En los archivos secretos del tribunal del Santo Oficio de Puebla, entre legajos amarillentos y sellos de lacre quebrados por el tiempo, se conserva uno de los expedientes más escandalosos y sangrientos del México virreinal. Un caso que la Iglesia intentó enterrar para siempre, pero que sobrevivió en los susurros de las cocinas conventuales y en las confesiones secretas de las criadas que limpiaban la sangre de los patios de mármol.

Era el año 1743, bajo el gobierno del virrey Pedro Cebrián y Agustín, Conde de Fuenclara. La ciudad de Puebla de los Ángeles, joya del virreinato, vivía días de prosperidad y ortodoxia. Sin embargo, tras los muros de piedra y tezontle, se gestaba un escándalo que haría temblar los cimientos mismos de la sociedad novohispana: una historia de amor prohibido, chantaje, hipocresía religiosa y una venganza tan fría y calculada que convertiría a una de las familias más poderosas de la región en una colección de cadáveres.

La protagonista de esta tragedia sangrienta era Doña Esperanza de Salazar y Mendoza, Condesa de Atlixco. A sus treinta y dos años, Esperanza era la viva imagen del poder criollo: descendiente directa de conquistadores extremeños y heredera de una fortuna inmensa construida sobre plantaciones de trigo, obrajes textiles y el monopolio de la sal en los valles poblanos. Pero Esperanza cargaba con una reputación oscura; había enviudado tres veces. Sus maridos habían muerto en circunstancias que, en voz baja, algunos consideraban sospechosamente convenientes, aunque la riqueza de los Salazar siempre había logrado mantener el escrutinio oficial lejos de su puerta.

La casa de los Salazar se alzaba en la Calle de los Mercaderes como un palacio de piedra gris y tezontle rojo. Sus patios de talavera poblana, fuentes de cantera labrada y balcones de hierro forjado daban testimonio del poder acumulado durante dos siglos de explotación sistemática. Era una fortaleza de privilegio, donde cada mañana se celebraba misa privada en una capilla dorada y cada noche se recitaba el rosario en latín perfecto.

Pero detrás de esa fachada de piedad, la casa albergaba secretos capaces de enviar a toda la familia a las hogueras de la Inquisición. Esperanza, lejos de ser la viuda devota que aparentaba, había desarrollado apetitos que consideraba su derecho divino, independientemente de las restricciones morales de su época.

Entre los numerosos sirvientes de la casa se encontraba Joaquín de los Ríos, un mulato de veintiséis años cuya belleza excepcional no había pasado desapercibida para la condesa. Joaquín había nacido libre en Veracruz, hijo de una española empobrecida y un africano liberto. Las circunstancias lo habían obligado a servir en casas ricas, donde su condición racial lo colocaba en una vulnerabilidad absoluta. Alto, de complexión atlética forjada por el trabajo físico, con los ojos verdes de su madre y la piel bronceada de su padre, Joaquín poseía una combinación que lo hacía irresistible para Esperanza.

La seducción no fue un accidente; fue una cacería. Esperanza observó a Joaquín durante meses, estudiando sus hábitos y soledades. Sabía que un acercamiento directo podría ser rechazado por miedo. Así que tejió una red de favores pequeños, paseos prolongados y regalos discretos, cruzando gradualmente las líneas de la intimidad.

La primera noche que Joaquín fue llamado a los aposentos privados de Esperanza, bajo el pretexto de mover muebles pesados, el destino de ambos quedó sellado. La viuda lo recibió en un camisón de seda que no dejaba lugar a dudas. Lo miró con una intensidad que prometía tanto placer como peligro mortal. —¿Sabes lo que le pasa a los hombres de tu condición que rechazan los favores de una dama española? —le susurró, mezclando su aliento cálido con el sudor frío del terror que emanaba el joven.

La pregunta era retórica. En el sistema judicial colonial, la palabra de Esperanza era ley; la de Joaquín, nada. Lo que comenzó como coerción basada en el terror, sin embargo, se transformó en algo mucho más complejo: una pasión mutua que trascendía las barreras raciales.

Durante los siguientes ocho meses, Joaquín y Esperanza mantuvieron un romance clandestino, asumiendo riesgos cada vez mayores. Esperanza descubrió en Joaquín no solo un amante, sino un igual intelectual. El cochero sabía leer y escribir, hablaba francés fluido aprendido de comerciantes en Veracruz y poseía una visión del mundo que superaba a la de muchos criollos. Joaquín, por su parte, encontró en Esperanza a una mujer que, en la privacidad de la alcoba, lo trataba con respeto y valoraba su opinión sobre los negocios familiares.

Pero la realidad biológica no entiende de secretos. El punto crítico llegó cuando Esperanza descubrió que estaba embarazada.

En una sociedad obsesionada con la pureza de sangre, un embarazo producto de una relación interracial no era solo un escándalo; era una catástrofe que destruiría la posición de los Salazar. Las náuseas y los cambios físicos de Esperanza pronto despertaron sospechas, no solo entre las criadas, sino entre sus propios hermanos: Don Carlos, Don Francisco y Don Bernardo de Salazar.

Fue Don Carlos, el hermano mayor y cabeza de familia, quien confrontó a Esperanza durante una cena en febrero de 1743. —Hermana —dijo con el tono helado que usaba para intimidar deudores—, espero que tengas una explicación muy convincente para tu condición actual.

Esperanza intentó negarlo, pero Francisco, el segundo hermano, la interrumpió. —Una viuda de tu posición no puede permitirse el lujo de quedar embarazada sin un marido. Cualquier escándalo sexual destruiría a nuestra familia. —¿Quién es el padre? —siseó Bernardo, el menor.

Acorralada, Esperanza mintió para proteger a Joaquín. Inventó a un “caballero de México”, un hombre de buena familia con compromisos previos. Los hermanos, aunque sospechosos, aceptaron la mentira temporalmente mientras planeaban cómo manejar la crisis.

Sin embargo, la traición vino desde adentro. Remedios, una criada indígena movida por la envidia hacia la posición privilegiada de Joaquín, había estado espiando. Tres días después de la cena, solicitó una audiencia con Don Carlos. En el despacho privado, rodeada de libros de leyes, Remedios reveló la verdad: el amante de la condesa no era un caballero de la capital, sino el cochero mulato. Detalló fechas, encuentros y evidencias físicas.

La furia de Carlos fue absoluta. Un romance interracial y un hijo bastardo mulato atraerían la mirada de la Inquisición sobre los negocios sucios de la familia: evasión de impuestos, contrabando y muertes sospechosas. Carlos pagó a Remedios por su silencio y convocó a sus hermanos.

La reunión de emergencia duró hasta el amanecer. Francisco, con la frialdad de un matemático, propuso la solución final: eliminar no solo a Joaquín, sino a cualquier testigo, incluyendo a Remedios y otros sirvientes. —Un sirviente muerto se explica. Varios, es una tragedia. Pero si uno solo sobrevive para testificar, todos arderemos en la hoguera.

Aprobaron el plan por unanimidad. Lo que no sabían era que Esperanza, experta en supervivencia, los escuchaba desde una habitación adyacente, oculta tras una puerta secreta en la biblioteca. En ese momento, comprendió que su propia familia la consideraba prescindible.

Durante las semanas siguientes, mientras sus hermanos preparaban los “accidentes”, Esperanza orquestó su contraataque. Advirtió a Joaquín a través de señales secretas. El mulato, con instinto de supervivencia, quiso huir. Pero Esperanza lo detuvo con una proposición aterradora. —¿Prefieres morir como un animal cazado en el bosque o vivir como el hombre que vengó su honor y el mío?

Joaquín, entendiendo que no había huida posible que garantizara su vida, aceptó el pacto de sangre. —Prefiero que sean ellos quienes mueran, mi señora.

Juntos, combinando el conocimiento íntimo de Esperanza sobre sus hermanos y la astucia callejera de Joaquín, diseñaron una obra maestra de la muerte. Eliminarían a los cuatro hermanos en una sola noche, disfrazándolo de un robo violento perpetrado por bandidos externos.

La noche del 15 de marzo de 1743, las campanas de la catedral de Puebla anunciaron la medianoche. La casona de los Salazar se convirtió en un escenario macabro.

El plan comenzó neutralizando a los guardias. Joaquín mezcló láudano en su pulque, una dosis calculada para dormirlos profundamente sin matarlos, convirtiéndolos en testigos perfectos de su propia incompetencia ante los “ladrones”.

La primera víctima: Bernardo. El hermano menor revisaba cuentas en su despacho, acompañado de su habitual brandy español. Esperanza había preparado la tercera copa con una mezcla de hongos venenosos y arsénico, perfeccionada durante años. Joaquín entró una hora después de la medianoche. Encontró a Bernardo convulsionando, con espuma sanguinolenta en la boca y los ojos en blanco. Fue una muerte agónica. Joaquín desordenó la habitación, esparció monedas y colocó el cuerpo para simular una lucha contra intrusos.

La segunda víctima: Francisco. El hermano que había propuesto la masacre sufría de insomnio y tomaba baños relajantes. El agua de esa noche estaba cargada con una concentración letal de extracto de adelfa. Francisco murió en silencio, su corazón deteniéndose mientras sus músculos se paralizaban en el agua tibia. Para sostener la coartada, Joaquín sacó el cuerpo, lo vistió a medias y lo colocó junto a una ventana abierta. Un golpe calculado en la cabeza con una herramienta de jardín simuló la violencia de los asaltantes.

La tercera víctima: Carlos. El hermano mayor era paranoico; dormía con una pistola y puertas aseguradas. Esperanza usó su acceso privilegiado. A las dos de la madrugada, golpeó su puerta fingiendo pesadillas. —Carlos, tengo miedo… ¿puedo quedarme contigo? —susurró con vulnerabilidad ensayada. Carlos, que tenía debilidad por ella y desconocía que su secreto había sido descubierto, la dejó entrar. No vio el cuchillo de cocina afilado como una navaja de afeitar que ella ocultaba. Esperanza llevó la conversación hacia sus miedos, colocándose estratégicamente detrás de él mientras él miraba por la ventana. —¿Sabes lo que más me asusta, Carlos? Que alguien que amo pueda traicionarme. El cuchillo entró por la base del cráneo, cortando la médula espinal. Muerte instantánea. Esperanza observó su desplome con fría satisfacción. Luego, junto a Joaquín, reorganizaron la escena para que pareciera que Carlos había luchado heroicamente contra atacantes que habían burlado su seguridad.

La cuarta víctima: Rodrigo. El segundo hermano tenía un secreto: era adicto al opio. Cada noche se retiraba a un fumadero subterráneo en los sótanos. A las tres de la madrugada, Joaquín bajó. Rodrigo yacía en un estupor narcótico, incapaz de defenderse. Joaquín le administró una dosis masiva de opio puro directamente en la vena. Rodrigo murió lentamente, dejando de respirar. Pero su muerte necesitaba ser violenta para encajar en el “robo”. Joaquín y Esperanza infligieron cortes post-mortem, quemaduras y dislocaron dedos, simulando que los ladrones lo habían torturado para que revelara la ubicación de los tesoros familiares.

Al amanecer del 16 de marzo, la casa era un museo del horror. Cuatro cadáveres, evidencias de robo, guardias drogados. La narrativa era perfecta.

Pero la limpieza no había terminado. Esperanza sabía que los cabos sueltos eran peligrosos.

Remedios, la criada que inició todo, fue encontrada tres días después flotando en el río Atoyac. “Ahogada accidentalmente” mientras lavaba ropa. Los demás sirvientes que podían saber algo fueron despedidos con generosas sumas y enviados lejos de Puebla; algunos simplemente desaparecieron en el camino.

La investigación oficial fue una farsa. El alcalde mayor, deudor de los Salazar, aceptó rápidamente la teoría de la banda de ladrones profesionales para cerrar el caso y no exponer sus propios vínculos financieros. Los guardias, avergonzados y confundidos, corroboraron la historia de intrusos sombríos y polvos misteriosos.

Esperanza interpretó el papel de la viuda y hermana doliente a la perfección. Tres meses después, con el caso cerrado, anunció su decisión: se casaría con Joaquín de los Ríos. La sociedad poblana murmuró, escandalizada por el matrimonio interracial, pero la inmensa fortuna que ahora controlaba Esperanza acalló las críticas abiertas. La excusa fue pragmática: una viuda rica y vulnerable necesitaba la protección de un hombre leal que había defendido la casa (según la nueva versión de la historia) durante la crisis.

Joaquín pasó de cochero a señor de la casa y administrador de una de las mayores fortunas del virreinato. Sin embargo, ambos sabían quién ostentaba el verdadero poder: la mujer capaz de aniquilar a su propia sangre para sobrevivir.

La pareja vivió en la casona durante seis años más, expandiendo sus negocios hacia el comercio con Filipinas y el contrabando. Su hijo nació ocho meses después de la boda; fue registrado como heredero legítimo, y los documentos fueron cuidadosamente alterados para minimizar su herencia racial y enfatizar su linaje de conquistadores.

Hacia el exterior, eran una familia próspera y devota. Pero en la intimidad de esa casa de piedra, construida sobre cadáveres y secretos, Esperanza y Joaquín vivieron unidos no solo por el amor, sino por la complicidad de un crimen perfecto que desafió a Dios, a la ley y a la sangre misma.