“Tú no tienes casa y yo no tengo mamá,” declaró la niñita a la joven sin hogar en el paradero de autobús. La noche estaba fría y la nieve caía suavemente, creando un ambiente melancólico y esperanzador al mismo tiempo.

“¿Desde qué ciudad nos estás viendo?” preguntó Isabela en voz baja, mientras su mente viajaba a un lugar más cálido, un lugar donde las cosas eran diferentes.

El portazo resonó como un disparo en la noche helada. Isabel la Morales se tambaleó en la acera descalza sobre la nieve que se derretía entre sus dedos. El vestido de encaje beige que había usado para la cena navideña de la empresa ahora la hacía temblar sin control. Sus manos aún temblaban del empujón de Ramón, su padrastro, cuando intentó tocarla de nuevo.

“¡Por favor, solo déjame buscar mis zapatos!” suplicó golpeando la puerta de madera.

“No hay nada tuyo en esta casa,” gritó Ramón desde adentro. “Deberías estar agradecida por todo lo que hice por ti después de que tu madre se murió.”

Los copos de nieve caían más densos ahora. Isabela envolvió sus brazos alrededor del torso, el frío cortándole la respiración. Tres años. Tres años. Había soportado las miradas, los comentarios, las bromas inapropiadas. Pero esta noche, cuando Ramón la acorraló en la cocina después de unas copas de más, no podía más. Sus pies entumecidos la llevaron instintivamente hacia la parada de autobús, donde esperaba cada mañana para ir a la academia de danza. El refugio de metal y cristal parecía un palacio en ese momento. Se dejó caer en el banco, acurrucándose contra el viento helado.

“Señorita, ¿está bien?” Isabela levantó la vista. Una niña pequeña, no mayor de 10 años, la observaba con ojos marrones llenos de preocupación. Llevaba un gorro de lana gris, un abrigo rojo que le quedaba grande y botas militares gastadas. En sus manos sostenía una bolsa de papel arrugada.

“Yo, sí, estoy bien,” mintió Isabela, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. La niña la dio la cabeza, estudiándola con una madurez perturbadora.

“No parece estar bien. Está temblando y no tiene zapatos. ¿Qué haces aquí tan tarde? ¿Dónde están tus padres?” Una sonrisa triste cruzó el rostro infantil.

“No tengo padres. Bueno, tuve una mamá. Pero se fue al cielo hace 3 años. Ahora vivo en casas diferentes.”

El corazón de Isabela se encogió. Foster care. La niña vivía en el sistema de acogida.

“¿Y tú?” preguntó la pequeña. “¿Dónde vives?”

Isabela sintió un nudo en la garganta. Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. “No tengo casa.”

La niña asintió como si fuera la cosa más natural del mundo. Se acercó al banco y se sentó junto a Isabela, abriendo su bolsa de papel.

“Toma,” dijo, partiendo un sándwich por la mitad. “Está bueno, la señora Carmen me lo dio esta mañana.”

“No puedo aceptar tu comida.”

“¿Por qué no?”

“Yo tengo y tú no tienes.”

“Así funcionan las cosas.”

Isabela tomó el trozo de sándwich con manos temblorosas. Era de jamón y queso, simple, pero delicioso, después de no haber comido en todo el día.

“¿Cómo te llamas?” preguntó.

“Esperanza García, pero todos me dicen Espe.”

“¿Y usted?”

“Isabela, solo Isabela.”

Esperanza la estudió con esos ojos demasiado sabios para su edad.

“¿Sabe qué, Isabela?”

“¿Qué?”

“Usted no tiene casa y yo no tengo mamá,” dijo con una simplicidad devastadora. “Pero ahora nos tenemos la una a la otra, aunque sea por esta noche.”

Las lágrimas corrieron libremente por las mejillas de Isabela. Esta niña, que había perdido tanto, le estaba ofreciendo lo poco que tenía. Su corazón, que había estado cerrado por el dolor y la traición, comenzó a agrietarse.

“Espe, yo…”

“Oiga.” Una voz masculina las interrumpió. Un hombre alto se acercaba desde la calle, con el cabello oscuro cubierto de nieve y una expresión de preocupación genuina. Vestía scrubs médicos bajo un abrigo negro.

“¿Están bien?” preguntó, deteniéndose a unos metros de distancia.

Isabela instintivamente se tensó, abrazando más fuerte a Esperanza. “Los hombres no se acercan a las mujeres en la calle por bondad. Siempre quieren algo.”

“Estamos bien,” respondió con voz firme, aunque sus labios azules decían lo contrario. El extraño frunció el ceño, notando los pies descalzos de Isabela y la edad de Esperanza.

“Soy el Dr. Mateo Ruiz. Trabajo en el hospital infantil San Rafael, justo ahí.” Señaló hacia un edificio a dos cuadras. “Salgo de mi turno nocturno y, perdón, pero no pueden quedarse aquí. La temperatura va a bajar a -10 grados esta noche.”

“¿Es doctor de niños?” preguntó Esperanza con curiosidad.

“Soy psicólogo infantil.”

“Entonces, ayuda a niños tristes.”

Mateo sonrió suavemente. “Trato de hacerlo.”

Isabela observó el intercambio, su instinto protector en alerta máxima, pero también reconociendo algo genuino en la voz del hombre. Esperanza parecía relajada y esa niña tenía un radar para detectar peligros.

“Mire, doctor,” comenzó Isabela. “Le agradezco su preocupación, pero nosotras…”

La interrumpió Mateo suavemente. “Son familia.”

Isabela y Esperanza se miraron. Habían compartido más honestidad en los últimos 20 minutos que Isabela con cualquier adulto en años.

“Somos Isabela,” buscó las palabras. “Somos dos personas que se necesitan.”

“Completó Esperanza con esa sabiduría inquietante.”

Mateo las estudió un momento más, tomando una decisión que cambiaría todo. “Mi apartamento está a cinco minutos caminando. Tiene calefacción, comida caliente y un sofá cama.”

“¿Por qué haría eso por nosotras?” preguntó Isabela desconfiada.

Mateo señaló a Esperanza, que había comenzado a temblar a pesar de su abrigo. “Porque ella es una niña y usted está descalza en la nieve y porque a veces hacer lo correcto es la única opción que uno tiene.”

La nevada se intensificó y Isabela sintió que Esperanza se acurrucaba más cerca de ella. “¿Qué alternativa tenía realmente Isabela?”

“Susurró Esperanza. Creo que podemos confiar en él.”

Isabela cerró los ojos sintiendo el peso de una decisión que podría salvarlas o destruirlas completamente.

Un Nuevo Comienzo

Isabela abrió los ojos lentamente, confundida por el calor que envolvía su cuerpo. No era la humedad fría del banco de la parada de autobús, sino el abrazo suave de una manta de lana. Se incorporó, descubriendo que estaba en un sofá beige en una sala de estar desconocida, donde los recuerdos de la noche anterior llegaron como una avalancha. Ramón, la nieve, Esperanza. El doctor.

“Buenos días.” Isabela se giró bruscamente. Mateo Ruiz estaba en la cocina preparando café, vestido con jeans y una camiseta gris. La luz matutina que entraba por las ventanas revelaba un apartamento modesto pero acogedor. Libros apilados por todas partes, fotografías de niños sonrientes en las paredes, plantas que necesitaban agua.

“¿Dónde está Esperanza?” preguntó Isabela, levantándose de inmediato.

“Durmiendo en mi habitación. Le dejé la cama porque insistió en que el sofá era para usted.”

“Esa niña tiene más modales que muchos adultos.”

Isabela se relajó ligeramente, pero mantuvo la distancia. “Escuche, Dr. Ruiz…”

“Mateo, por favor.”

“Le agradezco lo que hizo anoche, pero no podemos quedarnos. No quiero causarle problemas.”

Él sirvió dos tazas de café y se acercó, dejando una en la mesa frente a ella. “¿Qué tipo de problemas?”

Isabela evitó su mirada. “Usted no me conoce. No sabe de qué soy capaz.”

“Sé que protegió a una niña desconocida en una tormenta de nieve. Sé que tiene educación universitaria por su forma de hablar. Y sé que algo terrible le pasó anoche porque ninguna mujer sale descalza a la calle en pleno invierno por gusto.”

Las palabras golpearon a Isabela como puñetazos. Se envolvió más en la manta, sintiendo la vulnerabilidad como una herida abierta. “No soy su responsabilidad.”

“Tiene razón, pero Esperanza tampoco era suya anoche y aún así la cuidó.”

Antes de que Isabela pudiera responder, la puerta del dormitorio se abrió. Esperanza emergió con el cabello revuelto y uno de los suéteres de Mateo que le llegaba hasta las rodillas. Isabela corrió hacia ella.

“Pensé que te habías ido.”

“No me voy a ningún lado sin ti, pequeña.” Mateo observó el intercambio con algo que parecía admiración.

“Esperanza, ¿has desayunado?”

“No, pero puedo esperar. Estoy acostumbrada.” La respuesta casual de la niña hizo que algo se rompiera en el pecho de Isabela. Nadie de 10 años debería estar acostumbrada a tener hambre.

“Voy a preparar huevos revueltos para todas,” anunció Mateo. “Esperanza, ¿puedes ayudarme a poner la mesa?”

“Sí.”

Mientras los veía trabajar juntos en la cocina, Isabela estudió a Mateo más detenidamente. Tenía treintaitantos, calculó, con manos suaves que hablaban de un trabajo que no requería fuerza física. Su apartamento tenía diplomas en la pared. “Psicología, Universidad Complutense de Madrid, especialización en psicología infantil. Hospital Gregorio Marañón.” Era real. Realmente era psicólogo.

“¿En qué trabajas, Isabela?” preguntó Mateo mientras servía los huevos.

“Trabajaba,” corrigió. “Daba clases de danza en una academia pequeña. También estudiaba terapia a través del movimiento.”

“¿Te gusta trabajar con niños?”

Isabela miró a Esperanza, que devoraba sus huevos como si no hubiera comido en días. “Me gusta ayudar a las personas a encontrar formas de expresarse cuando las palabras no son suficientes.”

“Eso es hermoso,” dijo Esperanza con la boca llena. “¿Puedes enseñarme a bailar?”

“Claro que sí.”

El timbre del apartamento interrumpió el momento. Mateo frunció el ceño. “No espero a nadie.” Fue hacia la puerta y miró por la mirilla. “Es una mujer mayor con una carpeta. Dice que es del servicio de protección al menor.”

El rostro de Esperanza se puso pálido. “Es Carmen, mi trabajadora social.”

Isabela sintió pánico inmediato. “La van a separar de esperanza. Van a llevársela.”

“¿Cómo supo que estabas aquí?” susurró.

“Reporté mi ubicación anoche,” explicó Mateo. “Es protocolo cuando un menor está involucrado.”

Esperanza agarró la mano de Isabela con fuerza. “No quiero irme.”

“No te vas a ir,” prometió Isabela, aunque no tenía idea de cómo iba a cumplir esa promesa.

Mateo abrió la puerta. Carmen Vidal entró. Una mujer de 45 años con cabello gris, recogido en un moño y ojos que habían visto demasiado sufrimiento infantil.

“Doctor Ruiz, Esperanza.” Su mirada se posó en Isabela. “Y usted es Isabel Morales.” Carmen estudió la escena. Esperanza aferrada a Isabela, los platos de desayuno, la manta en el sofá.

“Esperanza, ¿estás bien?”

“Sí, Carmen. Isabela me cuidó anoche.”

“¿Dónde está su familia de acogida actual?”

Esperanza bajó la vista. “Me fui.”

“Te escapaste. ¿Por qué?”

La niña miró a Isabela buscando fortaleza. “El señor Vargas me miraba raro como miraban a mi mamá los hombres que venían de noche.”

El silencio en la habitación fue ensordecedor. Carmen cerró los ojos como si hubiera esperado algo así. “¿Le hizo algo?”

“No, pero sabía que iba a hacerlo, por eso me fui.”

Isabela sintió una furia ardiente en el pecho. Esta niña había estado en peligro y había tenido que salvarse sola. “Tengo que llevarla a un lugar seguro,” dijo Carmen.

“¡No!” gritó Esperanza. “No quiero ir a Sevilla. Quiero quedarme con Isabela.”

“Esperanza,” la señorita Morales no está calificada para…

“¿Qué necesito para calificarme?” interrumpió Isabela.

Carmen la miró sorprendida. “Está hablando en serio, completamente en serio.”

“Señorita Morales. La acogida familiar requiere una evaluación exhaustiva, verificación de antecedentes, estabilidad económica, vivienda adecuada.”

“Puedo conseguir trabajo, puedo encontrar un apartamento.”

“¿Cómo? ¿Dónde va a vivir mientras tanto?”

Mateo carraspeó. “Puede quedarse aquí mientras resolvemos los trámites.”

Todos lo miraron sorprendidos.

“Dr. Ruiz, eso no es… es un arreglo temporal de emergencia.”

“Yo soy un proveedor de respiro registrado para casos especiales. Puedo supervisar la situación mientras Isabela completa el proceso de solicitud.”

Carmen frunció el ceño, claramente evaluando la situación. “¿Usted conoce a la señorita Morales?”

“La conocí anoche, pero en 15 años trabajando con niños he desarrollado un buen instinto para evaluar a los cuidadores. Isabela arriesgó su propia seguridad para proteger a Esperanza. Eso me dice todo lo que necesito saber sobre su carácter.”

Isabela lo miró con asombro. “¿Por qué la estaba defendiendo? ¿Por qué arriesgaba su reputación profesional por una desconocida?”

Carmen miró a Esperanza, que sostenía la mano de Isabela como si fuera un salvavidas. “Esperanza, ¿realmente quieres quedarte con Isabela más que nada en el mundo? ¿Y sientes que estás segura aquí?”

“Sí, Isabela me protege y el doctor Mateo es bueno. Puedo sentirlo.”

Carmen suspiró sacando unos papeles de su carpeta. “Está bien, pero esto es temporal, muy temporal. Tienes 72 horas para demostrar que puedes proporcionar estabilidad, Isabela. Si no, Esperanza va a Sevilla.”

“Entendido.”

Carmen se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo. “Esperanza, ¿por qué no me dijiste sobre el señor Vargas antes?”

La niña se encogió de hombros. “Nadie me creería. Los adultos nunca creen a los niños sobre estas cosas.”

Carmen se agachó a su nivel. “Yo sí te creo y me aseguraré de que no vuelvas allí nunca más.”

Después de que Carmen se fuera, los tres se quedaron en silencio.

“¿Por qué hiciste eso?” preguntó Isabela a Mateo. “¿Por qué arriesgaste tu carrera por nosotras?”

Mateo se sentó en el sofá pareciendo repentinamente cansado. “Mi hermana menor estuvo en acogida temporal cuando nuestros padres se divorciaron. La separaron de nosotros durante seis meses porque ningún familiar fue considerado adecuado temporalmente. Esos seis meses la marcaron para siempre.”

“¿Dónde está ahora?”

“Murió en un accidente de coche hace 5 años, pero antes de morir me hizo prometer que nunca dejaría que un niño pasara por el sistema solo si yo podía evitarlo.”

Isabela sintió algo cambiando en su pecho, una calidez que no tenía nada que ver con la manta o el café. “Gracias.”

“No me las des aún. Tenemos 72 horas para que esto funcione.”

Esperanza, que había estado escuchando en silencio, de repente sonrojó. “72 horas es mucho tiempo. Podemos hacer que funcione.”

Su optimismo fue interrumpido por el sonido del teléfono de Isabela. Lo sacó del bolso que había rescatado la noche anterior, frunciendo el ceño al ver el número.

“¿Quién es?” preguntó Mateo.

Isabela sintió que la sangre se le helaba en las venas. “Ramón, mi padrastro.”

El teléfono siguió sonando, el sonido cortando el aire como una amenaza. Isabela sabía que si contestaba, todo lo que habían construido en las últimas horas podría desmoronarse, pero también sabía que si no contestaba, él encontraría otra forma de llegar hasta ella. Y esta vez tenía mucho más que perder.

Isabela dejó que el teléfono siguiera sonando hasta que se detuvo. Sus manos temblaban mientras lo guardaba de nuevo en su bolso.

“¿Quién es Ramón?” preguntó Esperanza con esa intuición inquietante que tenía para detectar peligros.

“Nadie importante,” mintió Isabela, pero Mateo la estudió con ojos de psicólogo entrenado para detectar mentiras.

“Isabela, si hay algo que necesitemos saber para proteger a Esperanza…”

“No hay nada, es solo… complicado.”

El teléfono volvió a sonar. Esta vez Isabela lo apagó completamente.

“Está bien,” dijo Mateo suavemente. “Pero recuerda que no tienes que enfrentar los problemas sola.”

Isabela sintió que el peso de la inseguridad la aplastaba. “Ya, ya, como si fuera parte de algo ahora, como si perteneciera a algún lugar.”

Durante los siguientes tres días desarrollaron una rutina extraña, pero reconfortante. Mateo salía a trabajar por las mañanas. Isabela buscaba empleo por las tardes, mientras Esperanza estaba en la escuela temporal que Carmen había conseguido. Y por las noches cocinaban juntos y ayudaban a Esperanza con las tareas.

Era en esos momentos nocturnos que Isabela comenzó a ver a Mateo realmente, la forma en que escuchaba a Esperanza hablar sobre su día sin interrumpir nunca, como recordaba pequeños detalles, como que a Esperanza le gustaba el chocolate caliente con extra canela, la paciencia infinita que mostraba cuando la niña tenía pesadillas sobre su madre.

“¿Por qué decidiste trabajar con niños?” le preguntó Isabela una noche mientras lavaban los platos.

“Los niños no mienten sobre lo que sienten. Los adultos construimos máscaras tan elaboradas que a veces olvidamos quiénes somos realmente debajo de ellas.”

Isabela sintió un nudo en el estómago. Su máscara era tan obvia.

“¿Y tú, tu máscara?”

Mateo sonrió tristemente. “Todos lo hacemos. Yo finjo que salvar a otros niños puede traer de vuelta a mi hermana.”

La honestidad brutal lo golpeó como un puño. Isabela dejó de lavar el plato que tenía en las manos.

“Mateo, está bien.”

“La terapia me ha ayudado a aceptarlo, pero creo que por eso reconozco el dolor en otros. El tuyo, por ejemplo.”

Sus ojos se encontraron sobre el fregadero lleno de espuma y algo eléctrico pasó entre ellos. Isabela sintió su respiración acelerarse.

“Yo no…”

“Isabela, Mateo, vengan rápido.” La voz urgente de Esperanza desde la sala rompió el momento. Corrieron hacia ella, encontrándola señalando el televisor con los ojos muy abiertos.

En la pantalla, un reportero hablaba frente a un edificio que Isabela reconoció inmediatamente, la empresa donde trabajaba Ramón.

“Arrestado esta mañana por malversación de fondos por un valor estimado de 2 millones de euros, Ramón Heredia, de 48 años, ha sido acusado de desviar dinero de los fondos de pensiones de empleados durante los últimos 4 años.”

Isabela se dejó caer en el sofá, el mundo girando a su alrededor. “Ese es tu padrastro?” preguntó Mateo.

Isabela asintió, incapaz de hablar. “¿Qué significa esto?” preguntó Esperanza.

“Significa que el hombre que echó a Isabela de su casa es un ladrón,” explicó Mateo cuidadosamente.

El teléfono de Isabela, que había vuelto a encender esa mañana, comenzó a sonar frenéticamente. Mensajes de texto aparecían uno tras otro en la pantalla.

“Perra, esto es tu culpa. Si hablas con la policía, te juro que te arruino la vida. Nadie te va a creer. Eres una mantenida sin trabajo. Te voy a encontrar.”

Mateo leyó los mensajes por encima del hombro de Isabela, su rostro endureciéndose.

“Isabela, esto es acoso. Tenemos que reportarlo.”

“No podemos. Si me involucro con la policía, van a investigar mi situación. Van a descubrir que no tengo casa, que no tengo trabajo estable. Le van a quitar a Esperanza.”

“Pero no puedes dejar que te amenace.”

“Sí puedo. Por Esperanza puedo soportar cualquier cosa.”

Esperanza se acercó y tomó la mano de Isabela. “Ese hombre malo va a venir por ti.”

Isabela sintió lágrimas picando en sus ojos. “No lo sé, pequeña.”

“Entonces, ¿nos vamos?”

“¿Qué?”

“Nos vamos. Tú y yo podemos ir a otro lugar donde él no nos encuentre.”

“Esperanza, no es tan simple.”

“Sí, hemos estado bien las tres noches. Podemos estar bien siempre.”

Mateo se sentó frente a ellas. “O podemos enfrentar esto juntos.”

Isabela lo miró sorprendida. “Mateo, tú no entiendes. Ramón no es solo un hombre enojado, es peligroso. Y ahora que está desesperado…”

“Entonces más razón para no enfrentarlo sola.”

“¿Por qué harías eso? ¿Por qué arriesgarías tu seguridad por nosotras?”

Mateo extendió la mano y tocó suavemente la mejilla de Isabela. “Porque en tres días ustedes dos se han vuelto las personas más importantes de mi vida.”

El corazón de Isabela se detuvo. En sus ojos vio algo que no había visto en años. Honestidad absoluta.

“Mateo, no tienes que decir nada ahora. Solo no huyas.”

“No, otra vez.”

Antes de que Isabela pudiera responder, el timbre del apartamento sonó. Los tres se tensaron.

“¿Esperamos a alguien?” susurró Esperanza.

Mateo negó con la cabeza, acercándose cautelosamente a la mirilla. “Es Carmen y hay alguien más con ella.”

Isabela sintió pánico inmediato. “¿Ramón?”

“No, es una mujer rubia, elegante.”

Mateo abrió la puerta. Carmen entró, seguida por una mujer de unos 30 años con un traje caro y una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

“Doctor Ruiz, lamento molestar tan tarde. Esta es Lucía Mendoza, directora del departamento de Bienestar infantil.”

Isabela sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Una directora no venía personalmente a menos que algo estuviera muy mal.

“Señorita Morales,” dijo Lucía con una voz fría como el hielo. “Tenemos que hablar.”

“¿Sobre qué?”

Lucía sacó una carpeta de su maletín. “Según la denuncia anónima que recibimos esta tarde, usted tiene un historial de inestabilidad mental, abuso de sustancias y comportamiento errático.”

El denunciante sugiere que representa un peligro para el bienestar de la menor. Isabela sintió que las paredes se cerraban a su alrededor.

“Eso no es cierto. Nada de eso es cierto.”

“El denunciante proporcionó documentación médica que sugiere lo contrario.”

“¿Qué documentación?”

“Yo nunca he estado en tratamiento psiquiátrico.”

“Según estos registros, estuvo en terapia por depresión severa y tendencias autodestructivas el año pasado.”

Mateo se acercó. “¿Puedo ver esos documentos?”

Lucía vaciló. “Son confidenciales.”

“Soy psicólogo licenciado. Si van a basar una decisión de custodia en documentos médicos, tengo derecho a revisarlos profesionalmente.”

A regañadientes, Lucía le entregó los papeles. Mateo los revisó rápidamente, su ceño frunciéndose más con cada página.

“Estos documentos están falsificados.”

“¿Perdón?”

“Las fechas no coinciden. Los códigos de diagnósticos son incorrectos y este sello médico,” señaló una marca en el papel, “este hospital cerró sus puertas hace dos años.”

Isabela asintió una mezcla de alivio y terror. “Ramón, él falsificó documentos médicos.”

“¿Quién es Ramón?” preguntó Lucía, su padrastro, el mismo hombre que fue arrestado hoy por malversación de fondos.

Carmen y Lucía intercambiaron miradas.

“El hombre que hizo la denuncia es el mismo que fue arrestado hoy. Tiene que ser él. Es la única persona que me odiaría lo suficiente como para hacer algo así.”

Lucía cerró la carpeta lentamente. “Esto cambia las cosas considerablemente. Sin embargo, señorita Morales, independientemente de la veracidad de estos documentos, usted aún no cumple con los requisitos mínimos para la custodia temporal.”

“¿Qué necesito?”

“Vivienda estable, empleo verificable y completar el curso de preparación para padres de acogida.”

“¿Cuánto tiempo toma eso?”

“Seis a ocho semanas.”

Isabela sintió que su mundo se desmoronaba. No tenía seis semanas. Ramón encontraría la forma de destruirla mucho antes. Sin embargo, continuó Lucía, “dado las circunstancias extraordinarias y la clara manipulación por parte del denunciante, estoy dispuesta a extender la colocación temporal por dos semanas más. Eso le dará tiempo para establecer estabilidad básica. Y después, después Esperanza será transferida a una familia certificada hasta que usted complete el proceso si es que decide continuar.”

Esperanza, que había estado callada durante toda la conversación, finalmente habló. “No quiero ir con otra familia. Quiero quedarme con Isabela.”

“Esperanza,” la señorita Morales no está calificada para…

“¿Qué necesito para calificarme?”

Isabela miró a Carmen por encima de la cabeza de Esperanza. “Pensé que teníamos dos semanas.”

“Las tenemos, pero surgió una oportunidad excepcional. Los Vega son una familia experimentada. Han acogido a 12 niños exitosamente. Quieren conocer a Esperanza este fin de semana.”

“No quiero conocer a los Vega. Quiero quedarme aquí.”

“Esperanza, solo es una visita.”

“No, las visitas se convierten en quedarse. Siempre pasa lo mismo.”

Isabela sintió pánico absoluto. La estaban perdiendo. Todo se estaba desmoronando. “Carmen, por favor, dame una oportunidad más. Estoy trabajando. Tengo un lugar donde vivir.”

“Isabela, sabes que me caes bien, pero los Vega pueden ofrecer estabilidad inmediata. Dos padres, casa propia, educación privada.”

“No me importa la educación privada,” gritó Esperanza. “Solo quiero a mi mamá Isabela.”

El corazón de Isabela se rompió completamente al escuchar a Esperanza llamarla mamá por primera vez. “Y yo quiero que seas mi madre para siempre.”

“Pero a veces amar a alguien significa hacer lo que es mejor para ellos, aunque te duela.”

“No digas eso, no digas eso, porque suena como si te estuvieras rindiendo.”

Isabela miró a Mateo, quien había estado callado durante todo el intercambio. En sus ojos vio culpa, duda. Lucía había plantado semillas de incertidumbre y ahora él estaba cuestionando todo.

“No me estoy rindiendo,” dijo Isabela firmemente. “Pero tal vez Carmen tiene razón. Tal vez los Vega pueden darte cosas que yo no puedo.”

“Lo único que necesito es a ti.”

“Para mí sí importa.”

Antes de que Isabela pudiera responder, su teléfono sonó. El nombre Hospital General apareció en la pantalla. “Diga.”

“¿Es usted Isabela Morales?”

“Sí, soy.”

“La enfermera Martínez del Hospital General. Su padrastro, Ramón Heredia ha sido ingresado en emergencias. Dice que usted es su contacto de emergencia.”

Isabela sintió que el mundo se tambaleaba. “¿Qué le pasó?”

“Fue agredido en prisión. Sus heridas no son mortales, pero quiere verla. Dice que es urgente.”

Isabela colgó el teléfono con manos temblorosas. “¿Qué pasó?” preguntó Mateo.

“Ramón está en el hospital. Dice que quiere verme.”

“No vas a ir.”

“Tal vez deba. Tal vez sea la única forma de terminar con esto.”

“Isabela, no es una trampa.”

“Y si no lo es, y si realmente está herido y arrepentido.”

Después de todas las amenazas, Isabela la miró hacia la sala, donde Esperanza esperaba, probablemente escuchando cada palabra. “No puedo tomar decisiones claras con él, amenazándome constantemente. Necesito enfrentarlo una vez y por todas.”

“Entonces voy contigo.”

“No, si algo sale mal, Esperanza te necesita aquí.”

Mateo la agarró suavemente del brazo. “Isabela, sea lo que sea que Ramón te diga, no cambies nada sobre nosotros, por favor.”

Isabela lo miró a los ojos, grabando su rostro en su memoria. “Te amo, Mateo. Pase lo que pase, quiero que sepas eso.”

“Yo también te amo.”

Se besaron suave y desesperadamente, como si fuera la última vez, porque Isabela tenía el terrible presentimiento de que podría serlo.

Una hora después, Isabela caminaba por los pasillos estériles del hospital, dirigiéndose hacia una confrontación que podría cambiar todo. No sabía que en ese mismo momento Esperanza estaba en la sala llorando en silencio porque había escuchado cada palabra y decidiendo que si los adultos no podían arreglar las cosas, entonces ella tendría que hacerlo.

Isabela entró a la habitación del hospital con el corazón martilleando contra sus costillas. Ramón estaba recostado en la cama, con vendajes en la cabeza y un brazo en cabestrillo. Se veía mayor, más frágil de lo que recordaba.

“Isabela, viniste.”

“¿Qué quieres, Ramón?”

“Siéntate, por favor.”

“Prefiero quedarme de pie.”

Ramón suspiró, una sonrisa amarga cruzando su rostro magullado. “Siempre fuiste terca como tu madre.”

“No menciones a mi madre.”

“Tu madre me amaba, ¿sabes? Realmente me amaba. Pero tú, tú siempre me odiaste.”

Isabela sintió una furia familiar ardiendo en su pecho. “Te odié porque veía cómo la mirabas. Veía cómo esperabas a que se durmiera para mirarme a mí.”

“Era un hombre solitario.”

“Eras un depredador y cuando mi madre murió, pensaste que finalmente podrías hacer lo que siempre quisiste.”

Ramón se incorporó ligeramente, sus ojos brillando con algo peligroso. “¿Sabes qué? Tienes razón. Y lo habría hecho si no fueras tan resistente.”

El estómago de Isabela se revolvió. “Por eso me echaste, porque no pude conseguir lo que querías.”

**”Te eché porque eras un recordatorio constante de