—¿Ah, sí? ¿Así es como funciona? ¿Lo que yo gano es NUESTRO, pero lo que tú ganas es TUYO? Cariño, ¿no crees que te has vuelto un poco descarado?

—Oksana, tenemos que hablar. En serio.

Su voz, desprovista de la relajación habitual de la tarde, la hizo detenerse en seco mientras picaba verduras. El cuchillo se quedó congelado a mitad de un crujiente tallo de apio. Oksana lanzó una mirada rápida a su marido por encima del hombro. Vadim estaba apoyado en el marco de la puerta, como si se preparara no para la cena, sino para una presentación en una junta directiva. Solemne y un poco pomposo.

—¿Otra vez con lo de las llantas del coche? Vadim, ya quedamos: el mes que viene —volvió a preparar la ensalada, sus movimientos rápidos y precisos como siempre. El aroma de la carne friéndose en la sartén y las hierbas frescas llenaban la cocina, creando una isla acogedora que su marido, al parecer, pensaba destruir.

—No, no es por las llantas. Es sobre nuestro futuro. Nuestra estrategia —pronunció la palabra “estrategia” con énfasis especial, como si acabara de descubrirla. Entró en la cocina y se sentó a la mesa, apoyando las manos sobre la encimera—. He estado pensando mucho últimamente. Vivimos bien, no lo niego. Pero siento que estoy estancado. ¿Sabes? La rutina, el día a día… todo eso te absorbe. Un hombre debe desarrollarse, invertir en sí mismo. Si no, se degrada.

Oksana dejó de cortar. Puso el cuchillo sobre la tabla y se giró hacia él, secándose las manos en una toalla. Una sombra de sonrisa cansada asomó en su rostro. Se preparó para escuchar otra teoría sacada de algún blog motivacional para “machos alfa de verdad”.

—Bueno, te escucho. ¿Cuál es tu brillante plan para evitar la degradación? —Aún no había irritación en su voz, solo un poco de ironía.

Vadim tomó esto como una señal de aprobación. Se irguió, su mirada se volvió aún más seria.

—He tomado una decisión estratégica. A partir de este mes, cambiamos nuestra política financiera. Mi salario ahora es mi recurso personal. Mi fondo de inversión. Lo invertiré en proyectos que me ayuden a crecer. En el coche, para que se vea respetable. En mi hobby, porque amplía horizontes. En cursos, por fin. Debo crecer, Oksana.

Hizo una pausa, dándole la oportunidad de captar la profundidad y la importancia de su plan. Oksana guardó silencio; su sonrisa se fue desvaneciendo poco a poco. Lo miró, y la incredulidad empezó a luchar con la confusión creciente en sus ojos.

—Espera —dijo despacio, como saboreando cada palabra—. No lo entiendo del todo. Tu salario es tu fondo. Y… ¿qué pasa con todo lo demás?

—¡Esa es la segunda parte de mi plan! —interrumpió entusiasmado—. Eres fuerte e inteligente. Ganas más que yo, ¡y eso está bien, me enorgullece! Así que todos los gastos compartidos —hipoteca, servicios, comida, productos de limpieza, todo lo necesario en casa— ahora son tu responsabilidad. No querrás que tu marido se convierta en un tipo aburrido que solo piensa en pagar facturas, ¿verdad? Mi trabajo es pensar en lo grande, en el futuro. El tuyo es asegurar la retaguardia. ¡Es la pareja perfecta!

El silencio se apoderó de la cocina, solo roto por el chisporroteo del aceite en la sartén. Oksana miró a su marido, a su cara completamente seria e inspirada, y sintió unas ganas desesperadas de reír. La idea era tan absurda, tan descarada y pueril, que no podía ser verdad. Debía ser una broma. Una broma muy mala e inoportuna.

—¿Estás bromeando, verdad? —preguntó finalmente, y ya no había ironía en su voz. Solo acero frío y cortante.

—¿Por qué “bromeando” enseguida? —preguntó Vadim sinceramente sorprendido—. Te estoy proponiendo un modelo familiar eficiente, donde cada uno hace lo que mejor sabe hacer. Yo desarrollo y creo capital futuro, y tú mantienes el nivel de vida actual. Es lógico. Solo que estás acostumbrada al sistema antiguo, pero hay que ser flexible.

Lo dijo tan simple, tan casualmente, como si sugiriera cambiar los muebles del salón. Y en ese momento Oksana lo entendió. No estaba bromeando. Realmente creía lo que decía. Estaba proponiendo en serio que ella se convirtiera en su patrocinadora personal, su apoyo y su banco, mientras él “invertía en sí mismo”. El aroma acogedor de la cena de repente le resultó nauseabundo, y la cocina familiar se volvió extraña y hostil. Una rabia fría y calculadora empezó a surgir desde lo más profundo de su alma, desplazando el asombro y la confusión.

Pasaron tres días. Tres días de un silencio espeso y viscoso, peor que cualquier discusión. Se movían por el apartamento como dos fantasmas invisibles, tocándose solo lo necesario y cruzando apenas frases funcionales. Pero la tensión crecía; el aire en el dormitorio y la cocina parecía cortarse con un cuchillo. Oksana esperaba. Le dio una oportunidad para recapacitar, para darse cuenta y decir que era la broma más estúpida de su vida. Pero Vadim no cambió de opinión. Al contrario, cada día se metía más en el papel de estratega e inversor brillante.

El viernes por la noche se tumbó en el sofá con una tableta, absorto en páginas de tuning de coches. Lo hacía de manera ostentosa, de vez en cuando murmurando y comentando en voz alta como si hablara consigo mismo, pero en realidad dirigiéndose a ella.

—¡Oh, mira este sistema de escape! El sonido será increíble. Solo setenta mil… Hay que comprarlo. Es imagen, es estatus.

Oksana, de pie junto a la ventana mirando las luces de la ciudad, se giró lentamente. La última gota de paciencia se evaporó. Se acercó y se plantó delante del sofá, bloqueando la pantalla de la tele donde parpadeaban imágenes mudas de una película de acción.

—Hice los cálculos, Vadim —su voz era tranquila, pero en esa calma había el frío del acero—. Tomé mi salario. Resté la hipoteca, todos los servicios, el seguro del coche y el coste promedio de la comida para dos. ¿Sabes qué queda? Casi nada. Apenas monedas para almuerzos en el trabajo.

Él apartó la vista de la tableta; en su rostro apareció una ligera irritación, como si ella lo hubiera interrumpido en algo realmente importante.

—¿Y qué? Ya lo expliqué. Son dificultades temporales. Las inversiones requieren sacrificios. Hay que mirar al futuro, no contar cada céntimo como un contable.

—¿Ah, sí? ¿Entonces lo que yo gano es NUESTRO, pero lo que tú ganas es TUYO? Cariño, ¿no crees que te has vuelto un poco descarado?

—Bueno…

—¡Llevamos cinco años juntos! ¡Tomamos esta hipoteca juntos, elegimos estos muebles juntos, carajo, fuimos felices juntos cuando conseguí este trabajo porque nos permitió respirar a los dos! ¿Y ahora decides que mi dinero es compartido, pero el tuyo son tus juguetes personales?

Su cara se torció. Se sentó en el sofá, tirando la tableta a un lado.

—¡No lo reduzcas todo a un nivel primitivo! ¡Estoy hablando de desarrollo, y tú me hablas de salchichas y alquiler! ¡No crees en mí! ¡Quieres que siga siendo un oficinista que trae el sueldo a casa y ve la tele en silencio! ¡Te conviene que dependa del bote común!

—¿Un hombre fuerte? —rió ella, pero la risa fue corta y amarga, sin un atisbo de diversión—. ¡Un hombre fuerte no se esconde detrás de su esposa! ¡Un hombre fuerte es un compañero, no un niño mimado que inventa un juego nuevo y exige que los demás paguen sus caprichos! ¿A esto le llamas “invertir en ti mismo”? No, Vadim. Esto es parasitismo. Parasitismo puro e infantil.

Él se levantó de un salto, la cara roja.

—¡Ya está, lo entiendo! ¡Hablar contigo es inútil! ¡Tienes mentalidad de pobre! ¡Nunca entenderás lo que son las verdaderas metas! ¡Se acabó la conversación!

Dicho esto, pasó junto a ella de manera ostentosa, cogió los auriculares de la mesa y se los puso, sentándose en la silla gamer y encendiendo la consola. Al momento, la habitación se llenó de disparos y explosiones. Se sumergió por completo en su mundo virtual, mostrándole que sus problemas reales eran solo ruido molesto para él. Oksana se quedó en medio del salón. Miró su espalda, el parpadeo de las luces en la pantalla, y sintió que algo dentro de ella finalmente se rompía. El último hilo que los unía. Él mismo había propuesto jugar. Pues bien, ella aceptaría sus reglas.

La mañana del día veinte comenzó con un silencio espeso y ensordecedor. Oksana se movía por el piso con la precisión de una máquina, preparándose para el trabajo. Ducha, café, maquillaje: un ritual perfeccionado, ahora convertido en su armadura. Vadim ya estaba en el salón. No con la consola, no. Estudiaba algo en el móvil con aire importante, anotando de vez en cuando en una libreta. Creaba la ilusión de actividad, fingiendo estar inmerso en asuntos serios, no solo esperando a que el éxito le cayera del cielo.

Oksana entró en la sala, bolso al hombro, lista para salir. Se detuvo a unos pasos de él.

—Hoy es día veinte, Vadim. Día de pagar la hipoteca.

Él no la miró, agitó la mano perezosamente hacia la cocina como espantando una mosca molesta. Su atención estaba completamente absorbida por la pantalla del móvil.

—Te lo dije, eso ahora es asunto tuyo. Asegura la retaguardia, ¿recuerdas? Yo tengo que centrarme en lo importante.

Esa frase, lanzada con tanta confianza casual, fue el detonante final en su cabeza. Discutir era inútil. Persuadir, humillante. Solo quedaba una cosa: actuar. Se giró en silencio y, en lugar de salir del piso, fue a su escritorio en la esquina del salón. Vadim la miró de reojo, una sombra de sonrisa satisfecha en los labios. Estaba seguro de que refunfuñaría, se enfadaría, pero al final haría lo que tenía que hacer: pagar. ¿A dónde más podría ir?

Oksana abrió su portátil con calma. Sin prisa, sin movimientos bruscos. La espalda perfectamente recta; los dedos encontraron el teclado con facilidad. Vadim, aún fingiendo estudiar cotizaciones o algo importante, la observaba de reojo. Escuchó los clics tranquilos de las teclas, los clics seguros del ratón. Ella entró en su cuenta bancaria, y él se felicitó mentalmente. Su estrategia funcionaba. Estaba rompiendo el sistema antiguo.

En la pantalla apareció la cantidad de la cuota mensual. Oksana miró los números con una frialdad desapegada. Era solo una tarea, una ecuación que resolver. Sin dudarlo, abrió la calculadora, dividió exactamente la cantidad por dos. Copió el número resultante y lo pegó en el campo de transferencia. Su dedo se detuvo un instante sobre el botón “Confirmar”. Ese era su Rubicón. El paso tras el cual no habría vuelta atrás. Lo pulsó. Una notificación de transacción exitosa iluminó la pantalla de verde, como un semáforo que permite avanzar hacia una nueva vida.

Luego cerró tranquilamente la web del banco y abrió las notas en el móvil. Creó una nueva lista. “Entrecot de vacuno – 1 pieza. Rúcula. Tomates cherry. Aguacate. Botella de buen vino tinto seco.” La lista era corta, egoísta y no preveía un segundo comensal. La guardó, bloqueó el móvil y se levantó lentamente.

Se giró hacia su marido. Él por fin apartó la vista del móvil y la miró con una expresión interrogante, ligeramente condescendiente. Esperaba un informe.

—Tienes razón —dijo ella con voz plana y sin vida.

Vadim levantó una ceja sorprendido. No esperaba ese inicio.

—Cada uno debe invertir en sí mismo —continuó, repitiendo sus propias palabras—. Acabo de pagar mi mitad de la hipoteca. Creo que al banco le encantará hablar contigo sobre la otra mitad. Puedes considerarlo tu primer proyecto serio de inversión.

Su expresión empezó a cambiar. La autosuficiencia dio paso a la confusión, luego a la sospecha creciente.

—¿Qué? —preguntó de nuevo, como si no hubiera oído.

—Hoy solo compraré comida para mí —siguió, ignorando su pregunta. Su voz no tembló ni un segundo—. Tu comida, como tu parte del préstamo, la proveerás tú mismo como hombre que invierte en sí mismo. Por cierto, la cena también es tu proyecto personal de hoy.

Se giró y, sin mirar atrás, salió. El sonido de la cerradura al cerrarse retumbó en el silencio del piso como un disparo. Vadim se quedó sentado en el sofá, mirando el lugar vacío junto al portátil. Poco a poco, con dolor, comprendió que el juego que tan brillantemente había inventado dejó de ser un juego. Y él ya no era el protagonista, sino solo el objeto de un experimento ajeno.

La tarde se oscureció, convirtiendo las ventanas en espejos negros que reflejaban la fría luz del salón. Vadim pasó todo el día en una espera sorda e irritada. No lo creía. No podía creer que su postura matutina fuera algo más que una histeria femenina, un gesto llamativo que se disiparía por la noche. Revisó su cuenta bancaria varias veces: la otra mitad de la hipoteca nunca llegó. Una llamada del banco, educada pero insistente, lo hizo sudar frío y balbucear algo sobre “un retraso técnico”. Tenía hambre. En la nevera, por desgracia, solo había un trozo de queso seco y medio limón.

Cuando la llave giró en la cerradura, se tensó. Se sentó en el sofá, adoptando una pose de dignidad ofendida, esperando. Había preparado un discurso sobre lo mezquino e indigno de su comportamiento, sobre cómo minaba los cimientos de su futuro. Estaba listo para perdonarla cuando, por supuesto, viniera a pedir disculpas.

Oksana entró en el piso. En sus manos, una sola bolsa de papel de una tienda gourmet. No lo miró. Se quitó los zapatos, fue a la cocina y, con un suave crujido, puso la bolsa sobre la encimera. Vadim observó cada uno de sus movimientos. La vio sacar un grueso filete de carne marmoleada envasada al vacío, un manojo de rúcula brillante, una rama de tomates cherry relucientes. Y por último, una botella de vino, la misma que solo compraban en ocasiones especiales.

Se movía sin prisa, con una gracia meditativa y distante. Desempaquetó el filete, lo secó con papel, lo untó generosamente con sal y pimienta. Puso una sartén de hierro pesado al fuego. Ni una palabra. Ni una mirada hacia él. Actuaba como si él no existiera en ese piso. El aroma del aceite caliente empezó a llenar la cocina. Vadim tragó saliva. Su seguridad empezó a derretirse, dando paso a una inquietud ansiosa. Ya no era un espectáculo para él. Era otra cosa.

La carne cayó en la sartén con un chisporroteo ensordecedor. La cocina se llenó instantáneamente de un aroma espeso y embriagador a carne asada. Oksana, sin prisas, abrió el vino, llenó una copa alta y dio un sorbo, cerrando los ojos. Luego lavó las verduras, rompió las hojas de ensalada en un bol grande, añadió los tomates partidos. Cocinaba como una artista pintando un cuadro: con confianza, maestría y evidente disfrute.

Él no aguantó más. Se levantó y se acercó al límite de la cocina, deteniéndose en el umbral.

—¿Y esto qué significa? —Su voz fue más aguda de lo que pretendía.

Oksana le dio la vuelta al filete. Apareció una costra caramelizada perfecta. Añadió una ramita de romero y un diente de ajo machacado a la sartén. El aroma se volvió aún más intenso y complejo. Tomó la copa y dio otro sorbo, girándose a medias hacia él.

—Significa que estoy haciendo la cena —respondió como si explicara lo obvio a alguien con poca capacidad.

Cuando el filete estuvo listo, lo pasó a una tabla de madera para que “reposara”. Puso la mesa. Para una sola persona. Un plato caro, cubiertos pesados, servilleta, copa de vino. Cortó la carne en lonchas —salió jugo rosado—. Colocó los trozos en el plato junto a un montón de ensalada fresca aliñada con aceite de oliva. Se sentó, tomó cuchillo y tenedor y cortó el primer trozo. Se lo llevó a la boca, masticando despacio y con visible placer.

Vadim contemplaba la escena, una ola turbia de rabia y humillación subía en su alma. Era un extraño en esa fiesta de la vida. Un espectador ni siquiera invitado a la galería. No era nadie.

—¿Y yo? —soltó. Una pregunta patética e infantil que finalmente arrancó su máscara de “estratega”.

Oksana ni siquiera levantó la vista. Cortó otro trozo de carne, lo pinchó elegantemente con una hoja de rúcula. Dio otro sorbo de vino, saboreando el regusto. Y solo entonces, sin mirarlo, lanzó por encima del hombro una frase fría y afilada como un bisturí:

—Cariño, la cena es tu proyecto personal de hoy. Empieza a invertir en ti mismo desde hoy. Y esto vale para todo a partir de ahora…

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