el conductor del autobús echó a una anciana de 80 años que no había pagado su boleto. Ella respondió solo con un par de palabras.

— Señora, no tiene boleto. Por favor, bájese del autobús — espetó el conductor, mirando a la frágil mujer con el abrigo viejo que apenas se aferraba al pasamanos para no caerse.

El autobús estaba casi vacío. Afuera, la nieve mojada caía lentamente y el crepúsculo gris envolvía la ciudad. Ella no dijo nada, solo apretó con más fuerza su gastada bolsa de la compra, de esas que suelen usarse para los víveres.

— ¡Le dije que se baje! ¡Esto no es un asilo! — alzó la voz el conductor.

El autobús pareció congelarse. Algunas personas apartaron la mirada, fingiendo no notar nada. Una chica junto a la ventana se mordió nerviosa el labio. Un hombre con abrigo oscuro frunció el ceño, pero permaneció sentado.

La anciana se dirigió lentamente hacia la salida. Cada paso era una lucha. Las puertas se abrieron de golpe con un fuerte silbido y un viento helado le golpeó el rostro. Se detuvo en el escalón, con la mirada fija en el conductor.

Y entonces habló, en voz baja pero firme:

— Yo una vez di a luz a personas como usted. Con amor. Y ahora ni siquiera me dejan sentarme.

Luego bajó y se alejó caminando.

El autobús permaneció parado con las puertas abiertas. El conductor se giró, como si quisiera esconderse de sus propios pensamientos. En algún lugar del fondo del autobús, alguien sollozaba. La chica de la ventana se secó las lágrimas. El hombre del abrigo se levantó y se dirigió a la puerta. Uno a uno, los pasajeros comenzaron a abandonar el autobús, dejando sus boletos en los asientos.

En cuestión de minutos, el autobús quedó vacío. Solo el conductor permaneció, sentado en silencio, con el “lo siento” no pronunciado ardiendo dentro de él.

Mientras tanto, la anciana caminaba lentamente por la carretera nevada. Su silueta se desvanecía en el crepúsculo, pero cada paso que daba irradiaba dignidad.

A la mañana siguiente, el conductor fue a trabajar como siempre. Todo parecía igual: la hora temprana, el termo de café, la lista de rutas. Pero algo dentro de él había cambiado para siempre.

No podía deshacerse de la inquietud. Apenas había dormido, atormentado por el recuerdo de sus ojos — no enojados, no ofendidos, solo… cansados. Y las palabras que resonaban en su mente: “Yo una vez di a luz a personas como usted. Con amor.”

Mientras conducía su ruta, se encontraba escaneando cuidadosamente los rostros de los ancianos en las paradas. Quería encontrarla, aunque no estaba seguro de por qué. ¿Para pedirle perdón? ¿Para ayudarla? ¿O al menos para admitir que sentía vergüenza?

Pasó una semana.

Una tarde, cuando su turno estaba terminando, vio una figura familiar en la parada cerca del viejo mercado — pequeña, encorvada. La misma bolsa, el mismo abrigo.

Detuvo el autobús, abrió las puertas de par en par y bajó.

— Abuelita… — dijo en voz baja. — Lo siento. Aquella vez… me equivoqué.

Ella levantó la mirada hacia él. Y entonces… sonrió suavemente. Sin reproche. Sin enojo.

— La vida, hijo, nos enseña a todos algo. Lo importante es escuchar. Y tú — tú escuchaste.

Él la ayudó a subir al autobús y la sentó en el asiento delantero. Durante el trayecto, sacó su termo y le ofreció un poco de té. Viajaron en silencio. Pero era un silencio distinto — cálido, amable. Parecía aliviar ambos corazones.

Desde ese día, siempre llevaba algunas fichas extra en el bolsillo — para quienes no podían pagar su boleto. Especialmente para las abuelitas.

Cada mañana, antes de comenzar su turno, recordaba sus palabras. Se convirtieron no solo en un recordatorio de su culpa, sino en una lección — la de ser humano.

La primavera llegó de repente. La nieve se derritió rápidamente y pronto aparecieron ramos de campanillas en las paradas de autobús — abuelitas vendiéndolos, tres flores envueltas en celofán. Empezó a reconocer sus rostros, saludarlas, ayudarlas a subir al autobús. A veces, solo sonreía — y veía cuánto significaba eso para ellas.

Pero nunca volvió a ver a aquella abuelita en particular.

La buscó todos los días. Preguntó por ella, la describió. Alguien dijo que quizá vivía cerca del cementerio, más allá del puente. Incluso fue allí varias veces en su día libre — sin uniforme, sin autobús. Solo caminando. Buscando.

Y un día, lo encontró: una modesta cruz de madera con una fotografía en un marco ovalado. Esos mismos ojos.

Se quedó allí mucho tiempo, en silencio. Los árboles susurraban arriba, la luz del sol se filtraba entre las ramas.

A la mañana siguiente, un pequeño ramo de campanillas reposaba en el asiento delantero de su autobús. Él mismo los había recogido. Al lado, colocó un cartel de cartón que había recortado a mano:

“Para quienes han sido olvidados. Pero que nunca nos olvidaron a nosotros.”

Los pasajeros leían el cartel en silencio. Algunos sonreían. Algunos dejaban una moneda en el asiento. Y el conductor simplemente seguía su camino. Más despacio, con más cuidado. A veces se detenía un poco antes — para que una abuelita pudiera alcanzar el autobús.

Porque ahora entendía: Cada abuelita es la madre de alguien. Cada sonrisa es un gracias. Y cada “solo unas pocas palabras” — puede cambiar la vida de alguien.