solo le da vergüenza estar en este estado!”. Durante todo este tiempo, secretamente había deseado volver a verlo, y ahora había sucedido. Sarah amaba a Ethan, pero su madre decidió lo contrario.

La constante insatisfacción y los interminables reproches de su madre la agotaban. “¡No te basta, pobrecito!”, le decía su madre. Al final, Ethan, ofendido por todos, se fue. Y ahora, allí estaba, frente a ella.

¿O sí? “¡Qué reencuentro! ¡Te reconocí y me alegro mucho de verte!”, exclamó Sarah. “¡Señora, se equivoca! Me llamo Paul”, murmuró el chico con incertidumbre y se dio la vuelta. Sarah lo miró fijamente, absorta en sus pensamientos.

¿Y si lo traigo a casa? ¡Para fastidiar a mamá! ¿Le digo que es mi prometido y que ahora vivirá con nosotros? ¿Quizás así deje de meterse en mi vida y de presionar a sus candidatos? La idea era una locura, pero Sarah estaba de tan mal humor que quería hacerlo, pasara lo que pasara. Compró café y un pastelito y se los dio al hombre sin hogar.

Él le dio las gracias tímidamente y empezó a comer con entusiasmo. Sarah aprovechó el momento para iniciar una conversación. «Paul, ¿cómo llegaste aquí? ¿Por qué no trabajas? ¿Dónde está tu casa?». Sonrojado y visiblemente incómodo, respondió.

“Pasaron cosas sin más. No quiero hablar de ello. Mi madre bebe mucho. Golpes constantes, y luego también me echaron. Ahora deambulo. Sin identificación, y sin ella, no encuentro trabajo. Duermo donde puedo, en la estación o sobre las tuberías de la calefacción”, dijo con una sonrisa triste.

De repente, Sarah sintió una inesperada oleada de compasión por esa pobre alma que, por capricho del destino, había tocado fondo. Sin dudarlo, le ofreció: «Ven a mi casa. Te daré de cenar, puedes ducharte y dormir. Pero con una condición. Le diremos a mi mamá que eres mi prometido. Si no, no te dejará entrar. Siguele el juego. Si no te gusta o te cansas, siempre puedes irte. Nadie te retiene. Tú me ayudas, y yo te ayudo. Mi mamá no me deja salir con nadie. Nada es suficiente para ella. Sueña con que traiga a casa un millonario».

El desconocido hizo una pausa y, con una leve sonrisa, respondió: «¿Así que decidiste arrastrar a un indigente a casa para fastidiar a tu madre? La verdad es que es una pésima idea. Pero gracias por la amable oferta. Sabes, te la acepto. Me estoy congelando en este paso subterráneo. Al menos entraré en calor».

Sarah sintió que se le aliviaba el corazón. Siempre era emotiva, guiada por sus sentimientos. Los sueños de un matrimonio lucrativo o un prometido rico no le preocupaban. Para ella, el amor y la comprensión mutua eran lo único que importaba. Tomando resueltamente del brazo al desconcertado chico, Sarah se dirigió a casa con paso firme, a la vista de los atónitos transeúntes.

Como era de esperar, su madre, Linda, no los recibió con cariño. Llevaba mucho tiempo sufriendo de hipertensión, había sufrido un infarto y estaba discapacitada. Los médicos le recomendaron encarecidamente una cirugía de reemplazo valvular, pero ¿de dónde sacarían ese dinero? La vida hacía tiempo que había dejado de alegrarle a Linda. Su mayor sueño era ver a su hija feliz y exitosa.

Había sobrevivido con trabajos esporádicos toda su vida, tratando de cubrir sus gastos de comida y cuentas. En la vejez, su salud se deterioró y las enfermedades se acumularon. Naturalmente, no quería que su hija repitiera su destino. En su juventud, Linda experimentó el amargo dolor del primer amor, quedándose sola con el corazón roto y una hija. Su ideal de felicidad era simple: Sarah viviendo con lujo, casada con un empresario exitoso, para poder morir en paz.

Pero se quedó atónita al ver a un desconocido andrajoso junto a Sarah. Parecía desaliñado, con la ropa sucia y el pelo revuelto. Su rostro reflejaba una gama de emociones, desde el asombro hasta la indignación absoluta. Sin embargo, Sarah parecía ajena a ello. «Mamá, te presento a Paul, mi prometido. Viviremos juntos aquí ahora; no tiene adónde ir. ¿No te importa, verdad?», dijo Sarah alegremente, volviéndose hacia el chico. «¿Qué haces ahí parado? Pasa, siéntete como en casa», añadió con una sonrisa.

Murmurando enfadada, Linda espetó: «Cariño, ¿cuándo dejarás de arrastrar a estos vagabundos a casa? Esto es un apartamento, no un refugio para indigentes». Encorvada y suspirando profundamente, Linda se retiró a su habitación.

Mientras tanto, Sarah frió patatas con champiñones y ella y Paul disfrutaron de una cena abundante. Luego lo llevó al baño, empezó a lavarle la ropa y le mostró dónde dormiría. «Aquí, en la cama plegable. Te la preparo». Paul, absorto en sus pensamientos, saboreó el agua caliente y la cama limpia y acogedora. «¡Guau! Nunca pensé que llegaría a apreciar cosas tan sencillas pero tan vitales», reflexionó, preparándose para dormir.

Le lanzó una mirada agradecida a Sarah y dijo en voz baja: “¡Muchas gracias, mi querida hada! ¡Buenas noches!”. Paul se adaptó rápidamente al nuevo hogar, y la amabilidad de Sarah contribuyó a ello. Además, era muy guapa, con una sonrisa encantadora que hacía que la gente se sintiera cómoda al instante. Se llevaron de maravilla, hablando durante horas sobre la vida.

Paul intentó ser útil, arreglando la vieja secadora del balcón, ajustando las puertas sueltas de los armarios de la cocina e incluso reparando sillas que se tambaleaban. Ahora Sarah prácticamente volaba a casa cada noche, sabiendo que Paul la esperaba. Sus sentimientos se despertaron de repente.

Una noche, mientras veían un programa y charlaban, Sarah de repente hizo una mueca de dolor. “¿Qué te pasa, querida?”, preguntó Paul, corriendo hacia ella. “Mi pierna. ¡Un calambre!”, gimió, agarrándose el tobillo. “Debí de haber trabajado demasiado en el hospital. ¡Ay, me duele!”. Paul le quitó la zapatilla con cuidado y comenzó a masajearle el pie, luego el otro, y luego los muslos. Su tacto era suave y cariñoso. El dolor remitió y Sarah suspiró aliviada.

Pero Paul continuó, subiendo lentamente. Luego se inclinó y la besó apasionadamente. “Paul, ¿qué haces?”, intentó protestar Sarah, pero su voz era débil. “Solo fingimos estar comprometidos. ¡Para!”, respondió Paul con suavidad, acariciándola con delicadeza. “Yo también pensé que era fingido, pero me he enamorado de ti de verdad. Sarah, te deseo con locura. ¡Eres la mejor persona que he conocido!”, susurró con voz temblorosa. “Si no te gusta, solo dilo y me voy”.

Sarah se dejó llevar por sus sentimientos y, olvidándose del mundo, se fundieron en tiernos abrazos. Eran inmensamente felices, saboreando cada momento juntos. Ni siquiera las constantes quejas de su madre los incomodaban. Paul estaba tan consumido por el amor que no podía imaginar la vida sin ella. Sarah estaba eufórica, creyendo que por fin había encontrado el amor verdadero. «Esto es, amor verdadero», pensó. «¡Soy tan feliz con él, es increíble!».

Intentó explicárselo a su madre, pero Linda permaneció impasible. «Hija, ¿qué haces? ¿Qué futuro le ves? Es solo un vagabundo, sin identificación, sin hogar. ¿En qué estás pensando? Tiene que irse en una semana».

Respirando hondo, Paul se dedicó a otra tarea doméstica. Se ocupó diligentemente de las tareas que llevaba tiempo descuidando, con la esperanza de ganarse el respeto de Linda. Pero ella no podía, ni quería, ocultar su profundo desprecio. Siempre que tenía la oportunidad, hacía comentarios mordaces e hirientes para herir aún más a Paul.

Pasó una semana, pero Paul no se apresuró a irse. Su paciencia probablemente enfureció a Linda, quien recurrió a medidas drásticas. Esperando a que Sarah se fuera a trabajar, se acercó a él. El brillo frío en sus ojos delataba su determinación. De pie frente a él, no dejó lugar a ambigüedades.

—Escúchame bien, ‘prometido’ —su voz era baja pero amenazante—. No tienes futuro con ella. Para Sarah, solo eres un juguete, nada más. Es de las que siempre necesitan la emoción de algo nuevo. Solo eres su última diversión. Pero que sepas esto: tiene un prometido de verdad, alguien que realmente le importa. Ahora está en el extranjero, pero volverá pronto y te va a destrozar.

Frunció los labios, haciendo una pausa antes de terminar. «Así que lárgate mientras estés de una pieza. Si no, lo llamaré hoy mismo y podrás encargarte tú misma de él». Linda sabía que estaba siendo deshonesta al calumniar a su hija con tanta crueldad. Pero su deseo de casar a Sarah con un hombre rico prevaleció.

Sus palabras venenosas le clavaron a Paul una puñalada en el corazón. La miró con dolor y desesperación. “¿De verdad pudo Sarah hacerme esto? Juró amarme. ¿Me traicionó?”. No quería creerlo, pero las dudas lo desgarraban. Como paralizado, apenas logró moverse y se alejó arrastrando los pies, sin mirar atrás.

Ese día, Sarah se vio atrapada por las circunstancias. Le pidieron que se quedara en el turno de noche porque ingresaron a un niño con quemaduras graves. Llamó a casa para avisar a su madre que no volvería hasta la mañana. Linda, sin mencionar que había llevado a Paul, calculó con alegría que para cuando Sarah regresara, él ya se habría ido.

Paul quería quedarse y confrontar a Sarah para descubrir la verdad. La idea de que todo lo que compartían era mentira era insoportable. Se le rompía el corazón, pero su dignidad prevalecía. «Mejor me voy. No me arriesgaré. Que vivan como quieran. ¿Quién soy yo para ellos? Solo un indigente», decidió, entregándose al destino.

Cuando Sarah finalmente regresó a casa y no vio a Paul, lo comprendió de inmediato. Ansiosa y furiosa, confrontó a su madre. «Mamá, ¿por qué hiciste esto? Sé que fuiste tú. Lo ahuyentaste, ¿verdad? Lo amo, ¿entiendes? ¿Dónde lo encuentro ahora?»

Reacia a aceptar la culpa, Linda se puso a la defensiva. «Siempre soy la mala. Tu vagabundo se fue solo; yo no lo toqué. No lloro por él. ¿Lo amas? Bueno, quizá la tercera vez elijas un buen prometido. ¿Cuántos vagabundos más traerás a casa? No sé de dónde sacaste esto».

Sarah estaba conmocionada. No podía creer que Paul se marchara cuando todo iba tan bien. Las lágrimas le corrían por la cara. No sabía qué habría dicho su madre, pero sentía que lo había perdido para siempre. “¿Dónde encuentro a Paul ahora? Me derrumbaré sin él”, repetía, incapaz de calmarse.

Con la esperanza de encontrarlo y explicarle, corrió al paso subterráneo donde se habían conocido. Miró a su alrededor, preguntó a los transeúntes, pero solo se encogieron de hombros. Buscó por las afueras durante casi una hora, pero Paul había desaparecido. Sarah se sintió traicionada; las lágrimas aún rodaban por sus mejillas. Llovía a cántaros, el viento arrancaba las últimas hojas de los árboles, pero ella no se dio cuenta.

Se resfrió y enfermó gravemente. Durante tres semanas, estuvo con fiebre alta, gritando desesperadamente el nombre de Paul en un delirio. Cuando la enfermedad remitió, Sarah seguía devastada y destrozada. Se puso a trabajar en piloto automático y pasó horas en casa, en su habitación, sollozando. Pronto, notó síntomas extraños.

Las náuseas la golpearon con fuerza y ​​se dio cuenta de que estaba embarazada. Su formación médica la ayudó a comprender la realidad rápidamente. La situación parecía desesperada. El padre era un vagabundo que había desaparecido, y su madre apenas la toleraba. Si se enteraba del embarazo, la vida sería insoportable.

Todos los días, Sarah visitaba el paso subterráneo como un reloj, con la esperanza de ver a Paul. Un día, creyó verlo de espaldas, con el corazón acelerado. “¡Paul! ¡Mi Paul! ¡Por fin te encontré!”, gritó, pero solo era un transeúnte cualquiera. Desesperada, empezó a pensar qué hacer con el niño que llevaba dentro.

Su mente se arremolinaba con pensamientos de que no había una solución adecuada. Todo parecía desesperado. Sarah decidió consultar a un médico y se hizo las pruebas necesarias. Días después, estaba en la silla para un aborto. El severo médico, claramente evaluándola, se preparó para comenzar. De repente, un pensamiento escalofriante la asaltó.

¿Qué hago? Estoy a punto de acabar con el hijo de Paul. Es parte de él, su sangre. Este bebé siempre me recordará a la persona que más quiero. ¿Cómo voy a vivir con esto? Este es mi propósito. Sarah sintió que la ira crecía. Al diablo con todo. Mamá, Paul y esos colegas que solo susurran a mis espaldas. Tendré este hijo y lo criaré, pase lo que pase.

Con repentina determinación, apartó al doctor, quien se quedó paralizado. “Disculpe, cambié de opinión”, dijo, levantándose. El doctor exhaló aliviado. “Gracias a Dios. Vuelva en una semana para registrarse. Por favor, no se demore”.

Cuando Sarah regresó a casa después de su turno, sintió un fuerte olor a pescado frito. Apenas se cubrió la boca y corrió al baño, vomitando durante media hora. Linda, parada afuera, lo oyó todo y entró en pánico. “Cariño, ¿qué te pasa? ¿Intoxicación alimentaria? Abre la puerta, por favor, dime que no es lo que creo”.

Cuando Sarah finalmente emergió, debilitada, Linda se quedó esperando respuestas. Sarah no pudo contenerse. “Sí, mamá, estoy embarazada, ¿te lo imaginas? Embarazada del hijo de Paul. El mismo Paul que ahuyentaste. Ahora tu nieto nunca conocerá a su padre. ¿Contento? Es lo que querías. Ni siquiera estoy pensando en abortar, así que olvídalo. Déjame en paz; necesito descansar”. Abrumada y llorosa, se escondió en su habitación.

Linda se agarró el pecho y fue a la cocina a buscar un sedante. Desde entonces, Sarah apenas habló con su madre, encerrada en sí misma. Rara vez salía de su habitación, ocultando sus lágrimas. Cuando el dolor se volvía insoportable, se ponía las manos sobre el vientre, cantando suavemente canciones de cuna o susurrando palabras tiernas a su hijo nonato.

Eso la tranquilizó extrañamente y se durmió con una sensación de paz interior. Linda lamentaba cada vez más el día en que mintió y expulsó a Paul con tanta dureza. Era un buen chico, no bebía, era trabajador y amaba a Sarah con todo su corazón. ¿Qué más podría desear una mujer para ser feliz?

Sarah se volvió más solitaria, hablando solo con el niño que llevaba dentro y evitando a sus compañeros de trabajo. Su relación con su madre seguía siendo tensa. Sus compañeros murmuraban a sus espaldas, burlándose de que se había quedado embarazada y criaría al niño sola. La única persona que la apoyaba era su ginecólogo, el Dr. Peter Simmons.

En cada visita, la animaba, intentando convencerla de que la maternidad era la mayor alegría en la vida de una mujer. «Sarah», le decía con una sonrisa amable, «eres joven y sana, con un futuro brillante. Es duro ahora, pero créeme, cuando nazca tu bebé, todo cambiará. Todas tus preocupaciones se desvanecerán».

Después de cada visita, Sarah empezó a creer en un futuro mejor. Sabía que tendría un hijo y que, para ellos, la vida valía la pena. Pasó el tiempo y encontró consuelo en la inminente maternidad. Pero en el fondo, no podía apartar los pensamientos de Paul. Incluso meses después, sintió su contacto.

Entonces, un suceso le puso la vida patas arriba. En el trabajo, estaba distraída, confundiendo las pruebas de un paciente y enviando a la persona equivocada a hacerse una radiografía. La enfermera jefe le gritó: «Sarah, ¿qué te pasa? ¡Tranquilízate, sobre todo antes de la baja por maternidad!». Sarah no entendía qué le estaba pasando.

Al llegar a casa, un elegante Mercedes se detuvo frente a su edificio. Linda, asomada a la ventana, se quedó atónita. “¡Sarah, mira! ¡Hay gente importante aquí! ¡Solo he visto coches así en las películas!”. Entonces sonó el timbre. Sorprendida, Linda fue a abrir. Un hombre bien vestido estaba allí.

Sonrió y preguntó: “¡Buenas tardes, Linda! ¿Está Sarah en casa? ¿Puedo pasar?”. Confundida, Linda lo dejó entrar. El hombre entró en la sala y Sarah salió. De repente, el elegante caballero corrió hacia ella, la abrazó y exclamó: “¡Sarah, soy yo! ¡Paul, he vuelto!”.

Pero Sarah, furiosa, lo apartó y gritó: “¿Cómo te atreves a decir eso? ¿Por qué volviste? Ingenuamente creíste todo lo que dijo mi madre y ni siquiera intentaste hablar conmigo para saber la verdad. ¿Dónde estabas todo este tiempo? ¿Por qué no me escribiste?”

Paul bajó la mirada; su rostro se ensombreció de tristeza. Se sentó en el sofá y la invitó a sentarse. «Sarah, escucha», empezó. «Tienes razón. Le creí a tu madre y me fui. Me dolió mucho. Pensé que solo estabas jugando conmigo. Pero las cosas cambiaron. No soy un vagabundo, como creías. Soy hijo de un millonario famoso, el Sr. Vasiliev. Mi familia posee aerolíneas y grandes activos en el extranjero. Cuando perdí a mi madre, mi vida cambió drásticamente. Me escapé de casa cuando mi padre trajo a una madrastra que intentó reemplazarla. No pude soportarlo, y así fue como acabé en la calle. Fue entonces cuando te conocí».

Sarah escuchó en silencio y se levantó de golpe. “No voy a ir a ningún lado contigo. Primero, mi madre está enferma. Segundo, estoy embarazada”. Paul palideció y tartamudeó: “¿Embarazada? ¿De quién?”. Sarah le dio una bofetada. “¿Cómo puedes pensar que no es tuyo? ¿Creíste que te engañé? Vete con tus millones. Te odio”. Con lágrimas en los ojos, huyó a su habitación.

Furioso, Paul salió hecho una furia, dando un portazo. Pasaron dos semanas. Sarah sufría, culpándose por haber alejado a Paul. Comprendió que no podía vivir sin él y se preguntaba cómo solucionarlo. Linda observaba el sufrimiento de su hija, sabiendo que era culpa suya. Pensaba a diario en enmendar el daño.

Gracias a conocidos en común, encontró la dirección de Vasiliev y fue a su mansión. Armándose de valor, llamó a la puerta. El guardia, al saber quién era, contactó al dueño. Alex, el padre de Paul, la invitó a pasar. En su oficina, Linda estaba nerviosa, pero habló con firmeza.

Disculpe la intromisión. Soy la madre de Sarah, la chica con la que estaba su hijo. Se enamoraron, pero yo interferí. No podía aceptar que mi hija estuviera con un vagabundo. Ahora sé que me equivoqué. Le mentí a Paul, diciéndole que Sarah tenía un prometido, y le dije que se fuera. Ahora ambos están sufriendo. Estoy aquí para pedirle que le diga la verdad. Necesita saber que todo fue mentira.

Alex escuchó, se quitó las gafas y dijo: «¿Así que voy a ser abuelo? Eso lo explica todo. No te preocupes, hablaré con mi hijo. Está en una situación difícil, pero seguro que lo entenderá». Cuando Paul regresó, Alex lo esperaba en la oficina.

Empezó con severidad. «Paul, ¿qué pasa? Linda, la madre de Sarah, vino hoy. ¿Sabías que está embarazada?» «Sí, lo sé», respondió Paul. «Pero no estoy seguro de que sea mío. Su madre dijo que tiene otro hombre en el extranjero».

Alex frunció el ceño. “¿Cómo pudiste creer esas tonterías? Sarah te ama de verdad y no le importa el dinero ni el estatus. No acudió a ti cuando supo de tu riqueza. Te echó porque dudaste de ella. No se trata de dinero, hijo, se trata de confianza.”

Paul reflexionó y se dio cuenta de su error. Alex continuó: «Si la amas, acércate a ella y arreglátelo». Linda le había dicho que Sarah estaba llorando. Paul agarró flores y un pastel y se dirigió a casa de Sarah. Pero le aguardaban terribles noticias: Sarah fue llevada de urgencia al hospital con una hemorragia y corría el riesgo de un aborto espontáneo.

«Dios mío, ¿cómo pude dejar que esto pasara?», pensó, corriendo al hospital. Los médicos lo atendieron y el ginecólogo intentó calmarlo. «Es crítico, pero estamos haciendo todo lo posible. Si eres el padre, necesitamos tu ayuda. Dona sangre ahora». Paul aceptó cualquier cosa para salvar a Sarah y a su bebé.

Donó sangre y convenció a los médicos para que le permitieran verla brevemente. Sarah estaba pálida, pero sus ojos se iluminaron al verlo. «Perdóname, Sarah», susurró Paul, arrodillado junto a su cama. «Fui un tonto. Te amo más que a mi vida. Todo estará bien. Te lo prometo».

Paul le puso la mano en el vientre y lo acarició suavemente. «Pequeña, soy yo, tu papá. Te esperamos. Te necesitamos. Quédate con nosotros». Por primera vez en mucho tiempo, Sarah sintió que podía respirar con libertad, llena de calidez y felicidad. Cerró los ojos y durmió, sabiendo que todo estaría bien.

Paul pasó la noche en el hospital, sin dormir, rezando. Por la mañana, el médico le dio una palmadita en el hombro. «Todo bien, la amenaza ha pasado. Sarah necesita quedarse, pero ya no hay peligro». Rebosante de alegría, Paul consiguió una habitación privada para su recuperación.

Pasó cada momento con ella, dándole masajes, comprándole frutas y jugos, asegurándose de que estuviera cómoda. Sarah no podía creer su felicidad, rodeada de cuidados. Su condición mejoraba cada día. Paul nunca la abandonó. Las náuseas matutinas desaparecieron y recuperó el apetito.

Linda cocinaba sopas y empanadas al vapor, apoyando a su hija. Paul decidió mudar a Sarah a su mansión en las afueras, a pesar de sus protestas, creyendo que el amor y el consuelo la ayudarían a recuperarse. Mientras tanto, Alex hizo los arreglos para que Linda se alojara en un sanatorio de primera categoría, cubriendo su tratamiento. Por primera vez, Linda disfrutó de un descanso adecuado, lo que mejoró notablemente su salud. Regresó a casa llena de energía, lista para ayudar a su hija y a su nieto.

Semanas después, Sarah fue a su última ecografía, con Paul a su lado, emocionado y nervioso. El médico sonrió y le dio la increíble noticia: iban a tener gemelos: un niño y una niña. “¿Gemelos?”, exclamó Sarah. “¿Cómo es posible? ¡Me hicieron varias ecografías y nadie dijo nada!”

“Lo vi”, dijo el doctor con una sonrisa pícara. “Pero no quería preocuparte antes de tiempo. Todo está bien ahora”. Paul estaba extasiado, saltando de alegría, abrazando a Sarah y prometiéndole que su felicidad se duplicaría. La familia estaba emocionadísima con la noticia.

El parto fue duro, pero gracias a la atención médica, todo salió bien. Sarah dio a luz a dos hermosos niños, que fueron colocados sobre su pecho. Lágrimas de alegría brotaron de su rostro mientras su corazón se llenaba de amor. El médico se acercó y le recordó: “¿Recuerdas cuando dije que la maternidad haría que tus problemas parecieran pequeños? Es cierto, ¿verdad?”.

“Tiene toda la razón, doctor”, susurró Sarah. “Gracias por todo”. Desde entonces, la vida de Sarah y Paul cambió para siempre. Su familia estaba completa, llena de amor y cariño. Por delante solo les aguardaban días alegres y brillantes, llenos de risas infantiles y apoyo mutuo.