En la periferia de la ciudad, donde el asfalto se convierte en polvo y las casas se levantan sobre tierra prestada, nació la historia de Diana Murillo. Allí, en una invasión donde el piso era tierra y el techo, plástico, la vida no se medía en lujos, sino en resistencias. Diana creció entre carencias, pero también entre sueños que, aunque se escondían bajo el miedo y el cansancio, nunca dejaron de latir.

“Un día tuve que comer arroz con café porque no había nada más… y al siguiente, vendí mi primer uniforme escolar”, recuerda Diana. No lo dice con vergüenza, sino con una sonrisa que mezcla nostalgia y orgullo. Porque cada cucharada de ese arroz insípido fue, sin saberlo, el primer hilo de una historia de lucha.

Su papá se fue cuando ella tenía siete años. “No recuerdo su despedida, solo su ausencia”, dice. Su madre, doña Lucía, quedó sola con tres hijos y las manos agrietadas de tanto lavar ropa ajena. Diana aprendió pronto que la pobreza no da tregua: “A veces no había para los tres tiempos, y mi mamá nos decía que el hambre era pasajera, pero la dignidad, no”.

Ir a la escuela era un reto diario. Diana caminaba descalza en ocasiones, y cuando tenía zapatos, eran tan viejos que el cartón dentro apenas cubría los agujeros. Los cuadernos eran prestados, las mochilas remendadas, y el uniforme… siempre el mismo, siempre sucio. “Una vez, un profesor me sacó del salón por llevar el uniforme manchado. Me dio mucha vergüenza. Ese día, decidí que si algún día tenía un negocio, sería de ropa… pero no cualquiera: uniformes dignos para niños como yo”.

Ese sueño se quedó guardado, como tantos otros, mientras la vida la arrastraba entre trabajos eventuales y necesidades urgentes. Pero Diana nunca dejó de creer. Un día, una vecina le prestó una máquina de coser. Era vieja y hacía un ruido espantoso, pero para Diana era un tesoro. “Empecé en un cuartito que olía a humedad y a esperanza. Practicaba con sábanas viejas, descosiendo y volviendo a coser, hasta que las puntadas salieron derechas”.

Los primeros clientes fueron los vecinos. Pagaban a plazos, a veces no pagaban, a veces pedían fiado y se desaparecían. A Diana le tocaba ir a pie a entregar los uniformes, bajo el sol o la lluvia, cargando las prendas en una bolsa de mandado. “Me aguantaba el coraje cuando me decían ‘la otra semana’, pero nunca dejé de confiar en la gente. Sabía que, como yo, muchos solo necesitaban una oportunidad”.

Una tarde, una madre llegó al cuartito de Diana, con los ojos llenos de angustia. Su hijo no tenía qué ponerse para entrar al colegio. Diana miró el único uniforme que tenía listo y, sin pensarlo, se lo regaló. “Ella lloró y yo también. No era mucho, pero para ese niño era todo”.

Ese acto de generosidad fue el punto de quiebre. La madre, agradecida, compartió el contacto de Diana en un grupo de Facebook. En cuestión de semanas, los pedidos empezaron a llegar como nunca antes. “En dos meses tenía 80 pedidos. Me tocaba coser hasta las tres de la mañana y aun así no daba abasto. Me dolían las manos, la espalda, los ojos, pero el corazón me latía fuerte de emoción”.

Fue entonces cuando contrató a su primera ayudante: doña Carmen, una señora que también lavaba ropa para sobrevivir. “Me daba pena pagarle tan poco, pero le prometí que si el taller crecía, creceríamos juntas”. Y así fue. Con el tiempo, llegaron más pedidos, más máquinas, más costureras. Hoy, el taller de Diana tiene 12 máquinas, cinco costureras y produce más de 400 uniformes al mes. Los venden en toda la ciudad, y cada prenda lleva una etiqueta con un mensaje sencillo pero poderoso: “Sí se puede”.

El taller es un espacio modesto, pero lleno de vida. El sonido de las máquinas de coser se mezcla con risas, con historias de superación y con la esperanza de mujeres que, como Diana, se negaron a aceptar que la pobreza es destino. “Aquí no solo cosemos tela, cosemos sueños”, dice doña Carmen, mientras revisa una tanda de pantalones azules.

Diana nunca estudió una carrera universitaria. “No tuve tiempo ni dinero, pero la vida me enseñó lo que no viene en los libros: a tener hambre, frío y ganas de cambiar el destino”. Cada vez que un niño se prueba uno de sus uniformes, Diana siente que su historia vale la pena. “Veo sus caras, sus sonrisas, y me acuerdo de la niña que fui. La que soñaba con un uniforme limpio, aunque fuera solo uno”.

El éxito no llegó de la noche a la mañana. Hubo tropiezos, deudas, noches de insomnio y días en que pensó en rendirse. “A veces se nos iba la luz y cosíamos a mano. O llegaba la lluvia y se filtraba el agua por el techo de lámina. Pero nunca dejamos de trabajar. Sabíamos que, tarde o temprano, la suerte tenía que voltearnos a ver”.

Hoy, el taller de Diana es un ejemplo en la colonia. No solo da empleo a mujeres que antes lavaban ropa ajena, sino que también apoya a madres solteras, a jóvenes que buscan su primer trabajo, a abuelas que quieren ayudar en casa. “Aquí todas somos familia. Compartimos el pan, el café y los sueños”.

Las clientas llegan de todas partes de la ciudad. Algunas buscan uniformes escolares, otras, ropa para eventos especiales. “Me gusta venir aquí porque sé que la ropa está hecha con amor”, dice la señora Teresa, una clienta frecuente. “Y porque Diana siempre tiene una palabra de aliento, un consejo, una sonrisa”.

Diana no olvida sus orígenes. Cada año, en el regreso a clases, regala uniformes a niños de escasos recursos. “No es caridad, es justicia. Todos los niños deberían ir a la escuela con la frente en alto”. Para ella, el éxito no se mide en dinero, sino en la dignidad que devuelve a cada niño que viste sus prendas.

A veces, cuando el taller está en silencio y el sol se cuela por la ventana, Diana se sienta frente a la máquina y recuerda a su madre. “Ella me enseñó a resistir, a no rendirme nunca. Si hoy estoy aquí, es por ella”. Doña Lucía, aunque ya no está, sigue presente en cada puntada, en cada etiqueta, en cada uniforme que sale del taller.

“Mi mamá decía que el éxito no siempre huele a oficina… a veces huele a tela mojada, a sacrificio y a sueños cosidos con dolor”, dice Diana, con los ojos brillantes. Y es verdad. El taller huele a tela, a café, a esperanza. Huele a futuro.

La historia de Diana Murillo es la de miles de mujeres mexicanas que, desde el anonimato, sostienen a sus familias y transforman sus comunidades. Es la historia de una niña que comió arroz con café, pero que nunca perdió el hambre de soñar. Es la historia de un uniforme que, más que vestir, dignifica.

“Sí se puede”, repite Diana, mientras entrega otro uniforme, otro sueño hecho realidad. Porque en cada prenda, en cada costura, va un pedazo de su vida, de su lucha, de su esperanza. Y porque, como ella misma dice, “el destino no se hereda, se cose”.