Un penetrante olor a quemado irrumpió en el sueño sin previo aviso, como un ladrón nocturno que no toca la puerta, sino que irrumpe con violencia.

Grigori se incorporó bruscamente en la cama, el corazón le latía con tal fuerza que parecía querer salirse del pecho. La noche afuera era anormalmente clara: un resplandor tembloroso y angustiante iluminaba la habitación, proyectando largas sombras en las paredes.

Corrió hacia la ventana y se quedó paralizado. Estaba ardiendo. No simplemente en llamas: todo era devorado por un fuego voraz y rabioso. Todo lo que había construido. El establo, sus viejas herramientas, sus sueños, sus recuerdos… todo estaba siendo consumido por el fuego.

El corazón se le detuvo un instante y luego comenzó a latir en la garganta. Lo comprendió de inmediato: no era un accidente. Era un incendio provocado. Y ese pensamiento dolió más que las propias llamas. Su primer instinto fue instintivo, casi animal: volver a acostarse, cerrar los ojos y dejar que todo se quemara hasta las cenizas. Total, ya todo había terminado.

Pero en ese momento oyó un prolongado y aterrador bramido de las vacas. Sus animales, los que lo alimentaban, los que le daban fuerzas para seguir adelante, estaban encerrados dentro. La desesperación se transformó en furia. Grigori salió corriendo de la casa, agarró un hacha por el camino y corrió hacia el establo. La puerta de madera ya ardía, lanzando un aliento caliente que le abrasaba el rostro.

Unos cuantos golpes y el pestillo cedió. Las puertas se abrieron de par en par, liberando a la aterrada manada. Las vacas, mugiendo y empujándose, corrieron hacia la esquina más alejada del corral, huyendo del infierno.

Cuando estuvieron a salvo, las fuerzas abandonaron a Grigori. Se dejó caer sobre la fría y húmeda tierra y observó cómo el fuego devoraba diez años de su vida. Diez años de trabajo, dolor y esperanza. Había llegado allí solo, sin dinero, con solo una fe ciega en sí mismo. Había trabajado hasta el agotamiento, con el sudor de su frente. Pero los últimos años habían sido una verdadera maldición: sequías, enfermedades del ganado, conflictos con el pueblo.

Y ahora… el golpe final. Un incendio intencionado.

Mientras Grigori permanecía allí, sumido en sus amargos pensamientos, vio movimiento entre el humo y las llamas. Dos figuras, como sombras, se movían con sorprendente coordinación. Una mujer y un adolescente. Acarreaban agua, echaban arena, sofocaban las llamas con mantas viejas. Como si supieran exactamente lo que hacían.

Grigori los observó durante un tiempo, atónito, luego reaccionó y corrió a ayudarlos. Sin palabras, desesperados, los tres lucharon contra el fuego hasta que la última lengua de llama fue extinguida. Cayeron al suelo agotados, quemados, pero vivos.

—Gracias —jadeó Grigori, tratando de recuperar el aliento.

—No hay de qué —respondió la mujer—. Me llamo Anna. Y este es mi hijo, Dmitri.

Se sentaron junto a los restos carbonizados del establo, mientras el amanecer pintaba el cielo en tonos suaves, casi burlones.

—¿Usted… no tendrá algún trabajo? —preguntó de pronto Anna.

Grigori soltó una risa amarga.

—¿Trabajo? Ahora hay suficiente para años… pero no tengo con qué pagar. Pensaba marcharme. Vender todo. Irme.

Se levantó y caminó por el patio, pensativo. Una idea alocada cruzó por su mente, nacida del cansancio, la desesperación y una esperanza extraña.

—¿Sabe qué? Quédense. Vigilen la finca un par de semanas. Las vacas, lo que queda. Yo iré a la ciudad. Intentaré venderlo todo. Es poco probable, pero necesito irme. Aunque sea por un tiempo.

Anna lo miró, y en su mirada se leía miedo, sorpresa y una tímida esperanza.

—Nosotros… hemos huido —confesó en voz baja—. De mi marido. Nos golpeaba. No tenemos nada. Ni dinero, ni documentos.

Dmitri, que hasta entonces había estado callado, murmuró entre dientes:

—Es verdad lo que dice.

Algo se quebró dentro de Grigori. Vio en ellos un reflejo de sí mismo: personas que la vida había arrastrado por el lodo, pero que aún intentaban levantarse.

—Está bien —dijo con un gesto—. Ya veremos.

Rápidamente les mostró dónde estaba todo, cómo usar la maquinaria, dónde se almacenaba el forraje. Justo antes de partir, ya sentado en el coche, bajó la ventanilla:

—Tengan cuidado con la gente del pueblo. Son malos. Fueron ellos. Seguro que fueron. Siempre rompen algo. Y ahora… esto.

Y se marchó, dejando atrás las ruinas humeantes y a dos desconocidos en quienes había depositado lo poco que le quedaba de su vida.

Apenas el coche desapareció tras la curva, Anna y Dmitri se miraron. En sus ojos no había miedo ni desconcierto, solo determinación. Esta era su oportunidad. La única.

Se pusieron manos a la obra de inmediato. Primero calmaron y dieron de beber a las vacas, luego las ordeñaron y filtraron la leche. Después limpiaron los escombros y ordenaron la parte de la finca que había quedado en pie. Trabajaban sin pausas, sin quejas, con la feroz energía de quienes saben que no tienen adónde caer si fracasan.

Pasaron unos días. La granja empezó a transformarse ante sus ojos. El patio se volvió ordenado, las herramientas estaban limpias y las vacas, bien cuidadas, producían más leche. De un viejo refrigerador que antes era más adorno que electrodoméstico, ahora sobresalían frascos de crema agria, requesón y ruedas de queso casero.

Un día, mientras limpiaba la casa, Anna encontró una carpeta con documentos de Grigori. Entre facturas y recibos había certificados veterinarios de los productos.

La idea surgió de repente. Sacó una vieja libreta y empezó a llamar a cafés y tiendas locales, ofreciendo productos lácteos naturales. La mayoría rechazaba, pero un día tuvo suerte.

—¿Hola? ¿Es la cadena de cafeterías familiares “Confort”? —preguntó por teléfono.

—Sí, le escucho.

Tras una breve conversación, la propietaria del café, Elizaveta Petrovna, aceptó venir. Al día siguiente, un coche caro se detuvo frente a la puerta. Una elegante mujer de mediana edad miró el patio con desconfianza, pero tras la primera cucharada de queso, su rostro se iluminó con una sonrisa de entusiasmo.

—¡Querida, esto es una maravilla! ¡Un sabor auténtico! ¡Me lo llevo todo! ¡Y seguiré encargando!

Así consiguieron su primer cliente. Y el primer paso hacia una nueva vida.

Mientras tanto, Dmitri se hizo amigo de una chica local, Olga. Un día, paseando junto al río, se quejó de los habitantes del pueblo.

—¿Qué, no lo sabías? —se sorprendió Olga—. El tío Grisha es huraño, sí, pero nadie le desea mal. Hace tres años, cuando sus vacas se enfermaron, medio pueblo tuvo el mismo problema. Incluso algunos hombres querían ayudarlo, darle consejos, pero él los recibió con una escopeta. Desde entonces, nadie se le acercó.

Esas palabras se le quedaron grabadas a Anna. Fue a la tienda del pueblo y, charlando con la dependienta, escuchó la confirmación:

—Sí, querida, ese conflicto viene de lejos. Desde que abrieron una granja en el pueblo vecino con un dueño avaricioso, empezó todo. Y el tío Grisha pensó que éramos nosotros los que lo perjudicábamos. Se encerró en sí mismo, se amargó…

Una tarde, cuando el crepúsculo caía sobre la granja, Anna y Dmitri vieron cómo se acercaba un grupo de personas a la puerta. Una decena de hombres y mujeres, caminando despacio pero con decisión. El corazón de Anna se encogió. “¿Otra vez un incendio?”, pensó con pavor…

—¡Mitia, rápido! ¡Trae la escopeta de la casa! —susurró Anna a su hijo mientras ella misma salía al patio.

El corazón le latía rápido y con ansiedad. Se colocó junto a la verja, lista para defender lo que ahora era suyo: su hogar, su oportunidad de empezar de nuevo.

Las sombras se acercaban. Personas. Una decena de hombres y mujeres. Al frente, un anciano con una gorra desgastada. Al llegar más cerca, se detuvo… y se quitó el sombrero. Avergonzado, lo apretaba entre las manos mientras decía:

—Buenas noches, señora. Venimos en son de paz. Queremos hablar.

Anna observó los rostros: cansados, serios, pero no hostiles. Lentamente, con cautela, abrió la verja.

—Pasen.

Sacaron una vieja mesa al jardín, colocaron bancos alrededor. Comenzó la conversación. Fue larga. Y difícil. Y sincera.

Los habitantes del pueblo confesaron: estaban en shock por el incendio. Para ellos, Grigori se había convertido en una leyenda —un hombre que no aceptaba ayuda, no escuchaba consejos, no perdonaba ni los detalles más pequeños. Pero ahora entendían que había algo más detrás. Alguien que quería dividirlos.

—Nosotros también sufrimos —dijo el alcalde—. A veces se estropeaba el agua del pozo, otras se enfermaba el ganado. Pensamos que era mala suerte… pero ahora está claro: alguien nos enfrentaba. Alguien con intereses.

Y entonces lo comprendieron. Todos.

Detrás de todo estaba un competidor del pueblo vecino —un granjero de Alekseevskoye. Frío, codicioso, sin alma. Su objetivo era simple: hundir a Grigori en la soledad hasta que se rindiera, se arruinara, desapareciera. Y convertir al pueblo en un campo de batalla interno —perfecto para manipular.

—Hay que presentar una denuncia —dijo el alcalde—. Colectiva. Contra él. Por el incendio. Por todo. Díselo a Grigori cuando vuelva. Dile que el pueblo está con él. Ya no seremos marionetas.

Grigori regresaba en silencio, abatido. En la ciudad no había conseguido nada: nadie quería comprar una granja quemada, y menos con la reputación de “granja maldita”. Estaba preparado para encontrar la casa vacía. Que Anna y Dmitri se hubieran marchado, como todos los demás.

Cuando se acercó a su terreno, ya no esperaba nada.

Y entonces… se detuvo. El coche se quedó inmóvil, como por sí solo.

Frente a él no había un patio semi destruido, sino un verdadero rincón floreciente de vida. La cerca, que llevaba años prometiendo arreglar, estaba reparada. La hierba, perfectamente cortada. Las vacas, bien alimentadas y tranquilas, pastaban junto al corral. Incluso el aire parecía distinto —lleno de sentido, lleno de vida.

Salió del coche de puntillas, como si no quisiera romper el hechizo, y se acercó a la casa. Desde el patio se oía la voz de Anna —segura, tranquila. Hablaba con otras personas. No por hablar, sino con propósito: sobre denuncias, sobre planes para desarrollar la granja, sobre cómo Elizaveta Petrovna ayudaría con un abogado.

Grigori se quedó quieto. No podía creerlo. Miraba a aquella mujer, a quien había acogido como a una vagabunda, y veía delante de sí a una auténtica dueña. Fuerte. Segura. Una mujer que no solo había salvado su granja, sino también a él mismo.

Reunió valor y dio un paso hacia la luz.

—Buenas tardes —dijo con voz ronca—. Y… ¿podría tomar una taza de té?

Por las noches, a Anna le gustaba mostrarle a Grigori sus apuntes: cálculos, gráficos, ingresos. En dos semanas habían ganado más que él en medio año.

—Esto es solo el comienzo —decía ella con tono empresarial—. Elizaveta Petrovna quiere aumentar el pedido. Hay que pensar en expandir. ¿Tal vez comprar un par de vacas más?

Grigori se quedaba boquiabierto. No podía creer lo que veía. No podía creer que esa mujer fuera su invitada. Su ayudante. Su salvación.

La miraba, y dentro de él crecía un sentimiento que había olvidado hacía mucho tiempo. Cálido. Agradecido. Amoroso.

Pero la paz no duró.

La mañana fue interrumpida por el chirrido violento de la verja. Un hombre alto irrumpió en el patio con olor a vodka y odio en los ojos.

—¡Ah, aquí estás, maldita! —rugió, avanzando hacia Anna—. ¿Creías que habías escapado? ¡Te voy a sacar hasta de debajo de la tierra!

Era Víktor. Su exmarido. Su pesadilla.

Levantó la mano.

Y entonces Grigori se interpuso. Como un muro. Como una montaña. Sin decir palabra, lo golpeó —un solo golpe, certero, demoledor. Víktor cayó al suelo.

—Si vuelves a tocarla o siquiera acercarte a esta casa —susurró Grigori tan bajo que hasta Anna se estremeció—, te entierro aquí mismo. ¿Entendido?

Dmitri salió corriendo de la casa y se colocó junto a él —hombro con hombro. Los ojos del chico ardían con decisión.

—Vete, papá —dijo con firmeza—. Vete y no vuelvas jamás. Ya no te tenemos miedo.

Víktor, murmurando maldiciones, se levantó y se alejó tambaleando hacia la carretera.

Cuando todo terminó, un extraño silencio se apoderó del patio. Solo se oía el mugido de las vacas, como si también ellas desaprobaran la invasión del pasado.

Grigori se volvió hacia Anna. Su rostro mostraba turbación, pero sus ojos estaban llenos de determinación.

—Ania —empezó, con la voz temblorosa—, vamos a la ciudad. Vamos a recuperar tus documentos. Puedes pedir el divorcio. Y luego… luego cásate conmigo.

Anna miró a ese hombre grande, fuerte, pero ahora tan tímido. Aún estaba en shock, pero comenzaba a surgir un nuevo y cálido sentimiento. Sonrió.

—¿Puedo pensarlo? —preguntó con un tono juguetón—. ¿O esperas una respuesta inmediata?

Grigori se ruborizó por completo. Y por primera vez en muchos años, se echó a reír.

Querían casarse en silencio. Sin testigos. Sin alboroto. Pero en un pueblo no hay secretos. Dos días después, toda la comarca sabía: en la granja habría boda.

Y la gente vino. De todo el pueblo. Unos con pan, otros con mermelada, otros con barriles de kvas. El alcalde trajo una guitarra. Elizaveta Petrovna, regalos de la ciudad. Los niños corrían como torbellinos, reían, jugaban.

Las mesas eran más largas que el camino al río. Las canciones fluían como el vino. Y en el centro de todo —los novios. Mano con mano. Corazón con corazón.

Grigori se sentaba, sosteniendo la mano de Anna, y miraba a Dmitri, que por primera vez en años reía con libertad. A sus amigos. Al cielo. A la casa, que ahora era cálida.

Sabía una cosa con certeza: No solo se habían encontrado. Se habían salvado mutuamente. Y ahora —juntos— construirían su futuro. Grande. Luminoso. Compartido.