Embarazada a los 13 años del futuro rey de Inglaterra – La trágica historia de Lady Margaret Beaufort

No hay silencio más absoluto que el de un castillo en invierno, salvo cuando lo rompe un grito humano. Recuerdo aquella noche como si aún estuviera allí, la piel erizada por el frío y los nervios, el viento aullando entre las almenas de Bletsoe y, de repente, el desgarrador alarido de una niña. Yo era esa niña: Margaret Beaufort, trece años, cuerpo aún de infancia pero destino marcado por la sangre de reyes.

La habitación estaba sumida en una penumbra de velas temblorosas. El aire olía a cera, sudor y miedo. Bajo mis manos, las sábanas estaban manchadas de sangre, y cada ola de dolor me arrancaba un trozo de alma. Las comadronas murmuraban oraciones en latín, sus rostros serios proyectando sombras que bailaban en las paredes de piedra. Afuera, la nieve caía sobre Bedfordshire, pero dentro, el tiempo se detenía.

“Va a morir”, susurraban algunas. “El niño es demasiado grande, su cuerpo demasiado pequeño.” Yo oía sus palabras a través de una niebla de sufrimiento, consciente de que mi cuerpo aún no estaba hecho para parir, pero obligada por la ambición de otros a traer al mundo a un heredero. Nadie podía ignorar la ironía: de mi dolor nacería el futuro rey Enrique VII, el hombre que pondría fin a la guerra más sangrienta de Inglaterra y fundaría la dinastía Tudor.

Mi historia no comenzó esa noche. Nací en mayo de 1443, hija de John Beaufort, duque de Somerset, y Margaret Beauchamp. Mi padre murió cuando yo apenas caminaba; unos decían que por su propia mano tras la derrota en Francia, otros, que por veneno, pues la muerte de los nobles siempre traía rumores de conspiración. Mi madre, mujer de temple, no perdió el tiempo: mi valor residía en la alianza que pudiera sellar.

A los seis años, ya estaba prometida a John de la Pole, pero la política es más voluble que la infancia. Cuando su familia cayó en desgracia y su padre fue brutalmente asesinado, el compromiso quedó en nada. Pronto, me vi casada con Edmund Tudor, medio hermano del rey Enrique VI. Yo, apenas una niña, casada con un hombre curtido en la guerra. La noche de bodas fue un trauma silencioso, nunca pronunciado, pero cuyas cicatrices quedaron escritas en mi cuerpo y mi alma.

Pronto quedé embarazada. Mi madre me miraba con una mezcla de orgullo y temor. Ella tenía dieciocho años cuando me tuvo; yo apenas alcanzaba los trece. Edmund nunca conoció a su hijo: lo capturaron en Gales durante las luchas contra los Yorkistas y murió en cautiverio, en circunstancias nunca aclaradas. Así, me encontré viuda, embarazada y sola en un país al borde de la guerra civil.

Jasper Tudor, el hermano de Edmund, me llevó a Pembroke, una fortaleza azotada por el Atlántico. El viaje fue una tortura: caminos helados, baches que me arrancaban gemidos de dolor, el miedo constante a los bandidos y a la traición. El castillo era frío, sus muros gruesos apenas contenían el viento. Pasaba los días envuelta en mantas, rezando en la capilla hasta sangrarme las rodillas, aprendiendo política y supervivencia de Jasper, que veía en mí una inteligencia y determinación inusuales para mi edad.

El médico, un hombre sabio y cansado, confesó sus temores a Jasper: mis caderas eran demasiado estrechas, el niño estaba mal posicionado. Había visto morir a muchas mujeres en mi situación. Intentaron de todo: masajes, hierbas, rezos. Pero cuando llegó la noche del parto, supe que estaba sola ante el abismo.

El dolor era un mar interminable, cada contracción una ola que amenazaba con ahogarme. Las comadronas trabajaban con manos ensangrentadas, susurrándome palabras de aliento. Jasper paseaba fuera, el rostro pálido, sabiendo que el destino de los Tudor dependía de mi supervivencia. El sacerdote rezaba en la capilla, la voz ronca de tanto suplicar.

Cuando por fin, tras dieciocho horas de agonía, mi hijo fue arrancado de mi cuerpo, el silencio llenó la estancia. El bebé no lloraba. El tiempo se detuvo hasta que, de pronto, un llanto débil, casi enfadado, rompió la tensión. Era Enrique, mi hijo, el futuro rey.

No recuerdo mucho después. Mi cuerpo estaba destrozado, mi mente perdida entre fiebre y pesadillas. El médico me dijo que nunca podría tener otro hijo. La maternidad me fue robada antes de empezar, sacrificada en el altar de la política dinástica. Durante semanas, vagué entre la vida y la muerte, cuidada por las mujeres que me daban caldos y me susurraban oraciones. El miedo al contacto físico me acompañó durante años; amaba a mi hijo con desesperación, pero apenas podía sostenerlo sin recordar el dolor.

Sin embargo, algo en mi interior se endureció. Entendí que mi hijo era la última esperanza de los Lancaster. Aprendí a moverme entre alianzas y traiciones, a escribir cartas cifradas, a negociar matrimonios y pactos. Me casé de nuevo, esta vez con Henry Stafford, un hombre práctico y distante, pero que ofrecía protección. Mi vida se convirtió en una partida de ajedrez: cada movimiento podía significar la vida o la muerte de mi hijo.

Los años pasaron entre guerras, reyes derrocados y restaurados, traiciones y exilios. Enrique creció lejos de mí, en Gales, bajo la tutela de Jasper. Yo le enviaba cartas, regalos, oraciones. Vivía con el corazón en vilo, temiendo cada día la noticia de su muerte. Aprendí a espiar, a manipular, a sobrevivir.

Cuando finalmente, tras décadas de luchas, mi hijo regresó de Bretaña y venció en Bosworth, sentí que el círculo se cerraba. Yo, la niña que gritó en la noche más fría de su vida, me convertí en la madre del rey, la fundadora de una dinastía. Vi a Enrique casarse con Isabel de York, unir las casas enfrentadas, traer la paz.

Murió poco después de su coronación. Yo lo seguí poco después, agotada pero satisfecha. Mi vida fue sacrificio, dolor y astucia. Pero también fue fe, amor y legado. El eco de mi grito aún resuena en los muros de piedra: el precio de la grandeza es más alto de lo que nadie imagina.