Durante dieciséis años, un hombre de negocios buscó a su hija desaparecida sin saber que ella llevaba mucho tiempo viviendo y trabajando bajo su propio techo.

Svetlana sollozaba, con el rostro hundido en la almohada. Sus gemidos rompían el silencio de la habitación. Alexéi no podía quedarse quieto: iba y venía, intentando comprender cómo pudo ocurrir una tragedia así.

—¿Cómo pudimos perder a una niña? —preguntó, conteniendo la ira.

—¡Yo no la perdí! —exclamó Svetlana—. Estábamos sentadas en un banco, Olga jugaba en el arenero. Había muchos niños alrededor, lo sabes bien. ¡Nadie tiene los ojos puestos en un solo niño las veinticuatro horas! Después todos se fueron… ¡Inmediatamente busqué por todas partes, revisé cada rincón y luego te llamé!

La voz de Svetlana se quebró y rompió en llanto aún más fuerte. Alexéi se arrodilló a su lado y le puso la mano suavemente sobre el hombro.

—Perdóname —dijo más suavemente—. Lo entiendo. No es una simple desaparición. Nos la arrebataron. Los encontraré. La encontraré, estoy seguro.

La búsqueda de la niña de cinco años comenzó de inmediato. La policía trabajaba sin descanso, peinando patios, sótanos, parques y zonas boscosas. Se movilizaron todos los recursos, pero ni una sola pista. Parecía haberse desvanecido.

Alexéi parecía haber envejecido diez años en una noche. Recordaba el juramento que le hizo a su primera esposa, moribunda: hacer de Olga la niña más feliz y protegerla más que a su propia vida. Dos años después de la muerte de su esposa, se casó con Svetlana por insistencia de ella: «Olga necesita el cariño de una mujer», decía. Sin embargo, su relación nunca terminó de consolidarse, pero Alexéi esperaba que fuera solo una fase.

Durante un año, se sumió en el alcohol: a veces borracho hasta la inconsciencia, a veces rechazando una sola copa. Mientras tanto, la empresa era gestionada por su joven esposa, lo que no le molestaba. Su única ocupación diaria era llamar a la policía. Siempre la misma respuesta: «Sin novedades».

Un año después de la desaparición, Alexéi fue al parque donde todo comenzó. Lágrimas corrían por sus mejillas.

—Un año… Un año sin ella…

—Tienes razón, llora, las lágrimas purifican el alma —dijo una voz a su lado.

Alexéi se sobresaltó. A su lado estaba Baba Dacha, la portera del barrio que vivía allí desde la creación de ese lujoso complejo. Parecía eterna, inmutable, parte del paisaje.

—¿Cómo seguir adelante ahora? —le preguntó.

—No como hoy. Ya no pareces un hombre. ¿Y si Olga regresa, qué pensará de ti? Además, ¿qué les has hecho a esas personas?

—¿De quién hablas? ¿Qué tienen que ver las personas?

—Tu esposa está vendiendo la empresa, los empleados se quedan sin trabajo. Les diste esperanza y ahora los echas como basura.

—Eso es imposible…

—Pues sí. Y hasta podrían envenenarte: entonces tu hija no tendría a quién volver.

Baba Dacha se fue, su voz se perdió entre el suave chirrido de su escoba en el asfalto.

Alexéi se quedó sentado un rato, luego volvió a casa. En una hora, se recompuso. Al mirarse en el espejo, un escalofrío lo recorrió: veía a un anciano delgado y demacrado, casi irreconocible.

Subió al coche, que no había conducido en un año, y fue a la oficina. Una extraña efervescencia lo invadió: sentía la vida regresar.

En la planta baja, en lugar de la administradora que conocía, una joven veía videos sin mirarlo. En el segundo piso, su fiel secretaria, Lidia Serguéievna, había sido reemplazada por una nueva empleada con maquillaje excesivo. Al verlo, intentó detenerlo:

—¡No puede entrar aquí!

Él la apartó suavemente y siguió adelante. En su despacho, Svetlana estaba de rodillas junto a un hombre joven. Al ver a Alexéi, ella se levantó rápidamente para arreglarse la ropa.

—¡Liocha! ¡Puedo explicarlo todo!

—Fuera. Tienes dos horas para desaparecer de la ciudad.

Svetlana se fue, seguida de su amante, pálido y sudoroso. Alexéi añadió con voz fría:

—Eso también va para usted.

Unos minutos después, reunió a todos los jefes de departamento. Luego llamó a Lidia Serguéievna, que se había ido después de que Svetlana despidiera a todo el personal clave.

—La llamé, pero no respondió —dijo ella.

—Vuelva lo antes posible. La estamos esperando.

Así comenzó el renacimiento de la empresa. Alexéi no salió de la oficina durante casi cuarenta y ocho horas, poniendo orden y despidiendo a los traidores. Al volver a casa, sonrió amargamente: Svetlana había tenido tiempo de llevarse todo lo de valor. Pero no importaba: solo esperaba que no se agotara demasiado. Mientras tanto, ya le había cortado el acceso a las cuentas bancarias.

La gente se preguntaba: ¿qué le pasó? ¿Dónde estaba aquel hombre bueno y conciliador? En su lugar había un líder implacable, cuyas decisiones eran irrevocables.

Cinco años después, la empresa prosperaba. Diez años después, era líder regional, absorbiendo a la mayoría de sus competidores. Ya no solo le temían: le tenían pavor. Pero tres personas aún veían al hombre tras la máscara: Lidia Serguéievna, la ama de llaves Valentina Stepanovna y Baba Dacha. Sabían que ocultaba un dolor profundo.

Una noche, Valentina Stepanovna entró en su despacho.

—Alexéi Mijáilovich, ¿puedo molestarlo un minuto?

—Pase, claro.

Apartó sus papeles, bostezó y sonrió:

—¿Qué huele tan bien? ¿Son crepas?

La ama de llaves rió:

—Lo adivinó. Seguro que lo hace para que no pueda decirle que no.

—Tal vez. ¿Qué sucede?

—Desde que nos mudamos a la nueva casa, no puedo con todo sola. La casa es enorme, el jardín, las flores… Ya no soy joven, ¿sabe?

Alexéi frunció el ceño:

—¿Quiere contratar a alguien?

—No, no se preocupe. Solo quería pedirle permiso para contratar un/a asistente.

Lo pensó un momento:

—De acuerdo, pero que sea discreto. Nada de ruidos ni alborotos.

—¿Le he fallado en quince años?

—Jamás —respondió él sonriendo—. ¿Y esas crepas están listas?

—Ah, conoce mis puntos débiles… —rió ella.

Al día siguiente, Alexéi no fue a la oficina. Como cada año, fue al parque donde su hija desapareció dieciséis años atrás. Cada año acudía allí como a un funeral. Se sentaba en el banco, miraba a los niños, contemplaba el cielo, a veces lloraba, pero casi siempre guardaba silencio. Al anochecer, regresaba a casa, se encerraba en su despacho y tomaba un whisky: el único día del año en que dejaba salir su dolor.

Esta vez, al volver, tuvo una sorpresa:

—Le mostraba dónde están los productos de limpieza, los trapos y los guantes —explicaba Valentina.

Se irritó: ¿por qué la había traído justo hoy?

Antes de que pudiera irse, dos figuras aparecieron en la sala: Valentina, acompañada de una joven frágil de unos veinte años. Ella se apartó tímidamente un mechón rebelde.

Alexéi sintió un nudo en el corazón: algo en su mirada despertó una emoción profunda.

—Alexéi Mijáilovich, le presento a Oksana, mi nueva asistente. No la moleste —ordenó Valentina.

La joven asintió en silencio.

—¿Habla? —preguntó él.

—Sí, pero… poco y no muy bien. Pero algo es algo.

Valentina se llevó a Oksana y Alexéi se dejó caer en su sillón. Un presentimiento lo inquietaba, como un hilo invisible tirando del pasado. No podía entender por qué.

Se sirvió un whisky, abrió el álbum familiar y comenzó su ritual anual: mirar las fotos de Olga: su primera sonrisa, sus primeros pasos, su “papá”…

Al llegar a la página de su cuarto cumpleaños, se detuvo en seco, tomó una lupa y fijó la vista en un detalle de la foto. Su corazón se detuvo.

Corrió a la cocina y encontró a Valentina, desconcertada.

—¿Qué ocurre?

—¿Dónde está? ¿Dónde está su asistente?

Valentina señaló la puerta del salón. Alexéi corrió: Oksana estaba allí, temblando. Esos ojos… los reconoció al instante. Tomó su muñeca y levantó la manga: una pulsera infantil, gastada y descolorida, pero familiar.

La voz de Alexéi temblaba:

—Toma un cuaderno. ¡Rápido!

Valentina trajo un bolígrafo y un cuaderno. Oksana escribió:

«No sé nada. Siempre estuvo ahí. Es lo único que me queda de mi infancia.»

—¿No recuerdas nada? —preguntó Alexéi, con el miedo creciendo en él.

Ella negó con la cabeza y escribió:

«No. Estaba enferma. Solo recuerdo a partir de los siete años.»

Alexéi apretó los dientes para no gritar.

—¿Quiénes son tus padres?

Ella escribió:

«No lo sé. Vivía con gitanos. Me fui cuando quisieron casarme.»

Valentina rompió en llanto:

—No puede ser…

Alexéi quedó paralizado: ¿podía ser su hija? ¿Por qué no la encontró antes? Si no era ella, ¿quién era? ¿Y por qué esa pulsera? ¿Por qué esos ojos?

—Vamos a la clínica —dijo con voz firme.

Oksana miró a Valentina, que asintió:

—No te preocupes, iré contigo.

Esa semana fue la más larga de su vida, peor que el día en que Olga desapareció. Apenas se atrevía a salir de casa, temiendo perder la esperanza. ¿Y si no era ella? ¿Y si se equivocaba?

—Lidia Serguéievna, llame al jefe de seguridad. Se cancelan todas las citas. Esta semana no existo. Que los acuerdos esperen, firmaré nuevos contratos.

Cuando todos estuvieron reunidos, el jefe de seguridad pidió hablar a solas con Oksana. Lidia intervino:

—No la asustes, hijo; ya está bastante alterada.

El jefe, rojo como un tomate, balbuceó que dejaría que la bondad hiciera su trabajo.

Oksana lloraba en silencio: no entendía la tensión, las miradas, las palabras.

El médico y el jefe de seguridad llegaron juntos. Alexéi los miró con desconfianza:

—¿Se pusieron de acuerdo para venir juntos?

—Yo primero —dijo el médico—. Esta joven es su hija.

El mundo pareció apagarse. Alexéi cayó de rodillas, aturdido. Cuando abrió los ojos, seguía buscando una explicación.

—Los gitanos la secuestraron —explicó el jefe de seguridad—. Recibieron órdenes y mucho dinero para venderla.

—¿Quién? —preguntó Alexéi con voz ronca.

—Svetlana.

Cerró los ojos. Jamás pensó que ella llegaría tan lejos.

—La encontraré —susurró.

—No hace falta —dijo el médico—. Vive en la miseria, lo ha olvidado todo. Quizá ni siquiera te reconozca.

En la sala, Valentina Stepanovna miraba a Alexéi con compasión. Él solo veía a Oksana, la joven temblorosa frente a él. Se arrodilló:

—Perdóname, hija. Perdóname por no haberte encontrado antes. Quienes te hicieron daño serán castigados. Te lo prometo. Perdón, pequeña.

Oksana miró su pulsera, dudó y murmuró con voz lejana:

—Papá… Tú me la regalaste por mi cumpleaños. Tenía cuatro años.

Un año después, ella ingresó a la universidad: estudiante de primer año, alegre, sonriente, libros en mano, apurada por llegar a clase. En sus ojos ya no había miedo, solo una nueva claridad. Nadie, entre quienes conocían su pasado oscuro, podría haber reconocido a la niña que le arrebataron años atrás.