Valentina Stepanovna llegó al orfanato “Solnyshko” a principios de octubre, justo cuando el viento frío empezaba a colarse por las ventanas viejas y las hojas caían en el patio. No era una mujer imponente, más bien bajita, de paso lento y cabello blanco como la harina que usaba para sus pasteles. Ese día se presentó con una maleta de ruedas y una voz temblorosa:

—¿Puedo ver a los niños? Acabo de hornear unos pasteles.

Marina Viktorovna, la directora, la miró con desconfianza. En el orfanato, uno no podía ser demasiado confiado; la vida le había enseñado a ser precavida. Pero cuando la anciana sacó un termo de té y una caja de pasteles rosados y fragantes, el aroma llenó la oficina de recuerdos lejanos. Los pasteles eran caseros, auténticos, y sabían a hogar.

—Los hago yo misma —dijo la anciana, ajustándose el pañuelo floreado—. Mi marido murió hace tiempo, mi hija también se fue. Pensé que los niños podrían disfrutar de estos.

A pesar de sus dudas, Marina aceptó. Aquella tarde, los niños probaron los pasteles con una alegría que hacía tiempo no se veía. Algunos incluso pidieron repetir. La abuela Valya —como empezaron a llamarla— se sentó entre ellos, sirviendo té y contando historias de cuando era niña. Pronto, cada miércoles a las dos de la tarde, la abuela Valya llegaba puntual, siempre con su abrigo viejo y la maleta llena de dulces y sorpresas. Los niños la esperaban con ansias, corriendo hacia la puerta apenas escuchaban el rechinar de las ruedas en el pasillo. Ella les contaba cuentos de hadas, les enseñaba a trenzarse el cabello y hasta les mostraba trucos de magia con monedas y pañuelos.

Un día, Nastya, una niña de ocho años de ojos grandes y curiosos, le preguntó:

—Abuela, ¿de dónde conoces tantas historias?

—De mi abuela —respondió Valentina, mirando por la ventana—. Son historias muy viejas… muy viejas…

Pero Lena, una de las cuidadoras, notaba algo extraño. La abuela Valya casi nunca hablaba de sí misma. Nunca mencionaba su vida antes del orfanato, ni a su marido ni a su hija. Parecía como si su historia hubiera empezado ahí, entre los niños y los pasillos llenos de risas. Una vez, Lena le preguntó directamente dónde vivía.

—En un barrio viejo —respondió la anciana, con una sonrisa suave—. La casa está bien, pero vacía…

Conforme pasaban las semanas, Marina Viktorovna empezó a notar que la abuela Valya se interesaba especialmente por los recién llegados, sobre todo por los adolescentes. Les preguntaba por sus familias, de dónde venían, si tenían parientes. Los niños la adoraban, pero a veces se notaba una tristeza en sus ojos, como si buscara algo perdido.

—La abuela Valya es tan buena —decían los niños—, pero a veces parece… triste.

Lena también lo notó. En ocasiones, la anciana se quedaba quieta, mirando fijamente una foto en la pizarra de los niños, o interrumpía sus historias de repente, como si un recuerdo doloroso la detuviera. Una tarde, mientras revisaba las fotos de los niños nuevos, se quedó mirando la de Dima, un chico de dieciséis años que acababa de llegar, y de pronto rompió en llanto.

—¿Qué pasa, abuela? —preguntó Lena, acercándose.

—Oh, nada, querida —respondió la anciana, secándose las lágrimas—. Es solo que… siento mucho por todos ustedes.

Pero Lena se dio cuenta de que la mirada de la abuela Valya estaba fija en la foto de Dima, y no entendía por qué. Dima Krasnov era un adolescente difícil. Había escapado de otro orfanato y cargaba una mochila llena de traumas. Según el expediente, su madre había muerto cuando él era pequeño, y nunca se supo nada de su padre. Era introvertido, arisco y siempre a la defensiva.

Pero con la abuela Valya, Dima era diferente. Escuchaba sus historias, la ayudaba a cargar la maleta, y hasta se animaba a sonreír. La anciana lo trataba con un cariño especial, le llevaba pasteles aparte y le preguntaba más sobre su vida.

—Según los papeles, mi madre murió cuando yo era niño —le contó Dima un día—. Y no sé nada de mi papá.

—¿De dónde viene tu apellido? —preguntó Valya, con voz suave.

—De los papeles —respondió él, encogiéndose de hombros—. Lo heredé de mi mamá.

La abuela asintió, aunque Lena notó que le temblaban las manos. Algo no cuadraba. Un día de noviembre, el viento azotaba las ventanas y los niños jugaban en la sala común. La abuela Valya llegó con una caja de pasteles de manzana y una carta en la mano. Se veía nerviosa, como si algo importante estuviera por suceder. Esa tarde, mientras los niños merendaban, la abuela le pidió a Dima que la acompañara al jardín. Lena, curiosa, los observó desde la distancia.

—Dima, ¿nunca has sentido que te falta una parte de tu historia? —le preguntó la anciana.

—Siempre —admitió el chico, bajando la mirada—. A veces sueño con una casa vieja, con una mujer que me canta, pero no recuerdo su cara.

La abuela Valya respiró hondo, luchando contra las lágrimas.

—Dima, yo… conocí a tu madre. Era una buena mujer. Cuando era joven, trabajó en mi casa. Te cuidé cuando eras bebé, pero la vida nos separó.

Dima la miró, sorprendido.

—¿Por qué nunca lo dijiste?

—Porque tenía miedo —admitió la anciana—. Miedo de que no quisieras saber. Pero ahora, después de tanto tiempo, no quiero quedarme con nada guardado. No soy tu abuela de sangre, pero te quise como a un nieto desde el primer día.

Dima no dijo nada, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió parte de algo. Después de aquella tarde, la relación entre Dima y la abuela Valya cambió. Él la buscaba para platicar, para ayudarla en la cocina, para escuchar sus historias. Los demás niños también notaron el cambio: la abuela parecía más alegre, y Dima menos arisco.

Lena y Marina Viktorovna, al ver la transformación, decidieron apoyar la idea de la abuela Valya de organizar una fiesta para todos los niños, una especie de “Navidad adelantada”. Los niños ayudaron a decorar el comedor, a hacer tarjetas y a preparar una obra de teatro. La fiesta fue un éxito. Hubo música, risas y, por supuesto, pasteles de la abuela Valya. Dima, por primera vez, se subió al escenario para recitar un poema. Al terminar, abrazó a la anciana frente a todos.

—Gracias, abuela —susurró—. Por darme un hogar, aunque sea por ratos.

Al llegar la primavera, la salud de la abuela Valya empezó a decaer. Cada vez le costaba más trabajo caminar, y sus visitas se hicieron menos frecuentes. Los niños la extrañaban, y Dima, sobre todo, pasaba horas sentado junto a su cama, leyéndole cuentos o contándole cómo le iba en la escuela. Un día, la abuela Valya llamó a Marina y Lena a su casa. Les entregó una caja con cartas, fotos y recetas de sus pasteles.

—Quiero que los niños sigan sintiendo que tienen una familia —pidió—. Que nunca les falte un poco de dulzura y cariño.

Poco tiempo después, la abuela Valya se despidió de este mundo con la misma paz y ternura con la que llegó al orfanato. El día de su funeral, los niños soltaron globos blancos en el patio, cada uno con una carta para ella. Dima guardó la receta de los pasteles de manzana y la foto de la abuela Valya en su mochila. Sabía que, aunque la vida le había quitado muchas cosas, le había dado el regalo más grande: el amor de una abuela.

Cada miércoles, los niños del orfanato “Solnyshko” siguen horneando pasteles y contando historias. Dicen que, cuando el aroma de los pasteles recién hechos llena el comedor, la abuela Valya está ahí, sonriendo y cuidando de todos. Porque a veces, la familia no es la que te toca, sino la que encuentras en el camino.