La madrugada se deslizaba fría entre los cerros, envolviendo en su manto de silencio a una pequeña casa de adobe. Allí, la vida y la muerte se encontraron en un instante sagrado: María, una joven campesina de rostro dulce y manos curtidas por el metate, luchaba por dar a luz con la ayuda de una vecina. Afuera, el viento silbaba entre las ramas secas, como si presintiera el desenlace. En ese rincón humilde, la muerte tocó a la puerta en silencio, y el destino de una niña quedó sellado antes incluso de que abriera los ojos al mundo.

La niña lloró al nacer, pero su madre no pudo escucharla por mucho tiempo. El corazón de María se detuvo justo después de besar a su hija y encomendarla a Dios. Así nació Sarita, con la piel morena como la tierra, el cabello negro y unos ojitos que nunca se abrirían del todo. Era ciega de nacimiento.

Pedro, el padre, quedó paralizado al recibir la noticia. No fue el dolor lo que lo inmovilizó, sino la rabia. Vivían al día, apenas sobreviviendo con una milpa que daba lo justo para comer. Al enterarse de que su hija no podía ver, soltó el machete y maldijo con la voz rota: “¿Y ahora qué hago yo con esta niña inútil?” A partir de ese momento, la vida de Sarita se sumió en la penumbra, marcada por la ausencia de caricias y palabras dulces, por el eco de un llanto que solo ella escuchaba.

 

Al principio, una vecina ayudó a Pedro: le dio leche, cambió los pañales de la niña. Pero Pedro, hombre de carácter duro y alma herida, empezó a beber más seguido. Decía que Dios lo había castigado y que no tenía por qué cargar con algo que él no pidió. “Ni siquiera me ve cuando llego”, gritaba al entrar borracho, como si Sarita no existiera.

Sarita crecía en la oscuridad, sin juegos ni consuelo, reconociendo solo el murmullo del viento, el olor de la leña, el crujido de la madera vieja y el sonido de su propio llanto. Sin embargo, cada noche murmuraba en voz baja la frase que su madre alcanzó a decirle antes de morir: “Dios te ama, hijita, aunque no puedas ver el cielo”.

A los cuatro años, Pedro la entregó a unos parientes lejanos que vivían en otro rancho. Dijo que no podía mantenerla, que sería mejor para la niña, pero la verdad era que no quería seguir viéndola. Los tíos, una pareja sin hijos y con poco amor en el alma, la aceptaron solo porque creían que podrían recibir ayudas del gobierno por tener una niña discapacitada. “Nos cae como bendición”, dijo el hombre, revolviéndole el pelo con fingida ternura. Pero desde el primer día, Sarita entendió que no era una hija ni una sobrina: era un estorbo, una molestia.

La dejaron durmiendo en un rincón del gallinero, le daban de comer lo que sobraba y la mantenían alejada cuando venían visitas. Ella no decía nada, solo apretaba la cobija vieja que llevaba desde bebé y oraba: “Dios, si tú puedes ver, dime dónde estoy. No quiero morirme sola”.

Una mañana, mientras lloraba bajo el corral, una voz vieja y suave le habló desde la cerca: “¿Quién te enseñó a cantar así, mi niña?” Era la primera vez que alguien la escuchaba de verdad. Sarita, sorprendida, se limpió las lágrimas con la manga sucia de su vestido y agachó la cabeza. “No estaba cantando, señora”, susurró. “Claro que sí”, insistió la voz. “Estabas cantando como quien le habla al cielo. ¿De dónde aprendiste eso?”

Sarita no supo explicar que, en su oscuridad, a veces su pecho se llenaba de melodías que no sabía de dónde venían. Solo sentía que, si no cantaba, el dolor se le estancaba por dentro. La anciana que la escuchaba era doña Mariana, una campesina viuda, flaca y encorvada por los años, que pasaba cada día por el camino junto al corral donde Sarita solía sentarse. Tenía una mirada triste, como quien ha perdido mucho en la vida, pero esa mañana sus ojos brillaban distinto.

“¿Cómo te llamas, hija?”, preguntó acercándose un poco.
“Sarita.”
“¿Y tus papás?”
“Mi mamá se fue al cielo y mi papá creo que no me quiere.”

Doña Mariana observó el estado de la niña: ropa vieja, costras en los brazos, pies descalzos, una voz demasiado triste para tener apenas siete años. “¿Sabes qué, Sarita? Yo tuve un hijo que también cantaba, pero Dios se lo llevó muy pronto. Cuando te escuché, fue como volver a oírlo”.

Esa tarde, mientras los tíos dormían la siesta, doña Mariana regresó con algo envuelto en un pañuelo: una pequeña armónica vieja. “Esto era de mi hijo”, dijo, poniéndosela en las manos. “Quiero que la tengas tú, pero solo si prometes que le vas a hablar a Dios con ella, ¿eh?” Sarita la sostuvo como si fuera de oro, sus dedos temblaban y sus ojos apagados parecían encenderse por dentro. “¿Y cómo se toca?” “Con el alma”, respondió la anciana. “Tú ya sabes cómo”.

Desde ese día, doña Mariana iba cada tarde a enseñarle lo poco que recordaba. Sarita aprendía rápido, tenía un don: aunque no veía, sus oídos entendían lo invisible. Tocaba con los ojos cerrados y el corazón abierto. Las gallinas dejaban de cacarear, el viento se callaba, incluso los perros del rancho se acostaban en silencio a escucharla.

 

Pero la paz no duró mucho. Una tarde, mientras Sarita practicaba, su tía salió furiosa con una vara en la mano. “¿Quién te dio eso, escuincla? Aquí no estamos para chifladeras. Esa armónica no es tuya”, y se la quitó de un jalón, arrojándola al lodo. Sarita no lloró; solo se agachó, recogió el instrumento cubierto de tierra y, con voz firme, dijo: “Dios me la dio a través de doña Mariana”. Su tía la bofeteó con rabia.

Doña Mariana, desde la cerca, apretó los puños. Esa noche, mientras oraba bajo un mezquite, juró que no iba a permitir que esa niña siguiera creciendo entre sombras sin esperanza. No pudo dormir, recordando el rostro de Sarita, el modo en que apretaba la armónica sucia contra el pecho como si fuera lo único que tenía en el mundo.

Al día siguiente, fue a hablar con los tíos. Los encontró bajo la sombra de un mezquite, comiendo tamales y bebiendo pulque.
“Vengo a hablar de la niña”, dijo firme. “No está bien lo que le hacen.”
El hombre levantó la vista con fastidio. “¿Y usted qué? ¿Quién la mandó?”
“Dios”, respondió doña Mariana sin vacilar. “Y también mi conciencia.”
La mujer se rió. “Ahora resulta que la cieguita tiene abogada. Esa chamaca nos la dejó su padre. ¿Qué quiere que hagamos? ¿Que la tratemos como princesa?”
“No”, respondió la anciana, “pero al menos traten de no destruirle el alma. Sarita tiene un don, canta como los ángeles. Yo puedo llevarla a mi casa, criarla, educarla, hacerla alguien”.

El hombre se levantó con tono amenazante. “¿Está loca o qué? ¿Sabe cuánto nos dan por tenerla en casa? ¿Sabe cuántos papeles firmé para que el gobierno nos diera esa ayuda?”
Ahí estaba la verdad: Sarita no era una sobrina, era un negocio.

“Esa niña no es un número ni un cheque”, dijo doña Mariana, conteniendo la furia. “Es un alma que Dios me mostró”.
Pero no la dejaron ni acercarse más. “Si se mete otra vez, le vamos a romper la armónica en la cabeza”, gritó la mujer.

La anciana se fue con el corazón apretado. Ese día no vio a Sarita. Pasaron tres días. En el pueblo se corría el rumor de que doña Mariana andaba media loca, que ahora quería adoptar una ciega. Algunos la veían con burla, otros con lástima, pero nadie hacía nada.

Hasta que una tarde, una gallina escapó del corral de los tíos. Sarita, guiada por el sonido, salió tras ella y tropezó con una piedra. Cayó con fuerza, se raspó la cara y la armónica se le resbaló de las manos. Un grupo de muchachos lo vio desde lejos.
“Ahí va la ciega”, gritaron entre risas. “Tócala, pues, para que veas por dónde vas”.

Sarita, con la boca rota y los ojos cerrados como siempre, se levantó despacio, sacó la armónica y empezó a tocar. No por ellos, sino por sí misma, para no quebrarse. La melodía fue tan triste que incluso los muchachos se quedaron quietos, como si el viento, el polvo y hasta los ladridos del perro se hubieran rendido a ese lamento.

Justo entonces, doña Mariana apareció. La cargó en brazos sin decir una palabra.
“Yo me la llevo”, murmuró mientras caminaba de regreso. “Y si alguien quiere impedírmelo, que se atreva a ponerle la mano encima otra vez”.

 

Esa noche, Sarita durmió por primera vez en una cama limpia, con la armónica bajo la almohada y una voz suave que le decía: “Dios no se olvida de los que no ven, porque Él sí ve por todos, hija”. Doña Mariana acomodó un petate junto a la cama de Sarita, por si la niña se despertaba con miedo, pero esa noche el silencio fue profundo. Solo se oía el canto lejano de los grillos y el susurro del viento entre los tejados. Sarita dormía abrazada a la armónica, con una leve sonrisa: era como si su alma, por fin, tuviera un refugio.

Desde ese día, doña Mariana la trató como si fuera sangre de su sangre. Le enseñó a lavar sus propios vestidos, a moler maíz, a distinguir los sonidos del campo: el silbido de las chicharras, el crujir de las ramas secas, el canto del gallo viejo. Pero, sobre todo, le enseñó a caminar con dignidad.
“Tú no estás ciega, Sarita, solo miras de otra forma”, le decía. “Hay muchos que ven, pero no entienden nada. Tú entiendes con el alma”.

La niña no hablaba mucho, pero cada día sonreía más. Cuando tocaba la armónica, todo el pueblo se detenía. No era fama, era respeto: los campesinos sabían que ese sonido venía del corazón de una niña que había sido despreciada, pero nunca se quebró.

Un día, mientras caminaban juntas al molino, se encontraron con los tíos. Él, con el sombrero torcido y la mirada desafiante; ella, con los brazos cruzados y una sonrisa falsa.
“Ya no la vas a tener mucho tiempo, vieja”, dijo la mujer. “Tenemos papeles que dicen que es nuestra. ¿Sabes cuánto vale esta niña para nosotros?”
“Mucho más de lo que crees”, le sostuvo la mirada doña Mariana. “¿Y saben cuánto vale para Dios?”, preguntó en voz baja. “No hay papel que pueda medir eso”.

Los tíos fueron al municipio, buscaron abogados: querían a la niña, no por amor, sino por el dinero que podían seguir exprimiendo a costa de ella. Pero el juez del pueblo, un hombre justo que conocía bien el caso, mandó a hacer una visita al rancho de doña Mariana. Una trabajadora social llegó sin avisar. Lo que encontró fue a una niña limpia, sonriente, tocando la armónica con una ternura que no cabía en palabras. Tenía una cama propia, comida caliente, un cuaderno de canciones que la misma anciana le ayudaba a escribir en Braille.

Cuando le preguntaron qué quería, Sarita respondió con firmeza:
“Quiero quedarme aquí. Aquí aprendí a ver. Aquí Dios me dio una familia”.

La mujer la abrazó con lágrimas. Nunca había escuchado algo tan puro. Ese mismo día se selló la resolución: Sarita no volvería jamás con sus tíos. El pueblo respiró con alivio y doña Mariana cayó de rodillas al pie de un árbol viejo, orando en silencio: “Gracias, Dios. Yo sembré cariño, pero tú diste el milagro”.

Sarita no supo de juicios ni de trámites. Solo supo que, por primera vez, el mundo dejaba de ser oscuro.

Pasaron los años y el rostro de la niña fue cambiando. La niña frágil y callada se fue transformando en una jovencita firme, de voz templada, de manos trabajadoras y de alma despierta. Aunque sus ojos seguían sin ver el color del cielo ni el rostro de doña Mariana, su corazón lo entendía todo. Cada mañana se levantaba antes que el gallo, ordenaba su cama, le preparaba el café a la anciana y salía a barrer el patio con la escoba de palma que ella misma había trenzado. Luego, mientras el sol apenas tocaba los cerros, tomaba su armónica y, antes de cualquier cosa, se sentaba frente al altar de adobe a tocar una melodía para Dios.
“Gracias por otro día, aunque no lo vea, porque lo siento”, decía.

Doña Mariana envejecía con lentitud, seguía enseñándole cosas nuevas: cómo leer con las yemas de los dedos, cómo sembrar al ritmo de la luna, cómo distinguir la dirección del viento solo con el oído. Pero, más que nada, le enseñó a no guardarse el amor.

Una tarde, doña Mariana no salió del cuarto. Sarita entró a buscarla y la encontró acostada, con la Biblia abierta sobre el pecho y los ojos cerrados. Su rostro estaba en paz, como si ya hubiera visto lo que tenía que ver. Sarita se sentó a su lado, le tomó la mano arrugada y oró en voz baja, sin lágrimas:
“Gracias, Dios, porque no me dejaste sola. Gracias por darme una madre, aunque no la haya visto venir. Recíbela y permíteme volver a verla algún día”.

El pueblo entero acudió al velorio. Nunca hubo tantos sombreros inclinados ni tantas flores cortadas con respeto. Aquella vieja que parecía una loca cuando rescató a una niña ciega había terminado siendo la luz de todo el pueblo.

Sarita heredó la casita, el terreno y la armónica, pero no se quedó ahí. Con ayuda de algunos vecinos que la apreciaban, construyó un pequeño espacio donde empezó a enseñar música a niños pobres, muchos de ellos con alguna discapacidad. Lo hizo sin cobrar un centavo. Decía que todo lo que sabía le fue dado y que debía devolverlo. “La luz no se guarda, se reparte”, repetía.

Un día, un niño le preguntó:
“¿No le gustaría ver, maestra?”

Sarita sonrió, acarició su armónica y respondió:
“Antes quería. Ahora ya no. Dios me dio una forma distinta de mirar. Y lo que he visto con el alma vale más que mil ojos”.