“Las prácticas sexuales más extrañas de la era medieval”

Nunca olvidaré el olor a lana húmeda y humo de leña que impregnaba mi primera noche como esposa. Tenía apenas quince inviernos, y mis pies descalzos temblaban sobre las rústicas hojas de juncos que cubrían el suelo de la cabaña de piedra. Afuera, el viento otoñal azotaba las paredes, y dentro, la luz de las velas dibujaba sombras inquietantes sobre el rostro curtido de Henrik, mi marido, casi el doble de mi edad. Me habían entregado a él por tres cerdos y medio acre de cebada; mi destino sellado en una transacción donde mi cuerpo era moneda y mi voluntad, irrelevante.

 

No era una noche de amor. Era una noche de prueba, de vigilancia y miedo. El vestido de lana áspera que mi madre cosió para mí, el mismo que llevó en su propia noche de bodas, me envolvía como una armadura inútil. Afuera, los amigos de Henrik, ebrios de cerveza, gritaban obscenidades y golpeaban ollas con cucharas de madera. No se irían hasta oír mis gritos, prueba de que el himen había sido roto y la unión consumada. La intimidad era un espectáculo público, una obligación legal y religiosa.

El ritual comenzó mucho antes de que Henrik me tocara. Los invitados nos arrastraron literalmente al lecho, nos desnudaron entre canciones burdas y luego se apostaron junto a la puerta, atentos a cualquier sonido que confirmara la consumación. Yo sentía el peso de sus miradas a través de las paredes, el juicio de la comunidad y la amenaza de deshonra si no sangraba. Mi madre me había advertido de mis deberes conyugales, pero ninguna palabra podía prepararme para el miedo, la confusión y la soledad que me envolvían.

 

La Iglesia había dictado cada aspecto de la sexualidad. San Jerónimo, siglos antes, afirmó que amar demasiado a la esposa era adulterio. Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, prohibió el placer excesivo, las posiciones alternativas, el sexo en días sagrados, durante la menstruación, el embarazo o la lactancia. Según estos cálculos, sólo podíamos unirnos unas cincuenta veces al año sin caer en pecado mortal.

Cada encuentro era una batalla entre el deseo natural y el terror religioso. Cuando Henrik me buscó en un miércoles prohibido de Cuaresma, tuve que elegir entre arriesgar mi alma o enfrentar su ira, en un mundo donde la violencia doméstica era norma y la resistencia femenina, casi imposible.

La medicina medieval consideraba a las mujeres como hombres defectuosos, sus órganos sexuales una versión invertida de los masculinos. Se pensaba que la vagina era un pene al revés, y los ovarios, testículos internos. Creían que el orgasmo femenino era necesario para la concepción, y que el embarazo tras una violación era prueba de consentimiento. Mi madre me habló del “útero errante”, una amenaza invisible que podía causar locura y muerte, y que se curaba con olores y rituales extraños.

 

En los bosques, las mujeres recolectaban hierbas bajo la luna llena: poleo y tanaceto para evitar embarazos, aunque la dosis entre la vida y la muerte era mínima. La raíz de mandrágora, con forma humana, se usaba como amuleto de fertilidad. La Iglesia condenaba estas prácticas como brujería, pero la desesperación y la tradición las mantenían vivas. Saltar siete veces hacia atrás después del acto, beber vino con abejas molidas, o aplicar sustancias tóxicas eran remedios peligrosos, pero a veces la única esperanza.

El embarazo fuera del matrimonio era una sentencia social: destierro, muerte, o infanticidio. El parto, una amenaza constante, mataba a una de cada tres mujeres. El honor familiar dependía de mi virginidad, y la sangre del himen era prueba pública de pureza. Si no sangraba, podía ser devuelta a mi familia, marcada como fraudulenta o incluso asesinada. Algunas jóvenes fingían la evidencia con sangre de pollo, pero la ignorancia médica sobre el himen era absoluta.

 

La consumación era asunto legal; los tribunales eclesiásticos examinaban cuerpos y escuchaban testimonios de vecinos. Las posiciones sexuales fuera del misionero eran condenadas; la mujer encima, considerada antinatural, y la penetración trasera, bestial. Sin embargo, los relatos populares y la literatura noble revelaban una vida secreta de placer y transgresión, donde el peligro de excomunión era real.

La amenaza de demonios sexuales era constante. El súcubo y el íncubo eran figuras reales en la mente medieval, responsables de sueños húmedos y embarazos inexplicables. La línea entre víctima y bruja era tenue, y la parálisis del sueño, interpretada como ataque demoníaco, podía terminar en exorcismos o ejecuciones.

La menstruación era vista como veneno, capaz de arruinar cosechas y volver a los hombres impotentes. Las mujeres menstruantes eran aisladas, prohibidas en iglesias y cocinas. Los remedios médicos incluían sangrías y purgas, y el sexo se recomendaba como cura. Nosotras, las mujeres, aprendíamos a manejar nuestro ciclo en secreto, usando musgo, trapos y remedios herbales, lejos de la condena masculina.

 

La compatibilidad sexual se evaluaba según humores, signos astrológicos y características físicas. Los médicos examinaban caderas y penes como ganado, y la Iglesia regulaba matrimonios por parentesco espiritual y sanguíneo. La impotencia era humillación pública; la reputación sexual, frágil como el cristal.

Las leyes castigaban el adulterio femenino con la muerte, pero permitían la promiscuidad masculina. Los rituales de cortejo, como el “bundling board”, permitían a las parejas dormir separadas por una tabla, probando compatibilidad sin riesgo de embarazo. La magia sexual y los rituales de fertilidad sobrevivieron bajo máscaras cristianas, y las fiestas como el Mayday eran oportunidades para encuentros prohibidos.

El control sexual era absoluto: confesiones, inquisición, y castigos extremos como la cárcel o la castración pública. Los manuales de penitencia detallaban cientos de pecados sexuales y sus penas. Los cinturones de castidad, aunque raros, simbolizaban el terror a la autonomía femenina. Los burdeles eran regulados por las autoridades, y las prostitutas vivían bajo vigilancia constante.

La práctica del “derecho de pernada”, aunque debatida por historiadores, reflejaba la vulnerabilidad sexual de las mujeres campesinas. Los nobles consultaban astrólogos para elegir el momento de concebir, y los comandantes prohibían el sexo antes de batallas, creyendo que drenaba la fuerza marcial.

 

La sexualidad medieval estaba marcada por el poder, el miedo y la necesidad de supervivencia. El placer era sospechoso, la intimidad siempre pública y peligrosa. A pesar de la represión, la gente encontraba formas de rebelarse, de buscar amor y placer en la sombra.

Mientras Henrik se acercaba a mí en la penumbra, sentí no solo el miedo personal, sino el peso de siglos de ansiedad cultural. Mi cuerpo era campo de batalla, mi vida, moneda de cambio, mi deseo, peligroso y prohibido. Pero también, bajo la superficie, existía una resiliencia humana indomable, un anhelo de conexión y libertad que ni la Iglesia ni la comunidad podían extinguir por completo.

 

La historia de Margot no es solo mía. Es la historia de millones de mujeres y hombres que lucharon por sobrevivir y amar en un mundo hostil. Las prácticas extrañas y crueles de la Edad Media nacieron de la interacción entre religión, economía y necesidad humana. Comprenderlas nos ayuda a ver cuánto hemos avanzado, pero también cuántos de los miedos y tabúes siguen vivos hoy.

La sexualidad siempre ha sido política, peligrosa y esencial. La lucha por la libertad íntima no es moderna, sino eterna. En el temblor de mis manos y la dureza de los dedos de Henrik, se encierra el choque de una civilización entera, y la esperanza de que algún día, la intimidad pueda ser realmente libre, realmente humana.