Por favor, tío… llévate a mi hermana. Ella tiene mucha hambre…

Este grito silencioso y desesperado, que se abrió paso entre el ruido de la calle, tomó a Igor Levshin completamente desprevenido.

Tenía prisa… no, literalmente corría, como si un enemigo invisible lo persiguiera.

El tiempo era esencial: millones de dólares dependían de una decisión que se tomaría en la reunión de hoy.

Desde la muerte de Rita, su esposa, su luz, su apoyo, el trabajo siguió siendo el único sentido de su vida.

Pero esta voz…

Igor se dio la vuelta.

Frente a él estaba un niño de unos siete años.

Delgado, despeinado y con los ojos llenos de lágrimas.

En sus brazos sostenía un pequeño bulto del que asomaba una carita.

Una niña, envuelta en una manta vieja y desgastada, gemía suavemente, y el niño la abrazaba fuertemente como si fuera su única protección en ese mundo indiferente.

Igor dudó.

Sabía que no había tiempo que perder, tenía que seguir adelante.

Pero algo en la mirada del niño o en el sonido de ese simple «por favor» tocó una parte profundamente enterrada de su alma.

—¿Dónde está mamá? —preguntó suavemente, arrodillándose junto al niño.

— Ella prometió volver… pero ya lleva dos días ausente.

La estoy esperando aquí, quizá venga, – la voz del chico tembló, y con ella su mano.

Su nombre era Maxim.

El nombre del bebé era Taissia.

Se quedaron completamente solos.

Ninguna nota, ninguna explicación, solo la esperanza, a la que el niño de siete años se aferraba como un hombre que se está ahogando a una pajita.

Igor se ofreció a comprar algo de comer, llamar a la policía e informar a la oficina de bienestar juvenil.

Pero al mencionar a la policía, Maxim se estremeció y susurró dolorosamente:

— Por favor no nos lleves lejos.

Se llevarán a Taissia…

Y en ese momento Igor supo: ya no podía seguir más.

En el siguiente café, Maxim comía con avidez, mientras Igor alimentaba cuidadosamente a Taissia con una mezcla comprada en la farmacia vecina.

Algo empezó a despertar dentro de él, algo que había estado oculto durante mucho tiempo bajo un caparazón frío.

Llamó a su asistente:

—Cancelar todas las citas.

Hoy y mañana también.

Al cabo de un rato llegaron los policías: Gerasimov y Naumova.

Preguntas normales, procedimientos estándar.

Maxim se aferró convulsivamente a la mano de Igor:

—No nos llevarás a una residencia, ¿verdad?

El propio Igor quedó sorprendido por sus palabras:

– No.

Lo prometo.

Los trámites comenzaron en el recinto.

Se llamó a Larissa Petrovna, una vieja amiga y trabajadora social con experiencia.

Gracias a ella todo fue rápido: acogida temporal.

—Sólo hasta que encuentren a la madre —repitió Igor, más para sí mismo.

— Sólo temporalmente.

Llevó a los niños a su casa.

En el coche reinaba un silencio sepulcral.

Maxim abrazó fuerte a su hermana, no hizo preguntas, solo susurró algo suave, tranquilizador y familiar para ella.

El apartamento de Igor los recibió con amplitud, alfombras suaves y ventanas panorámicas que ofrecían una vista de toda la ciudad.

Para Maxim, fue como un cuento de hadas: su vida nunca había conocido tanta calidez y seguridad.

El propio Igor se sentía perdido.

No estaba familiarizado con las fórmulas infantiles, los pañales y las rutinas diarias.

Se tropezó con los pañales, olvidó cuándo alimentarlo o cuándo ponerlo a dormir.

Pero Maxim estaba allí.

Tranquilo, atento, tenso.

Observó a Igor como a un extraño que podría desaparecer en cualquier momento.

Y aun así, ayudó: mecía a su hermana, tarareaba canciones de cuna y la acostaba con cariño, como sólo alguien que había hecho esto muchas veces antes podía hacerlo.

Una noche, Taissia simplemente no podía conciliar el sueño.

Ella sollozaba y se daba vueltas inquieta en su cama.

Entonces Maxim se acercó a ella, la levantó con cuidado y comenzó a tararear suavemente.

Después de unos minutos la niña se quedó dormida plácidamente.

—Eres muy bueno calmándola —dijo Igor con calor en el pecho.

—Tuve que aprenderlo —respondió simplemente el muchacho.

Sin quejas, sin acusaciones, como es natural.

En ese momento sonó el teléfono.

Era Larissa Petrovna.

—Encontramos a su madre.

Ella está viva, pero actualmente está en rehabilitación por adicción a las drogas, una condición difícil.

Si completa la terapia y demuestra que puede cuidar a los niños, los recuperará.

En caso contrario, la oficina de protección de menores se hará cargo de la tutela.

O… tú.

Igor permaneció en silencio.

Algo se tensó dentro de él.

—Puedes asumir oficialmente la tutela.

O incluso adoptarlos.

Si realmente quieres eso.

No estaba seguro de si estaba listo para ser padre.

Pero una cosa tenía segura: no quería perder a esos niños.

Esa noche, Maxim estaba sentado en un rincón de la sala de estar, dibujando cuidadosamente con un lápiz.

—¿Qué será de nosotros ahora? —preguntó sin levantar la vista del periódico.

Pero su voz contenía todo: miedo, dolor, esperanza y el miedo a ser abandonado nuevamente.

—No lo sé —respondió Igor con sinceridad y se sentó a su lado.

— Pero haré lo mejor que pueda para mantenerte a salvo.

Maxim se quedó en silencio por un momento.

— ¿Nos llevarán otra vez?

¿Nos quitarán nuestra casa, a vosotros?

Igor lo abrazó.

Firmemente.

Sin palabras.

Quería decirle con toda la fuerza de su abrazo: Ya no estás solo.

Nunca más.

— No te abandonaré.

Prometido.

Nunca.

Y fue en ese mismo momento cuando se dio cuenta: esos niños ya no estaban en su vida por casualidad.

Se habían convertido en parte de él.

A la mañana siguiente, Igor llamó a Larissa Petrovna:

—Quiero convertirme en su tutor oficial.

Sano.

El proceso no fue fácil: exámenes, entrevistas, visitas a domicilio, un sinfín de preguntas.

Pero Igor pasó por todo, porque ahora tenía un objetivo real.

Dos nombres: Maxim y Taissia.

Cuando el hogar de acogida temporal se convirtió en algo más, Igor decidió mudarse.

Compró una casa fuera de la ciudad, con jardín, una amplia terraza, canto de pájaros por la mañana y aroma a hierba después de la lluvia.

Maxim floreció visiblemente.

Se rió, construyó fuertes de almohadas, leyó libros en voz alta y trajo dibujos que colgó con orgullo en el refrigerador.

Vivió verdaderamente, libremente, sin miedo.

Una noche, cuando Igor estaba acostando al niño, lo tapó y le acarició el cabello con cariño.

Maxim lo miró y dijo en voz baja:

—Buenas noches, papá.

Algo dentro de Igor se calentó, sus ojos se humedecieron.

—Buenas noches, hijo mío.

La adopción oficial tuvo lugar en primavera.

La firma del juez lo hizo oficial, pero en el corazón de Igor todo ya estaba decidido hacía tiempo.

La primera palabra de Taissia: «¡Papá!» — valía más que cualquier éxito profesional.

Maxim hizo amigos, se unió al club de fútbol y a veces traía a casa un grupo ruidoso de niños.

E Igor aprendió a trenzar su cabello, a preparar el desayuno, a escuchar, a reír… y a sentirse vivo de nuevo.

Él nunca planeó convertirse en padre.

Él no lo estaba buscando.

Pero ahora no podía imaginar la vida sin ella.

Fue difícil.

Fue inesperado.

Pero fue lo mejor que le pudo pasar en la vida.