HISTORIA REAL: La aleccionadora historia del hombre que abandonó a su esposa y a su hija por la mujer de la que estaba enamorado

Cuando el viento de las noches de invierno se mezcla con el zumbido tenue de la estufa y las paredes de madera de una pequeña casa prolongan un grito desesperado, algunas vidas empiezan, desde el principio, como un desierto sin agua. El recuerdo más antiguo grabado en la mente de Yahya venía precisamente de una noche así: el cuerpo de su hermanita se tensó como un arco, los ojos se le voltearon y de sus labios brotaron sonidos sin sentido. Los dedos temblorosos de su padre, el grito desgarrado de su madre… Después, la muerte. A los diez años, aquella noche, Yahya hizo un juramento: sería médico y nadie viviría el destino de su hermana.

Ese juramento significó sumergirse en cuadernos de pruebas bajo el hollín de la lámpara de gas durante interminables noches, y mientras se agotaba bajo el sol en el campo, arar su mente con conocimientos. Al final, las palabras “Facultad de Medicina” fueron como si se abrieran las puertas del cielo. Pero en el vasto campus de Estambul, junto a sus coetáneos de ropa cara y risas despreocupadas, se sintió un extraño. Era demasiado pobre para comprar el Atlas de Anatomía, lo bastante perseverante para esperar ante el único ejemplar de la biblioteca. Y un día, en el anfiteatro, vio a Figen: hija de un célebre cirujano y de una profesora, una inteligencia radiante. Figen vio en Yahya su silenciosa lucidez, el ardor de sus ojos; y Yahya, en ella, el éxito, un futuro seguro y el calor de un mundo que le era imposible.

Su amor era una flor frágil que brotaba al borde de un abismo social y económico. Hasta que la vida le arrebató primero al padre y, poco después, a la madre, dejándolo solo en el silencio de la casa de adobe. Yahya dejó atrás los cuadernos y el sueño de la bata blanca y regresó al pueblo. Años después, volvió del servicio militar y se casó con una mujer callada y bondadosa. Fue a la ciudad y empezó a trabajar como auxiliar de farmacia. Cuando su esposa quedó embarazada, por primera vez sintió una agitación interior: sería padre. Entonces, en el pasillo de un hospital, un nombre grabado en una placa de latón se le clavó en los ojos: “Dra. Asociada Figen …” La puerta se abrió y Figen salió con su bata blanca. Las viejas puertas interiores de Yahya volvieron a chirriar al abrirse.

En la consulta, cuando Figen miró la ecografía de la mujer embarazada y dijo “Todo está bien”, cayeron sobre el corazón de Yahya fuego y hielo a la vez. El viejo amor era un cuchillo clavado en medio de su vida nueva. En los días siguientes, Yahya se inventó excusas para “llevar medicamentos” del boticario al hospital. Preparó casualidades en los pasillos, aguardó con paciencia un instante. Hasta que por fin la encontró sola en el despacho. “¿No me recuerda? Tercer curso de Medicina, Yahya…”, dijo. La máscara profesional de Figen se resquebrajó; del fondo de la memoria emergieron conversaciones, bancos del campus, problemas resueltos juntos y las alegrías impotentes de la juventud. “Yahya… No lo puedo creer.”

Yahya contó la muerte del padre, su abandono de los estudios; con el tono de un héroe que se compadece de sí mismo. No habló ni de su esposa ni del bebé que venía en camino. En los ojos de Figen asomó la sombra de aquel amor antiguo. Era el primer paso de un comienzo peligroso. Quedadas, rincones de cafetería, bancos de parque… Con el tiempo, las brasas del pasado volvieron a prender. Figen no se había casado; su soledad estaba consagrada a la carrera. Yahya, a su lado, sentía que regresaba a aquel estudiante de medicina listo y ambicioso que había dejado años atrás. En casa, su esposa embarazada esperaba en silencio; cada noche percibía en el pomo de la puerta el rastro de otro perfume y lo atribuía a las alteraciones del embarazo.

A Figen le dieron un traslado: directora del hospital de un pueblo costero del Egeo, a pie de mar. “Haz las maletas, vámonos juntos; construiremos una vida nueva”, dijo. A Yahya ni se le pasó por la cabeza su esposa, a punto de dar a luz; o si se le pasó, fue como un detalle sin peso. Le mintió: “un seminario fuera de la ciudad”. Con el vientre prominente, ella solo pudo decir: “Cuídate, te estaremos esperando.” En casa de Figen, Yahya empaquetó, planeó; aquella noche, los años de amargura se volvieron pasión. Mientras el camión se alejaba, creyó que la sombra del pasado se achicaba en el horizonte: ni farmacia, ni pueblo, ni una vida que empujaba hacia el paritorio…

En ese mismo momento, en la ciudad, una mujer entraba en trabajo de parto; con ayuda de las vecinas, llegó en taxi al hospital. Los teléfonos sonaron; nadie los contestó. Una mujer que repetía “Yahya” en el pasillo fue arrastrada en la sala de partos por la delgada línea entre la vida y la muerte. Los médicos, ante un cuadro complicado de parto prematuro, intentaron salvar dos vidas a la vez. Una niña abrió los ojos al mundo con un llanto débil; la madre, tras una hemorragia grave, los cerró en silencio.

A la mañana siguiente, Yahya, saboreando café frente al mar en la costa del Egeo, contestó la llamada de su jefe: “Enhorabuena: ha nacido una niña. Pero… hemos perdido a tu esposa.” Se quedó clavado donde estaba. Por un instante, una chispa de culpa le encendió las entrañas. Luego se apagó. Una comodidad ruin murmuró: “Ya no hacen falta divorcios ni mentiras.” Cuando regresó a la ciudad, el funeral de su esposa había terminado; las miradas se apartaban de él. Su hija estaba en la incubadora; Yahya la miró a través del cristal y no sintió nada. Firmó papeles; servicios sociales ingresó a la bebé en un orfanato. Renunciar a un hijo con una firma fue, para él, como cambiar un papel tapiz.

Meses después, Yahya se mudó al pueblo de Figen. Ella era una directora respetada; él, “el esposo de una médico exitosa”. Abrió una tiendecita de material médico; el negocio marchó. Fiestas, presentaciones, un nuevo círculo… Empujó su pasado al fondo de la mente como un cofre oscuro. La esposa muerta, un recuerdo triste; la hija, casi una quimera que nunca existió. Pero toda felicidad construida sobre una mentira, tarde o temprano, se desconcha como el revoque de un muro.

Pasaron los años. A Figen le gustaban el arte, las charlas intelectuales, los gustos culturales refinados; Yahya intentó sostener ese mundo representando un papel. La sombra de los estudios de Medicina inconclusos no lo dejaba, y en cada brillo de Figen, él se sentía un poco más pequeño. El asunto de los hijos ahondó la herida: Figen quería ser madre; Yahya huía. Las pruebas revelaron que el problema estaba en Yahya. Su orgullo masculino quedó herido; la casa se volvió un río somero: misma cama, mundos distintos. Treinta años así; el amor se volvió costumbre, luego indiferencia, y por fin una enemistad fina y corrosiva. “Si no fuera por mí, seguirías arrastrándote en aquella farmacia polvorienta”, dijo Figen, y las palabras se clavaron como puñales. La jubilación colgó silencios tensos en las paredes; Yahya, en los cafés del malecón, pensó en el pasado, a veces recordó a su primera esposa: su amor callado, sin exigencias. El remordimiento, veneno tardío, se mezcló en su sangre. Y sobre todo sintió curiosidad por su hija desconocida. Tendría cerca de treinta años; ¿dónde estaría, cómo viviría, sería feliz?

Una tarde, en una discusión más afilada que otras, una punzada le cruzó el pecho; el brazo izquierdo se le entumeció, la vista se le nubló. Cuando abrió los ojos en el hospital, su lado izquierdo era una piedra, la lengua, un barbecho. Infarto; luego, un coágulo al cerebro y parálisis. Ahora dependía de Figen. La ironía del destino: depender de la mujer por la que lo dejó todo.

Una mañana, entró en la habitación una doctora joven, de unos treinta, belleza serena, mirada segura: “Soy la cardióloga, la doctora Serap; a partir de ahora me ocuparé de su tratamiento.” Yahya percibió algo familiar en sus ojos, sin poder nombrarlo. Serap cuidó no solo su estado médico, sino también las ruinas de su espíritu. Se sentó, habló, escuchó. Yahya contó otra vez su historia de víctima: la pobreza, la Medicina a medias, las oportunidades perdidas… No habló de esposa ni de hija. Serap contó que creció en un orfanato, que no conoció a su madre y que su padre la abandonó al nacer. Que el Estado la sostuvo, que estudió sin descanso hasta hacerse médica. Su voz no pedía compasión ni destilaba reproche. Un hecho simple: “Me abandonaron, trabajé, lo logré.”

Algo se desprendió dentro de Yahya; quizá la piedra más honda se movió. Pero no pensó: ¿podría esta joven ser la niña a la que renunció con una firma treinta años atrás? Serap, en cambio, con una breve pesquisa unió las piezas: registros del hospital, expedientes antiguos, datos del registro civil… El hombre cansado y paralítico frente a ella era aquel padre fantasma.

El día del alta, con Figen esperando en la puerta con la silla de ruedas, Serap entró a hacer los últimos controles. “Gracias por todo”, dijo Yahya con una gratitud temblorosa. En el pasillo, ante el ascensor, llegó la despedida. Yahya le tendió la mano; Serap lo miró hondo a los ojos. En esa mirada ardía el incendio tardío de años acumulados: mañanas de fiesta en soledad, la pregunta “¿Dónde está tu padre?” sin respuesta, el “hija” nunca oído en la infancia.

Luego, las palabras cayeron con una frialdad tajante: “No te doy mi perdón, padre. Y no te preguntaré por qué me abandonaste, puedes estar seguro.”

El pasillo del hospital resonó; para Yahya, el tiempo se detuvo. “Padre”… La palabra que no oía desde hacía treinta años irrumpió derribando la puerta. Aquella doctora hermosa y fuerte era su hija. La pequeña a la que borró con un trazo de bolígrafo estaba allí, erguida, negándole el perdón. Serap se dio la vuelta y se alejó con pasos firmes. Yahya quiso decir “Hija…”, se le anudó en la lengua. Al cerrarse la puerta del ascensor, dentro solo quedó el temblor leve de la silla de ruedas. El rostro de Figen estaba lívido; de la grieta del matrimonio de tantos años colgaba ya un abismo.

Desde ese día, la casa se convirtió en un lugar silencioso, cargado de rencor. Figen no hablaba; atendía lo esencial como quien ayuda a un desconocido. Yahya miraba el mar desde la ventana; ya no distinguía el azul. Solo veía la mirada implacable de su hija y el eco interminable de “No te doy mi perdón”. Llamó al hospital para verla; estaba ocupada, sin huecos, no sería posible. El padre fue borrado por completo de la vida de su hija.

Por las noches, le asaltaban pesadillas: la primera esposa, muerta en el parto, preguntaba “¿Por qué no estabas conmigo?”. Luego aparecía con un bebé en brazos: “Es tu hija; ¿por qué no la quisiste?”. Yahya despertaba sollozando; Figen se iba a otra habitación y cerraba la puerta. Yahya quedó suspendido entre la maldición del hijo abandonado en vida y de la esposa dejada sola en la muerte. Ya no tenía adónde huir. Entre cuatro paredes, en su silla de ruedas, con los fantasmas del pasado.

Serap no volvió a verlo. Tampoco lo perdonó. Pero tras aquel último cara a cara, el rencor se fue apagando y dejó una tristeza honda. Su padre ya no era un monstruo; era un hombre débil y digno de lástima que eligió mal toda su vida. Serap siguió su camino: curando a sus pacientes, dando esperanza, intentando ser la persona que su padre jamás supo ser; así cobró su venganza.

Los últimos días de Yahya transcurrieron mirando el horizonte, donde el mar y el cielo se confunden. Quizá esperó el perdón, quizá la muerte. No llegó ni uno ni otra. Se quedó congelado en el espejo helado de su conciencia, dentro de la soledad que él mismo construyó. El rencor, como un bumerán, volvió y se le clavó en el corazón. Traicionó el amor silencioso de una mujer inocente, los sueños de un bebé aún no nacido, su propio juramento: lo dejó todo atrás. Y ahora era el mismo hombre que pedía misericordia a su hija. Pero hay puertas que, una vez cerradas, se convierten en un chirrido que solo se oye desde dentro.

Queridos amigos, quizá haya quien valore el arrepentimiento de Yahya “aunque sea tardío”. Pero pónganse por un momento en el lugar de aquella mujer que murió sola en la sala de partos, y de aquella niña que creció en un orfanato. ¿Y Figen? También tiene su parte: una mujer engañada. La más inocente quizá sea Serap: eligió no perdonar y aferrarse a la vida.

Y queda esto: ¿Puede un hombre abandonar a su bebé en pañales? Si un padre cree que, con una simple firma, borra a su hijo y salva su destino, que sepa que con esa misma firma renuncia a su propio corazón. Algunas semillas no germinan jamás en tierra sin amor. Algunas heridas nunca ven la luz del perdón. Pero algunas personas —como Serap— logran hacer salir su propio sol desde la oscuridad.

La última frase de la historia ya se había dicho en aquel frío pasillo del hospital: “No te doy mi perdón, padre.” Esa frase convirtió el resto de la vida de Yahya en un espejo oscuro. Y en ese espejo, a veces, uno no puede mirarse a sí mismo.