La millonaria se puso un vestido gastado y decidió poner a prueba a la familia del novio. Pero lo que escuchó la llevó a montar la escena principal.

Nelly, que ya no quería depender de nadie, le pidió al chofer que se bajara del coche y tomó el volante ella misma. Siempre había creído que un cambio de actividad era el mejor remedio para el estrés. Y ese día había estado lleno de tantas emociones que podría haber durado toda una semana. La mala racha empezó temprano en la mañana: unos socios se retiraron inesperadamente de un contrato largamente discutido que debía ser un verdadero avance para la empresa. Una amiga de la infancia, a quien no veía desde hacía meses, de repente soltó un duro discurso sobre cómo todos los hombres, sin excepción, eran egoístas e incapaces de sentimientos sinceros. Y para colmo, su asistente, el abogado Gosha, presentó su carta de renuncia. En días así, sobre todo, quería estar lejos de todos y de todo, pero Nelly sabía que no había adónde huir: tenía que seguir trabajando.

En casa, se quitó el abrigo, se desnudó y estuvo mucho tiempo bajo la ducha caliente, intentando lavar la tensión del día con el agua. Envuelta en una toalla de felpa, se tiró a la cama y enseguida se sumió en el silencio del dormitorio. Pero incluso ese silencio fue breve: de repente, el teléfono sonó en la habitación oscura. En la pantalla aparecía el nombre de Gosha. Él nunca llamaba porque sí.

—Tengo un asunto que discutir contigo —empezó con un tono oficial, el mismo que solía reservar para las negociaciones de negocios—. ¿Te gustaría contratar a una persona de confianza para reemplazarme? Mi amigo Andrey es un especialista muy capaz.

Su voz sonaba un poco tensa, como si alguien estuviera cerca de él, o él mismo se sintiera incómodo. Nelly escuchó en silencio su propuesta, hizo una pausa, luego carraspeó suavemente y respondió en voz baja, algo ronca:

—De acuerdo, que venga mañana a la oficina. Hablaremos.

Después de la llamada, se dio vuelta y miró el techo. “Bien hecho, Gosha, incluso interrumpiste mi sueño”, pensó. Para relajarse un poco y recuperar el equilibrio, Nelly se levantó, fue al minibar y se sirvió un poco de brandy. El primer sorbo le quemó la garganta, pero en seguida una calidez se extendió por dentro como una vieja manta que te protege suavemente del frío invernal. Con el vaso en la mano, salió al balcón, se sentó en una silla de mimbre y se envolvió en una manta: las noches ya estaban más frías. Así se quedó dormida, sentada bajo las estrellas, con el vaso en la mano y los pensamientos desvaneciéndose poco a poco en la nada.

La mañana comenzó con numerosas llamadas. Nelly respondía brevemente, casi con monosílabos, mientras preparaba café y calentaba unas tostadas. La empleada doméstica tenía el día libre, así que no había desayuno de verdad. Pero no tenía apetito: le esperaba un día importante en la oficina, donde sus colegas ya la esperaban. Tras la renuncia de Gosha, había muchos temas que discutir, incluido un posible reemplazo.

Cuando Nelly entró en la oficina, Gosha la recibió con una sonrisa contenida, casi ofendida:

—Nelly Mijailovna, la estábamos esperando.

Ella solo asintió y fue a su despacho, dejando la puerta abierta. Los hombres la siguieron.

—Permítame presentarle: este es Andrey Olegovich Zavadsky.

—¿Podría esperar en la recepción? —lo interrumpió antes de que pudiera terminar.

Gosha asintió comprensivo y se fue. Nelly se puso las gafas, tomó el currículum del nuevo candidato y empezó a estudiarlo con atención. Andrey era claramente más joven que Gosha y, a primera vista, no parecía un abogado experimentado. Era difícil determinar su edad exacta, pero aparentemente era bastante más joven que la propia Nelly.

“Un típico joven especialista”, pensó cerrando los documentos. “Tres años menor que yo, experiencia laboral mínima”.

En ese momento, Andrey reunió valor y dijo:

—Entiendo que parezco demasiado joven, Nelly Mijailovna. Pero empecé la universidad temprano, tenía solo quince años.

Nelly se levantó, se acercó y miró al entrevistado con renovado interés.

—¿Así que eres un prodigio?

—Bueno… sí, en la escuela se burlaban de mí llamándome empollón —sonrió—. Aunque, sinceramente, no tengo nada que ver con las plantas.

Ella reflexionó y luego miró hacia la recepción:

—Gosha, prepara la orden de nombramiento.

Esta decisión pronto se mostró totalmente justificada. Andrey resultó ser un especialista increíblemente capaz. Se adaptó rápidamente al nuevo entorno, entendió los asuntos enredados de la empresa, organizó la documentación e incluso propuso un nuevo formato de contrato con los socios. Nelly seguía su trabajo con sorpresa y admiración: ¿cómo podían combinarse tanta inteligencia, compostura y profesionalismo en una persona tan joven?

Cada día, Andrey traía nuevos resultados. Los tratos que gestionaba terminaban en firmas de contratos. Los casos judiciales se resolvían a favor de la empresa con pérdidas mínimas. Parecía que su mera presencia en el equipo influía en el éxito. No era solo un empleado: se convirtió en el motor, la fuerza impulsora que contagiaba de energía y confianza a todos a su alrededor.

En algún momento, Nelly empezó a pensar que tal vez su relación podría ser diferente si él fuera mayor o al menos de su misma edad. Andrey literalmente adoraba a su jefa. Su comportamiento, sus puntos de vista y sus palabras hablaban de profundo respeto y afecto. A veces parecía que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

“Pero eso es solo gratitud”, pensaba Nelly. “Está contento de tener trabajo. Por supuesto que me quiere, pero más como un alumno quiere a su maestra: con cariño, pero sin insinuaciones románticas”.

Una vez, tuvieron que ir juntos a un viaje de negocios para unas negociaciones. Viajaron en tren y Nelly bromeó:

—¡Por lo menos dormiremos al ritmo de las ruedas!

Después de la cena, Andrey dijo que quería trabajar un poco más, y Nelly puso un audiolibro, se envolvió en una manta blanca y se acomodó en la litera. El sonido de las ruedas realmente funcionó como una nana: se durmió rápidamente.

Despertó cuando alguien le quitaba suavemente los auriculares y los ponía junto al teléfono en la repisa. Era Andrey. No podía dormir, y cada respiración de Nelly, cada giro de su cabeza, le provocaba una oleada de emociones. Su sutil perfume, el leve aroma de su cabello, su respiración apenas audible en la penumbra hacían latir su corazón más rápido. Una idea giraba en su cabeza: “No… no… no…” Pero sus manos se acercaron a la manta para destaparla un poco.

Medio dormida, Nelly se volvió hacia él:

—Andrey, ¿qué haces?

—Perdón… ya no puedo evitarlo…

A la mañana siguiente, llovía afuera. El aroma del té recién hecho se extendía por el vagón. Y Nelly y Andrey estaban abrazados, como si el mundo se hubiera detenido para ellos.

—Vámonos de este país a algún paraíso —susurró él—. No soporto nuestros inviernos interminables. Siempre he soñado con vivir en el sur.

Nelly lo miró pensativa.

—¿Y nuestra empresa? ¿Entiendes cuánta gente depende de nosotros? ¿Cuántos tendrían que buscar un nuevo trabajo?

—Podemos dejar a un buen gerente. Alguien que se encargue tan bien como nosotros.

—No sé… ahora es difícil encontrar siquiera un abogado normal. Mira: uno se va, otro apenas llega.

Se levantó, se puso la bata y salió al pasillo del vagón. Afuera, los paisajes lluviosos pasaban rápidamente, la gente estaba cerca de las ventanas como si también estuvieran perdidos en sus pensamientos. Nelly sintió una extraña sensación, como si la estuvieran atrapando en una red invisible. Y cuanto más pensaba en el futuro, más fuerte era esa sensación. Volver al compartimento le daba miedo.

Nelly sentía crecer dentro de sí una tensión ansiosa. La inesperada cercanía con Andrey había dejado una extraña huella en su alma: una mezcla de calidez e inquietud. Por supuesto, él era guapo, encantador, un conversador agradable y, sin duda, un amante atento. Pero, ¿cuán sinceras eran sus palabras aquella noche? ¿O simplemente estaba aprovechando el momento para acercarse a cumplir su sueño: irse a un país cálido, dejando atrás los inviernos fríos y el bullicio de los días de negocios?

Esa pregunta la inquietaba. Nelly no encontraba respuesta, aunque repasaba una y otra vez esas pocas horas juntos en su mente. Mientras tanto, después de esa noche, Andrey cambió. Se volvió insoportablemente insistente, casi todos los días entraba en su despacho, empezaba a abrazarla, besarla, acariciarle suavemente los hombros, los labios, el cabello. Sus gestos estaban llenos de pasión, pero Nelly sentía cada vez más una soga invisible apretándose a su alrededor, no físicamente, sino emocionalmente. No podía rechazarlo; al fin y al cabo, él hablaba de amor, de devoción, de estar dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

—Andrey, por favor, para —intentó detenerlo suavemente una vez—. En el trabajo debemos mantener distancia profesional.

—Pero estamos solos —objetó él—. ¿No te has dado cuenta de que siempre me comporto perfectamente delante de los demás? Y cuando estamos juntos, ¿por qué no permitirnos un poco de romance?

—¿Y si entra alguien?

—¿Quién? Lina está en la recepción, no deja entrar a nadie sin tu permiso.

Tenía razón: Lina, la secretaria, era como un Cerbero, fiel y vigilante guardiana de la oficina. Pero ese no era el problema. Nelly no podía distinguir dónde terminaba el sentimiento genuino y dónde empezaba el papel que interpretaba el joven. El empleado obediente que seguía cada orden de la jefa sin preguntas había desaparecido. Ahora, frente a ella, estaba un amante seguro de sí mismo, exigente, que quería más que una relación a escondidas.

Cada día le recordaba su propuesta de irse. Repetía constantemente que podían dejarlo todo y empezar de nuevo en algún lugar bajo las palmeras, donde el sol brilla todo el año. Ella reía, pero cuanto más lo miraba a los ojos, menos entendía: ¿bromeaba o hablaba en serio? En esos momentos, Nelly intentaba calmarlo con promesas: “Sí, claro, en cuanto la empresa salga de la crisis, nos iremos”. Eso solo ayudaba temporalmente.

Recordaba a su primer marido, aquel hombre guapo que sabía organizar sorpresas que le hacían latir el corazón. También hablaba de amor eterno, de estar siempre juntos hasta que la muerte los separara. Pero en cuanto los negocios fueron mal, fue el primero en desaparecer en el siguiente barco, dejando a Nelly sola con las deudas. Entonces comprendió que el brillo exterior no garantiza la fortaleza interior.

“Me pregunto”, pensó, “cómo se comportará Andrey si realmente me arruino. Si todos mis logros se vienen abajo. ¿Verá en mí a una mujer digna de amor o huirá como el primero?”

Ese pensamiento, como una chispa, empezó a encenderse en su mente. Y pronto se convirtió en una verdadera llama de determinación: tenía que ponerlo a prueba. No con palabras, sino con hechos. Él hablaba demasiado fácilmente sobre un futuro juntos, demasiado seguro sobre el amor, como si no significara nada para él.

Lo decidió. Llamó a Lina y le pidió que preparara un documento falso: una reclamación de un socio en la que se afirmaba que la empresa de Nelly debía indemnizar por pérdidas debido a la entrega de productos de mala calidad. El documento debía parecer real, legalmente impecable. La secretaria, aunque sospechosa, no preguntó nada. Hacía tiempo que sabía: cuando Nelly Mijailovna se tomaba algo en serio, era por algo importante.

Cuando Andrey recibió el documento, enseguida se dio cuenta de que algo no iba bien. Rápidamente leyó el texto y miró a Nelly:

—¿Qué significa esto?

—Significa, querido prometido, que estoy en bancarrota. La empresa puede quebrar.

Andrey la miró con atención, tratando de entender si bromeaba o hablaba en serio. Pero el rostro de Nelly era de piedra. Se dejó caer en una silla en silencio.

—¡Oye, eso hasta es bueno! —dijo de repente—. Ya no habrá matrimonios por interés: ya no eres una empresaria rica, y yo… yo te quiero igual. Así que presentemos los papeles en el registro mañana y vayamos a ver a mis padres este fin de semana.

Nelly se quedó helada. No estaba disgustado, ni asustado: estaba complacido. Más aún, empezó a mandar. Como si ahora él tomara el control de la situación y ella, la antigua jefa, se convirtiera en una mujer dependiente de él.

Cuando se fue, Nelly arrugó el papel y lo tiró a la basura. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? ¿Cómo podía pensar que ahora le pertenecía? Solo un día, y ya se consideraba su dueño. Ya verás, te arrepentirás, pensó, paseando por la oficina, incapaz de calmarse.

Recordó todas las formas posibles de vengarse, de darle una lección a ese descarado. Pensó en libros, películas, historias de mujeres que manipulaban hábilmente a los hombres. Y pareció encontrar una solución.

El sábado, Andrey fue a buscarla para ir a conocer a sus padres. Al ver a Nelly, casi se quedó sin habla. Ella estaba vestida… no, más bien, vestida justo al contrario de su estilo habitual: vaqueros viejos con agujeros en las rodillas, zapatillas destrozadas como sacadas de la basura, un top negro corto y una camisa enorme que le colgaba como un saco. El pelo recogido en un moño desordenado.

—¿Qué es este disfraz? —preguntó, desconcertado.

—Solo quiero parecer una empresaria arruinada —respondió sarcástica.

—No sabía que eras tan bromista —sonrió, abriendo la puerta del coche.

Mientras Andrey iba a avisar a sus padres, Nelly se quedó en el coche. En ese momento, una gitana se acercó a la ventanilla.

—¿Quieres que te lea la suerte, guapa? —preguntó.

—No tengo dinero —respondió Nelly.

—No busco dinero. Quería advertirte. ¿Vienes a ver a Oleg Vitalievich? ¡No te atrevas a hacerle daño! ¡Te maldeciré si haces algo malo!

Nelly se quedó atónita.

—¿Quién es ese Oleg Vitalievich?

—Un famoso cirujano. Salvó a mi hijo de la muerte. Yo lo cuido ahora. Y tú, una extraña, de repente vienes a su casa…

—¡Ah, son los padres de Andrey! —le cayó el veinte a Nelly—. Dios mío, ¿qué he hecho? ¿Cómo me van a ver así?

La gitana añadió:

—Andrey es hijo único. Lo han mimado. Es modesto, inteligente, nunca ha traído chicas a casa. Y tú, una mujer mayor, y de repente…

Nelly sintió un nudo en el estómago. Se dio cuenta de que se había equivocado. Había estado probando a la persona equivocada. Andrey no era un oportunista interesado: realmente la amaba, a pesar de la edad, el estatus social y las diferencias externas.

Cuando Andrey regresó, Nelly confesó:

—Perdóname. Planeé ponerte a prueba, mostrarte lo que es estar con una mujer arruinada. Pero ahora veo que no eres así. Eres auténtico.

—Todo está bien ahora —sonrió él—. Ya le dije a mis padres que eras extra en una película y no tuviste tiempo de cambiarte. Así que solo sigue el juego.

Nelly se inclinó y lo besó en la mejilla.

—Siempre te amaré. Sin pruebas, sin condiciones.