Dedos de luna
En las tierras salvajes de Guerrero, donde las nubes negras cubren el paisaje de repente y las lluvias feroces golpean la montaña, vivÃa Toño. Su mundo era sencillo, pero estaba lleno de magia y misterio. El protagonista de esta historia, Toño, era un niño curioso y sensible, que encontraba en su abuelo, Don Gregorio, el refugio más cálido y seguro que podÃa imaginar. Don Gregorio era diferente a todos los demás; su ternura era más suave que la brisa sobre la hierba y más dulce que el arrullo de las palomas que paseaban frente a su casa.
Pero habÃa algo más, algo que hacÃa especial a Don Gregorio: él era el artesano de máscaras del pueblo, el creador de retratos esmaltados y brillantes, de diablos de ojos penetrantes, reyes, murciélagos, sapos y monstruos de ojos vacÃos. Las máscaras, nacidas de sus manos y de su corazón, tenÃan un propósito sagrado: eran el alma de la danza de la cosecha, la celebración del cambio de estación.
Cada dÃa, Toño y su abuelo compartÃan horas en el taller, rodeados de olor a madera y pintura, trabajando juntos en la creación de máscaras. Solo usaban Zompantle, una madera seca y ligera, perfecta para que las máscaras no fueran una carga sino una extensión del rostro, tan livianas como un velo.
—Mira, hijo —decÃa Don Gregorio, mientras tallaba con paciencia—, una máscara debe ser parte de la cara, ligera, para que hasta los pies se sientan jubilosos al bailar.
Toño escuchaba fascinado, observando las manos de su abuelo. Eran manos morenas, bordadas de arrugas y venas gruesas, no grandes, pero sà largas y fuertes, de uñas anchas y planas, rematadas por lunas blancas.
—Abuelito —preguntó Toño un dÃa, con la curiosidad brillando en sus ojos—, tienes lunas en los dedos, mira qué grandes y blancas.
Don Gregorio rio, sus ojos oscuros chispearon con humor.
—Caray, hijo, tengo dedos de luna —respondió, y Toño comenzó a bailar sobre el aserrÃn, repitiendo entre risas:
—Dedos de luna, dedos de luna.
El abuelo reÃa también, contagiado por la alegrÃa inocente de su nieto.
A veces, mientras trabajaban, Don Gregorio contaba historias de las danzas. Toño adoraba los relatos de los danzantes que cantaban y saltaban, moviéndose al ritmo de la música hasta que las máscaras parecÃan cobrar vida. Cuando se cansaban, paseaban juntos bajo el sol, escuchando el murmullo del rÃo sobre las rocas y el parloteo de los guajolotes.
—Mira Toño, creo que la próxima máscara será de guajolote —decÃa el abuelo, y ambos reÃan ante la ocurrencia.
Un atardecer, Don Gregorio colgó lentamente una máscara en la pared, la luz dorada del sol poniente iluminaba los surcos tallados como venas y la barba que caÃa suavemente. Era la máscara de un anciano.
—Caray, creo que esta será la última máscara —dijo Don Gregorio con voz cansada—. Ya estoy viejo y cansado.
—Entonces yo las haré —respondió Toño, como en broma—, asà tú descansas.
El abuelo sonrió, acercando al muchacho y acariciándolo con sus dedos de luna.
Toño sintió que su abuelo se parecÃa al Zompantle: ligero y frágil. Le dio un fuerte abrazo, temiendo perderlo.
—Mijo, cuando me vaya, tú harás las máscaras —dijo el anciano con dulzura.
—No, no te irás, abuelo —replicó Toño, casi suplicando—. Te quedarás conmigo para enseñarme a tallar y a pintar, para decirme si mi trabajo es bueno.
—No siempre, hijo —respondió el abuelo serenamente.
Pasaron los dÃas y una noche, bajo la luz de una media luna y el canto lejano de un tecolote, Don Gregorio murió.
La ausencia del abuelo llenó a Toño de una soledad desconocida y profunda. Don Gregorio siempre habÃa estado ahÃ, como el aire o las nubes, pero ahora faltaba.
Sin saber por qué, Toño caminó con desgano hacia el taller, aquel lugar que habÃa sido testigo de risas y trabajo compartido. El olor a pintura y madera lo envolvió, y las lágrimas llenaron sus ojos, aunque él no lo notó.
Pensó en los dedos de luna, largos y delgados, y deseó poder acariciarlos una vez más.
Las máscaras colgaban de la pared, miradas fijas, vacÃas, insolentes. De pronto, Toño las odió. QuerÃa olvidarlo todo: las máscaras, el dolor, los recuerdos.
—Olvidar, olvidar, olvidar —se repetÃa para sà mismo, buscando escapar del sufrimiento.
Con golpes feroces arremetió contra las máscaras, torciendo algunas, quebrando otras.
A través de sus lágrimas, la máscara del anciano lo miraba con malicia.
Toño la tiró al suelo y la barba de la máscara se rompió.
Después, todo quedó en silencio, excepto el latido de su propio corazón.
—Yo también lo querÃa —susurró una voz suave detrás de él.
Toño se volteó lentamente. Era su madre.
—No te enojes, hijo —le dijo con ternura—.
—Es que no lo puedo evitar —balbuceó Toño—. No es justo, no es justo, mamá. TenÃamos tanto que hacer juntos, tanto que me iba a enseñar…
—Hijo, nunca estamos preparados para perder lo que queremos —le interrumpió su madre—. Pero, ¿a poco no fue una alegrÃa muy grande tener un abuelo como el tuyo? Un hombre tan cariñoso, tan tierno, que hizo cosas tan bellas.
—¿No fue un gusto aprender de él? Ver el mundo a través de su bondad.
Toño se quedó mudo, las palabras se le atoraron en la garganta.
—Mira, mijo, no te enojes por lo que no puedes cambiar —continuó la madre—. Tu abuelo se ha ido, pero tenemos recuerdos de él; mira las máscaras, qué bellas, todo eso fue lo que nos dejó.
Toño aún no podÃa hablar. Levantó la máscara rota y la abrazó, sintiendo cómo la belleza y la tranquilidad regresaban poco a poco. Pensó en los dedos de luna trabajando la madera con paciencia y amor, y deseó algún dÃa poder hacer máscaras tan finas como las de su abuelo.
De algo estaba seguro: lo intentarÃa con toda su alma. Pero sabÃa que todavÃa era demasiado pronto para eso; aún era tiempo de pensar, tiempo de recordar.
Toño miró a su madre y le agradeció con la mirada.
Afuera, la música del pueblo seguÃa, y aunque la tristeza era profunda, en el corazón de Toño comenzaba a florecer una esperanza silenciosa.
HabÃa perdido a su abuelo, pero no el amor ni la memoria.
Por delante quedaba la vida, y Toño sabÃa que, algún dÃa, sus propias máscaras también llevarÃan lunas en los dedos.
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