El apache dejó embarazada a la reina, y lo que ocurrió después fue sorprendente.
En los dorados muros del palacio de Nueva Castilla, donde el poder se medía por la pureza de la sangre y los títulos heredados, vivía una mujer cuya corona pesaba más que el oro del que estaba hecha. Isabel la de Montemayor, llamada por muchos la reina bastarda, había llegado al trono por matrimonio, pero su reinado estaba manchado por el desprecio de quienes nunca aceptaron que una mestiza pudiera gobernar tierras españolas. Su piel dorada brillaba como miel bajo los candiles del salón real, pero esa belleza, que debería haber sido su gloria, se había convertido en su maldición. Los nobles susurraban cuando pasaba, las damas la servían con frialdad calculada y hasta los sirvientes evitaban mirarla a los ojos. “Sangre impura”, murmuraban en los pasillos. Una india con corona.
El rey Fernando, su esposo, había muerto hace meses en una expedición militar, dejándola viuda a los veinticinco años y sin herederos que legitimaran su posición. Los buitres de la corte ya planeaban su caída, esperando el momento preciso para reclamar el trono para alguien de sangre limpia. Isabela lo sabía. Sentía sus miradas hambrientas cada vez que entraba al salón de consejos.
Era una tarde de noviembre cuando el destino tocó las puertas del palacio con el sonido de cadenas y gritos de guerra. Los soldados habían regresado de una incursión en territorio Apache, trayendo consigo un grupo de prisioneros que serían exhibidos como trofeos antes de ser ejecutados en la plaza pública. Era una tradición cruel que Isabela despreciaba, pero que no tenía poder para detener sin arriesgar su ya frágil posición.
Desde la ventana de su habitación privada, Isabela observó cómo arrastraban a los cautivos al patio interior del palacio. Entre ellos destacaba un hombre alto y fuerte, con el cabello negro cayendo sobre sus hombros desnudos y cicatrices que contaban historias de batallas honorables. Incluso encadenado y golpeado, mantenía la cabeza en alto con una dignidad que muchos cortesanos no poseían. “Tlacael”, escuchó que gritaba uno de los soldados, pronunciando el nombre como una maldición. “El guerrero que mató a veinte de nuestros hombres en la batalla del río Colorado”.
Isabela sintió algo extraño removiéndose en su pecho. No era compasión común, sino algo más profundo y peligroso. Había algo en los ojos de ese hombre, en la forma en que resistía el dolor sin emitir un solo quejido, que despertó en ella una emoción que creía muerta desde la muerte de Fernando.
Esa noche, cuando el palacio se sumió en el silencio, Isabela bajó a las mazmorras con una capa oscura cubriendo su identidad. Había sobornado al guardia con monedas de oro y la promesa de mayores recompensas si mantenía silencio. El hedor, la humedad y el sufrimiento la golpearon como una bofetada al descender por las escaleras de piedra. Tlacael estaba encadenado a la pared de la celda más profunda, su cuerpo magnífico, marcado por los golpes pero sin quebrar. Cuando la vio acercarse con una antorcha en la mano, sus ojos oscuros se fijaron en ella con una intensidad que la hizo temblar.
“¿Vienes a burlarte de tu prisionero, mujer española?”, preguntó en un español perfecto, con un acento que hacía que cada palabra sonara como un desafío.
Isabela se quitó la capucha, dejando que la luz de la antorcha iluminara su rostro. Vio cómo los ojos del guerrero se agrandaron al reconocer sus rasgos mestizos. “No soy completamente española”, murmuró acercándose a los barrotes. “Mi madre era zapoteca. Como tú, soy prisionera en este lugar, aunque mis cadenas sean de oro”.
Algo cambió en la expresión de Tlacael. La hostilidad se desvaneció, reemplazada por una curiosidad intensa. “Tienes sangre de mi pueblo en las venas y sin embargo gobiernas a quienes nos odian”.
“Gobierno porque debo”, respondió Isabela, extendiendo un cuenco de agua fresca a través de los barrotes. “Pero mi corazón nunca ha pertenecido a estos muros fríos”.
Tlacael bebió el agua con avidez, sin apartar la mirada de su rostro. Cuando terminó, sus dedos rozaron los de ella al devolver el cuenco. Isabela sintió como si un rayo hubiera atravesado su cuerpo. “¿Por qué arriesgas tu posición viniendo aquí?”, preguntó él, su voz más suave ahora.
Isabela no tenía respuesta. Solo sabía que algo en su interior la había impulsado a bajar, algo que no entendía pero que no podía ignorar. “Porque en tus ojos veo lo que he perdido”, susurró finalmente. “Veo libertad”.
Los días siguientes se convirtieron en una rutina secreta y peligrosa. Isabela visitaba las mazmorras cada noche, llevando comida, medicina para las heridas de Tlacael y, sobre todo, conversación. Hablaban de sus pueblos, de las injusticias que ambos habían sufrido, de los sueños que habían perdido y de los que aún mantenían vivos. Tlacael le contó sobre las montañas de su tierra, donde el viento llevaba canciones ancestrales y donde un hombre podía ser juzgado por sus actos, no por su sangre. Isabela le habló de la soledad de la corona, de cómo había llegado a un poder que nunca había deseado y de cómo cada día luchaba contra quienes querían destruirla.
“En mi tribu”, le dijo Tlacael una noche, mientras ella curaba una herida en su brazo, “las mujeres fuertes son veneradas, no despreciadas. Eres más reina de lo que ellos merecen”.
Las palabras tocaron algo profundo en el corazón de Isabela. Nadie, ni siquiera su difunto esposo, la había hablado con tal respeto y admiración. Cuando sus manos se encontraron mientras ella vendaba la herida, ambos sintieron la electricidad del deseo prohibido corriendo entre ellos.
La transformación fue gradual, pero inevitable. Lo que había comenzado como compasión se convirtió en admiración, la admiración en atracción y la atracción en un amor peligroso que amenazaba con consumirlos a ambos. Isabela empezó a contar los minutos hasta que pudiera escapar de las obligaciones de la corte y refugiarse en la oscuridad de las mazmorras, donde podía ser ella misma. Tlacael, por su parte, había encontrado en Isabela algo que nunca esperó encontrar en territorio enemigo: una mujer que entendía su alma, que respetaba su cultura y que veía en él no un salvaje, sino un hombre de honor.
La noche en que todo cambió, Isabela bajó a las mazmorras con el corazón latiendo como tambor de guerra. Los planes para la ejecución pública de los prisioneros habían sido acelerados y sabía que le quedaba poco tiempo. Cuando llegó a la celda de Tlacael, las palabras se atascaron en su garganta. “Van a matarte mañana”, logró susurrar, las lágrimas corriendo por sus mejillas.
Tlacael se acercó a los barrotes todo lo que sus cadenas le permitían. “Entonces esta será nuestra última noche”, dijo su voz quebrada de emoción. “Isabela, quiero que sepas que estos días contigo han sido los más felices de mi vida”.
Algo se quebró dentro de Isabela. Tomó las llaves que había robado del cinturón del guardia y abrió la celda. Tlacael la miró con asombro mientras ella se acercaba y liberaba sus cadenas. “Si vas a morir mañana”, murmuró tomando su rostro entre sus manos, “entonces esta noche serás libre, serás mío y yo seré tuya”.
Se besaron con la desesperación de quienes saben que el tiempo se les escapa, con la pasión de dos almas que habían encontrado su otra mitad en el lugar más inesperado. En la oscuridad húmeda de la mazmorra, rodeados por el peligro y la muerte inminente, Isabela y Tlacael se entregaron el uno al otro con una intensidad que trascendía las diferencias de raza, cultura y posición social. Hicieron el amor como si el mundo fuera a terminar al amanecer, porque para ellos así sería.
Isabela sabía que estaba arriesgando todo, su corona, su vida, su legado, pero en los brazos de Tlacael había encontrado algo más valioso que todos los tesoros del reino. Había encontrado el amor verdadero.
Cuando el alba comenzó a filtrarse por las pequeñas ventanas de la mazmorra, Isabela se vistió en silencio, sabiendo que debía regresar a su habitación antes de que notaran su ausencia. Tlacael la observó grabando cada detalle de su rostro en su memoria. “Pase lo que pase”, le dijo tomando sus manos una última vez, “siempre serás mi reina”.
Isabela no podía hablar, solo pudo besarlo una vez más antes de salir de la celda y volver a cerrarla, sabiendo que había dejado su corazón del otro lado de esos barrotes.
Lo que ninguno de los dos sabía era que esa noche de amor desesperado había plantado una semilla que cambiaría el curso de la historia, una semilla que crecía en el vientre de la reina y que pronto revelaría al mundo que el amor verdadero no conoce fronteras ni barreras.
Los acontecimientos que seguirían pondrían a prueba no solo su amor, sino su voluntad de sobrevivir en un mundo que condenaba su unión. Porque cuando la corte descubriera que la reina mestiza llevaba en su vientre al hijo de un guerrero Apache, las consecuencias serían más devastadoras de lo que cualquiera podía imaginar.
News
“Cállate y trabaja” — El millonario humilla a la criada… 5 minutos después termina de rodillas.
“Cállate y trabaja” — El millonario humilla a la criada… 5 minutos después termina de rodillas. La sala resplandecía bajo…
Él echó a su esposa jamaicana y a su bebé de su casa por una amante — años después, lo que ocurrió sorprendió a todos.
Él echó a su esposa jamaicana y a su bebé de su casa por una amante — años después, lo…
Ningún empleado se atrevió a desafiar al CEO multimillonario arrogante — hasta que el nuevo cocinero negro lo dejó sin palabras.
Ningún empleado se atrevió a desafiar al CEO multimillonario arrogante — hasta que el nuevo cocinero negro lo dejó sin…
“No eres nada sin mí—¡una ama de casa sin un centavo!” declaró el esposo durante el divorcio. Pero él no sabía que mi “pasatiempo” era una empresa con una facturación de siete cifras.
“No eres nada sin mí—¡una ama de casa sin un centavo!” declaró el esposo durante el divorcio. Pero él no…
El novio golpeó a la novia delante de todos los invitados, ¡pero lo que pasó después te sorprenderá!
El novio golpeó a la novia delante de todos los invitados, ¡pero lo que pasó después te sorprenderá! **En una…
Todos humillaron a la pobre hija del mecánico en la fiesta… y lo que hizo después nadie lo olvidó.
Todos humillaron a la pobre hija del mecánico en la fiesta… y lo que hizo después nadie lo olvidó. **En…
End of content
No more pages to load