Ella lo sacrificó todo para criar a las hijas secretas de su esposo — luego, a los dieciséis años, ellas cambiaron las cerraduras y la echaron de la casa

Hace trece años, Elizabeth acogió en su hogar a las hijas gemelas secretas de su difunto esposo, después de que un trágico accidente automovilístico revelara su doble vida. Les dio todo, pero a los dieciséis años, ellas la dejaron fuera de su propia casa. Una semana después, descubrió la sorprendente razón de su acción.

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La mañana en que Michael murió comenzó como cualquier otra. La luz del sol se filtraba a través de la ventana de Elizabeth, proyectando un suave resplandor dorado que hacía que incluso sus encimeras desgastadas parecieran mágicas.

Ese fue el último instante de normalidad que conocería en mucho tiempo.

Cuando sonó el teléfono, casi no contestó. ¿Quién llama a las 7:30 de la mañana? Sin embargo, algo, tal vez su intuición, la llevó a responder.

— «¿Es usted Elizabeth?» Una voz de hombre, formal, vacilante.

— «Sí, soy yo.» Ella tomó otro sorbo de café, observando el vapor elevarse.

— «Señora, soy el oficial Daniels del departamento de policía. Lamento informarle que su esposo tuvo un accidente esta mañana. No sobrevivió.»

La taza se le cayó de las manos y se rompió en el linóleo. El café salpicó sus pies descalzos, pero ni siquiera lo sintió.

— «¿Qué? ¡No, no puede ser! ¡Mi Michael!»

— «Señora…» La voz del oficial se suavizó. «Hay más información. Otra mujer iba en el auto y también falleció… pero dos niñas sobrevivieron. Los registros confirman que son hijas de Michael.»

Se deslizó por el armario de la cocina, desplomándose en el suelo, su bata empapada de café.

La habitación giraba, como si diez años de matrimonio se hicieran añicos. «¿Hijas?»

— «Gemelas, señora. Tienen tres años.»

Tres años. Tres años de mentiras — viajes de negocios, reuniones hasta tarde. Tres años llevando una doble vida, oculta. Mientras ella se sometía a tratamientos de fertilidad y dos abortos espontáneos, él vivía otra existencia.

— «¿Señora? ¿Sigue ahí?»

— «Sí…» murmuró, sin creerlo del todo. «¿Qué pasará con ellas?»

— «Su madre no tiene familiares vivos. Están en una familia de acogida de emergencia, en espera de…»

Colgó, sin poder escuchar más.

El funeral pasó como un torbellino de vestidos negros y miradas compasivas. Ella permanecía como una estatua, aceptando condolencias, sin saber si la compadecían como viuda o la juzgaban como esposa traicionada.

Entonces las vio: dos pequeñas figuras con vestidos negros idénticos, tomadas de la mano tan fuerte que sus nudillos estaban blancos. Las hijas secretas de su esposo.

Una chupaba su pulgar; la otra jugueteaba con el dobladillo de su vestido, como buscando consuelo. A pesar de la traición de Michael, su corazón se derritió.

— «Pobres niñas», susurró su madre a su lado. «Su familia de acogida no pudo venir. No tienen a nadie, salvo la trabajadora social.»

Vio a una gemela tambalearse; la otra la sostuvo instintivamente, como si fueran una sola.

Algo en ella se rompió.

— «Me las llevaré», dijo.

Su madre se volvió, sorprendida.

— «Elizabeth, ¿hablas en serio? ¿Después de lo que él hizo?»

— «Míralas, mamá. Son inocentes. Están solas.»

— «Pero—»

— «No pude tener hijos. Quizás… por eso.»

El proceso de adopción fue una pesadilla burocrática, lleno de miradas escépticas: «¿Por qué querría estos hijos de un esposo infiel? ¿Está estable? ¿Busca venganza?»

Ella se mantuvo firme. Finalmente, Emma y Sophie se convirtieron oficialmente en sus hijas.

Los primeros años fueron un vaivén de sanación y dolor. Las niñas eran dulces pero desconfiadas, como si esperaran que ella cambiara de opinión. A veces, de noche, escuchaba susurros:

— «¿Cuándo nos mandará a otro sitio?»

Cada vez, eso le rompía el corazón.

— «¿Macarrones con queso otra vez?» preguntó Sophie, de siete años, frunciendo la nariz.

— «Es lo único que podemos permitirnos esta semana, cariño», respondió Elizabeth con voz suave. «Pero te puse más en el plato, como te gusta.»

Emma, siempre la más sensible, debió notar la amargura. Le dio un codazo a su hermana.

— «Los macarrones con queso son mis favoritos», anunció, aunque no era cierto.

Cuando cumplieron diez años, Elizabeth supo que debía contarles todo. Lo había ensayado cien veces frente al espejo, pero sentada en su cama, viendo sus rostros inocentes, se sintió enferma.

— «Niñas», comenzó, con las manos temblorosas, «hay algo sobre su papá y cómo llegaron a ser mis hijas que deben saber.»

Estaban sentadas, piernas cruzadas, en espejo, atentas.

Les contó todo: la doble vida de Michael, su madre biológica, aquella terrible llamada telefónica. Cómo su corazón se rompió al verlas en el funeral y cómo supo que debían estar juntas.

El silencio se prolongó. El rostro de Sophie palideció, sus pecas parecían pintadas. Los labios de Emma temblaron.

— «¿Entonces… papá era un mentiroso?» susurró Sophie. «¿Te engañaba?»

— «¿Y nuestra verdadera mamá…?» Emma se abrazó a sí misma. «¿Murió por culpa de él?»

— «Fue un accidente, cariño. Un terrible accidente.»

— «¿Pero tú…?» Los ojos de Sophie se endurecieron. «¿Solo nos tomaste? ¿Como… un premio de consolación?»

— «¡No! Las adopté porque—»

— «¿Porque te dimos lástima?» interrumpió Emma, entre lágrimas. «¿Porque no podías tener tus propios hijos?»

— «Las adopté porque las amé desde el primer momento», murmuró, extendiendo las manos, pero ellas se apartaron. «No fueron un premio de consolación. Fueron un regalo.»

— «¡Mentirosa!» escupió Sophie, saltando de la cama. «¡Todos mienten! Vamos, Emma.»

Corrieron a su habitación, cerraron la puerta y la trabaron. Escuchó llantos y susurros furiosos.

La adolescencia fue un campo minado. Algunos días eran dulces—compras, noches de películas bajo la manta. Pero sus explosiones verbales eran devastadoras:

— «¡Al menos nuestra verdadera mamá nos quiso desde el principio!»

— «¡Quizás estaría viva si no fuera por ti!»

Cada herida verbal calaba hondo, pero eran adolescentes, y ella resistía, esperando que algún día lo entendieran.

Entonces llegó ese horrible día, justo después de que cumplieran dieciséis.

Regresó del trabajo, pero su llave ya no giraba. Una nota estaba pegada en la puerta:

«Ya somos mayores de edad. Necesitamos nuestro espacio. ¡Vete a vivir con la abuela!»

Su maleta yacía junto a la puerta, como un ataúd para sus esperanzas. Llamó, golpeó, pero nada. Estuvo allí una hora, luego se fue a casa de su madre.

En casa de su madre, no dejaba de caminar de un lado a otro.

— «Solo están siendo adolescentes rebeldes», dijo su madre, observándola. «Están poniendo a prueba tu amor.»

— «¿Y si es más que eso?» murmuró Elizabeth, mirando su teléfono en silencio. «¿Y si decidieron que no valgo nada? ¿Que solo las adopté por lástima?»

— «Deja eso», la interrumpió su madre tomándola por los hombros. «Has sido su madre durante trece años. Te quieren.»

— «¿Cómo puedes estar tan segura?»

— «Se comportan como tú a los dieciséis. ¿Recuerdas cuando te fuiste a casa de tu tía por tres días?» Una sonrisa triste. «Volviste llorando.»

Cinco días más.

Faltó al trabajo, casi no comió. Cada vibración del teléfono era una falsa alarma—spam, amigos preocupados.

Entonces, al séptimo día, llegó la llamada:

— «¿Mamá?» La voz de Emma, pequeña, como cuando se metía en su cama durante las tormentas. «¿Puedes volver a casa? ¿Por favor?»

Volvió a casa, el corazón latiendo fuerte.

No esperaba encontrar la casa transformada. Las paredes recién pintadas, el suelo reluciente.

— «¡Sorpresa!» gritaron las niñas desde la cocina, con sonrisas radiantes.

— «Llevamos meses planeando esto», exclamó Sophie, saltando. «Trabajamos en el centro comercial, cuidamos niños, ahorramos cada centavo.»

— «Perdón por la nota fea», añadió Emma, avergonzada. «Era la única forma de mantener la sorpresa.»

La llevaron a su antigua habitación infantil, transformada en una hermosa oficina. Las paredes de un suave color lavanda, y junto a la ventana, una foto de las tres el día de la adopción, con ojos llorosos y sonrisas brillantes.

— «Nos diste una familia, mamá», susurró Emma, con los ojos brillantes. «Aunque no tenías obligación, aunque te recordábamos el dolor. Nos elegiste, y fuiste la mejor mamá.»

Elizabeth las abrazó fuerte, respirando su aroma familiar, sintiendo sus corazones latir junto al suyo.

— «Son lo más hermoso que me ha pasado. Me dieron una razón para seguir. Las amo más que a nada.»

— «Lo sabemos, mamá», murmuró Sophie, la voz ahogada en su hombro. «Siempre lo supimos.»