Entre las luces brillantes y montones de regalos caros, la elección del pequeño dejó a la multitud sin palabras. La muñeca en sus manos era un regalo de la criada.

La lámpara de araña brillaba como mil diamantes sobre la larga mesa del banquete, proyectando una cálida luz dorada sobre el gran salón. Los invitados, vestidos con trajes de noche y esmoquin, alzaban sus copas, los camareros con uniformes impecables llevaban bandejas de champán, y un cuarteto de cuerdas tocaba suavemente en el fondo. Era una escena digna de la realeza.

En el centro de todo estaba el pequeño Daniel Harrington, el hijo de cinco años del magnate multimillonario Richard Harrington. Hoy era el cumpleaños de Daniel, y su padre no había escatimado en gastos. Docenas de cajas envueltas en colores brillantes se apilaban sobre la mesa de regalos: autos en miniatura importados de Italia, un tren hecho a medida, juguetes coleccionables raros, incluso un caballito de oro. Los invitados, muchos de ellos figuras poderosas de las finanzas y la política, susurraban sobre lo afortunado que era el niño.

Pero entonces llegó el momento. Richard aplaudió y todas las miradas se dirigieron a Daniel mientras lo guiaban hacia la mesa de los regalos. El niño, con un gorrito de fiesta puntiagudo, examinó la montaña de cajas relucientes. Las cámaras destellaron, capturando lo que todos pensaban que sería una escena de pura felicidad infantil.

En cambio, Daniel pasó de largo por los regalos relucientes, apenas prestando atención a los lazos dorados y al papel plateado. Sus ojos se fijaron en otra cosa. Algo sencillo, pequeño, casi perdido entre los paquetes extravagantes. Una muñeca de trapo hecha a mano, cosida con retazos de tela.

Daniel la tomó con ambas manos, abrazándola con fuerza contra su pecho. Su sonrisa era tan amplia, tan genuina, que las conversaciones en la sala se apagaron de repente. La muñeca, con costuras irregulares y ojos de botón, era claramente sencilla comparada con el lujo que la rodeaba. Pero para Daniel, era lo más valioso del mundo.

Richard se quedó helado. La sala quedó en silencio. El pequeño acababa de ignorar una fortuna en regalos por algo que, al menos en dinero, no valía casi nada. La criada, Clara Bennett, estaba cerca de la pared, con las manos temblorosas al darse cuenta de lo que había sucedido. La muñeca había sido su regalo, hecho en secreto durante las noches después de sus tareas, esperando que a Daniel le gustara. Nunca imaginó que él la elegiría sobre todo lo demás.

Se escucharon exclamaciones en el salón. Algunos invitados intercambiaron miradas divertidas, otros fruncieron el ceño incrédulos. El rostro de Richard mostraba confusión… y algo más profundo que no lograba identificar.

Porque en ese momento, quedó claro: el corazón de su hijo valoraba el amor y la sinceridad por encima de la riqueza.

El silencio no duró mucho. Los invitados comenzaron a susurrar de nuevo, con palabras agudas y llenas de curiosidad.

—¿Acaba de elegir el regalo de la criada? —murmuró una mujer detrás de su collar de joyas.
—¿Una muñeca de trapo en vez de un tren de oro? —se rió por lo bajo otro hombre.
Richard apretó la mandíbula, avergonzado pero también extrañamente inquieto.

Daniel, sin embargo, era ajeno a las reacciones de los adultos. Apretaba la muñeca como si fuera un tesoro, girando por la sala para mostrársela a todos.
—¡Mira, papá! ¡Tiene un vestido rojo! —dijo orgulloso, señalando la ropa cosida de la muñeca. Su risa era contagiosa, su alegría inquebrantable.

Richard intentó sonreír, pero por dentro luchaba. Durante años, había creído que el dinero podía comprar la felicidad. Construyó imperios, coleccionó mansiones y organizó fiestas lujosas, todo con la esperanza de que su hijo creciera en un mundo donde no le faltara nada. Y sin embargo, ahí estaba Daniel, ignorando todo lo que Richard había comprado, eligiendo en cambio algo hecho a mano, frágil, imperfecto.

Después de la fiesta, Richard encontró a Clara en la cocina, nerviosa, acomodando los platos. Ella esperaba ser reprendida por haber opacado el evento cuidadosamente planeado por el multimillonario. En cambio, Richard preguntó en voz baja:
—¿Por qué esa muñeca?

Clara dudó, luego habló suavemente:
—Porque la hice pensando en él. Sé qué colores le hacen sonreír. Cosí el vestido con una de sus camisas viejas. Quería que tuviera algo que sintiera… como su hogar.

Richard no respondió de inmediato. Pensó en todas las noches que había pasado en salas de juntas en vez de leerle a su hijo. Pensó en los informes de la niñera, los tutores, los juguetes caros que Daniel solía dejar olvidados en una esquina de su habitación. Y pensó en cómo se iluminó el rostro de su hijo hoy, más que nunca antes.

Por primera vez en años, el multimillonario se sintió impotente. No en los negocios, no en la política, sino como padre. Su hijo le había mostrado una verdad que no podía ignorar: el amor no se compra, sin importar cuán profundo sea tu bolsillo.

Más tarde esa noche, Richard pasó frente a la habitación de Daniel. Los regalos caros estaban esparcidos, aún envueltos. Pero Daniel dormía abrazado fuertemente a la muñeca de trapo, con una sonrisa pacífica en el rostro. La creación hecha a mano por Clara había logrado algo que los millones de Richard nunca pudieron: hacer que su hijo se sintiera amado.

Y mientras Richard observaba silenciosamente desde la puerta, se dio cuenta de que el mejor regalo en esa sala no estaba sobre la mesa. Estaba en los brazos de su hijo, cosido con hilos de amor.