La sala de reuniones en el último piso de Barros & Asociados parecía flotar sobre la ciudad, iluminada por los últimos rayos del sol que se filtraban a través de los ventanales. El aire acondicionado zumbaba, pero no lograba disipar el calor que emanaba de la tensión acumulada. Sentados alrededor de una mesa de cristal, cinco hombres y dos mujeres —todos socios millonarios de Augusto Barros— observaban un documento disperso en varias hojas, como si fuera un enigma imposible de resolver.

Augusto, presidente y dueño de la empresa, tenía la corbata aflojada y las manos sudorosas. Su voz, áspera por la preocupación, rompió el silencio:
—Esto vale millones y el plazo termina esta noche. Si no traducimos esto con precisión, el contrato irá a otra empresa.

Habían contratado a tres traductores de renombre, pagado software carísimo y hasta contactado universidades internacionales. Nada funcionó. El documento, escrito en una mezcla rara de lenguas antiguas y dialectos poco conocidos, había resistido todos los intentos de traducción. Lo que estaba en juego no era solo dinero, sino una oportunidad estratégica que podría cambiar el rumbo de la empresa.

En un rincón, discretamente, estaba doña Teresa, la señora de la limpieza, esperando que terminara la reunión para poder hacer su trabajo. A su lado, su hija Isabela, de trece años, sostenía una mochila gastada y observaba todo con una atención inusual. Había acompañado a su madre porque la escuela estaba en huelga y no tenía con quién quedarse.

De repente, Augusto golpeó la mesa con la palma de la mano, exasperado.
—¡Pagaría cualquier cantidad por tener esto traducido ahora mismo!

Doña Teresa, sin pensar demasiado, murmuró con orgullo:
—Mi hija habla nueve lenguas.

La frase, que para ella era solo una muestra de amor materno, resonó en la sala como una provocación. Augusto echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada grande y burlona, tan alta que contagió a todos los presentes. Algunos socios negaron con la cabeza, como si se tratara de la broma del día.

—¿Nueve lenguas? —repitió Augusto entre risas—. ¿Y crees que ella puede traducir esto? ¿Lo que ni los expertos del mundo han logrado?

Isabela, con el rostro sereno, dio un paso al frente.
—Puedo intentarlo —dijo sin titubear.

Augusto cruzó los brazos y la miró desafiante.
—Muy bien, pequeña. Aquí tienes el documento. Veamos hasta dónde llega esa confianza.

Empujó las hojas hacia ella. El silencio se apoderó de la sala.

Isabela se sentó, pasó los dedos por las líneas de texto y, con una expresión de profunda concentración, comenzó a murmurar palabras en diferentes idiomas. El sonido era extraño para quienes no entendían, pero transmitía una certeza inesperada en una adolescente.

Tras unos minutos, Isabela levantó la mirada y dijo algo que hizo que todos contuvieran la respiración:
—Creo que encontré algo que ustedes no han notado.

El silencio que siguió fue irreal. Minutos antes, la sala estaba llena de risas y miradas de burla. Ahora, todos estaban inmóviles, observando a esa niña delgada que hojeaba las páginas con una calma casi irritante para quienes estaban acostumbrados a respuestas inmediatas.

Augusto, con una sonrisa apenas perceptible, se recostó en la silla, pero ya no reía. Su curiosidad había vencido a la soberbia, aunque no lo admitiera.
—Muy bien, pequeña —dijo en tono más contenido—. ¿Qué exactamente crees que has encontrado?

Isabela no respondió de inmediato. Repasó la segunda página, los dedos siguiendo las líneas llenas de símbolos y palabras desconexas. Respiró hondo y habló en voz baja pero firme:
—Estas frases no están solo en un idioma, cambian de lengua a mitad de la oración. Es un código para impedir que cualquier traductor automático funcione.

Los socios se miraron entre sí. Uno de ellos, el señor Nogueira, frunció el ceño.
—¿Y crees que puedes romper ese código? —preguntó con incredulidad.

Isabela sonrió levemente.
—No lo creo. Estoy segura.

Doña Teresa, en el rincón, apretaba el trapo de limpieza entre sus manos sudorosas. Conocía el talento de su hija, pero nunca imaginó que algún día la pondría en el centro de una sala llena de gente poderosa.

Augusto se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa.
—Si consigues traducirlo antes del final de la tarde, este documento vale más que el doble de tu mesada.

El tono era medio jocoso, pero la atención era real. El plazo para entregar la traducción al socio extranjero expiraba en pocas horas. Sin ella, un contrato de más de 200 millones de dólares se iría a la competencia.

Isabela pidió papel y bolígrafo y empezó a anotar. Mezclaba palabras en inglés, árabe, ruso y otros idiomas menos conocidos. Las miradas en la sala alternaban entre curiosidad e impaciencia. El sonido del bolígrafo sobre el papel era acompañado por el suave chasquido de sus dedos cuando se detenía a pensar.

Uno de los socios susurró al otro:
—Esto es una pérdida de tiempo.

Pero antes de que pudieran reír de nuevo, Isabela levantó la cabeza. Sus ojos brillaban con una mezcla de descubrimiento y urgencia.

—Aquí está la primera parte —dijo, entregando una hoja a Augusto.

Él la leyó y su expresión cambió. No era solo una traducción. Había una cláusula que nadie había mencionado antes. Una cláusula que, si era cierta, podía cambiar completamente el rumbo de la negociación.

—¿Cómo? ¿Sabías esto? —preguntó casi en un susurro.

Isabela solo sonrió.
—Dije que no era solo traducir, era entender.

El aire en la sala parecía más pesado. Augusto sostenía la hoja como si fuera de vidrio. Los otros socios se inclinaron para leer por encima de su hombro.

—Esto no estaba en el informe de los traductores —murmuró Augusto.

La cláusula traducida por la niña decía, en términos simples, que la empresa extranjera solo firmaría el contrato si el lado brasileño demostraba la legítima procedencia de una tecnología descrita en el documento. Más aún, había un plazo oculto, indicado por palabras clave en diferentes lenguas, que apuntaba exactamente a 48 horas antes de lo que todos pensaban.

—¿Entienden lo que esto significa? —dijo Augusto, mirando al grupo—. Si ella no hubiera encontrado esto, ya habríamos perdido antes de enviar la respuesta.

Los murmullos comenzaron. El señor Nogueira, el más escéptico, aclaró la garganta.

—¿O sea que nuestra traductora acaba de salvar un contrato de 200 millones? —preguntó con incredulidad.

Isabela, sentada con las piernas cruzadas, hojeaba la siguiente parte del documento sin dejarse afectar.

—Esa es solo la primera trampa. Hay más —dijo con calma.

Augusto frunció el ceño.
—¿Más?

Ella asintió, escribiendo rápidamente en otra hoja.

—Usaron una técnica antigua que mezcla idiomas y símbolos para ocultar instrucciones internas. Es como un mapa para quien sepa leerlo.

Los socios se miraron, algunos visiblemente incómodos por el hecho de que una niña tan joven hubiera descubierto lo que expertos de universidades prestigiosas no vieron.

Mientras Isabela escribía, Augusto se acercó más, observando cada movimiento. Había algo en la seguridad de la niña que lo intrigaba. No era arrogancia, era certeza, como si hubiera entrenado toda su vida para ese momento.

De repente, Isabela se detuvo, dejó el bolígrafo sobre la mesa y miró a todos.

—Esta segunda parte —respiró hondo— contiene una condición secreta que nunca mencionaron en las negociaciones.

El silencio volvió, aún más intenso. Augusto tragó saliva.

—¿Qué condición?

Isabela se inclinó hacia adelante, como quien va a revelar un secreto que puede cambiarlo todo.

—Solo firmarán si reciben, junto con la propuesta final, los registros originales del desarrollo de la tecnología. No copias, no resúmenes, los originales.

Un murmullo recorrió la sala. Los socios se movieron incómodos en las sillas, algunos soltando exclamaciones bajas. El señor Nogueira fue el primero en verbalizar lo que todos pensaban.

—Eso es imposible. Esos registros están guardados bajo llave hace más de veinte años.

Augusto se pasó la mano por el rostro, intentando alejar el peso de la situación.

—Y sin eso, ni responden.

Isabela asintió.

—Exactamente. Y hay más. Escribieron de forma que nadie notara el plazo oculto. Si no entregan hasta mañana por la noche, consideran la negociación cerrada.

El reloj marcaba poco después de las tres de la tarde. El plazo que antes parecía de días, ahora se resumía a poco más de treinta horas.

Doña Teresa, apoyada en la pared, intentaba comprender la gravedad de la situación. No sabía detalles sobre contratos o millones de dólares, pero percibía que algo grande estaba en juego y que su hija tenía la clave para resolverlo.

—¿Y el resto del documento? —preguntó Augusto, recuperando el control—. ¿Hay más trampas?

Isabela sonrió medio, como si la pregunta fuera una confirmación de lo que él temía.

—Sí. Pero esta es la más peligrosa.

Un silencio denso se formó. Por primera vez, Augusto miró a la niña sin rastro de burla.

—¿Qué sugieres que hagamos?

Ella se recostó en la silla, respiró profundo y habló con la seguridad de quien entiende la urgencia.

—Primero deben decidir si están dispuestos a pagar el precio que piden. Luego sigo la traducción y muestro cómo negociar esto a nuestro favor.

El reloj seguía corriendo y, por primera vez, todos percibieron que el futuro de la negociación millonaria estaba en manos de una niña de trece años.

## **Cao trào: El juego de la negociación**

El silencio duró unos segundos, pero fue roto por el chasquido impaciente de los dedos del señor Nogueira.

—Esto es una locura, Augusto.

Su voz era firme y cargada de reproche.

—No podemos entregar esos registros. Es nuestro mayor as bajo la manga.

—Y sin ellos —replicó Augusto, sin ocultar la irritación—, perdemos el contrato, la sociedad y quedamos a merced de la competencia.

Los socios comenzaron a hablar al mismo tiempo. Unos defendían que no valía la pena arriesgar, otros creían que era mejor ceder para no perder la oportunidad. La sala se convirtió en un campo de batalla verbal, donde cada argumento parecía más urgente que el anterior.

Isabela, sentada al extremo opuesto, observaba en silencio. Sabía que no tenía el poder de decisión, pero entendía que el tiempo jugaba en contra. Tomó el bolígrafo y siguió escribiendo partes de la traducción, aislando fragmentos que parecían contener mensajes ocultos.

—Escuchen —Augusto golpeó la mesa, haciendo que todos callaran—. La cuestión no es solo si entregamos o no. Es cómo entregar.

Se volvió hacia Isabela.

—Dijiste que podemos negociar esto a nuestro favor. ¿Cómo?

La niña mordió el labio un instante, analizando mentalmente lo leído.

—El documento está escrito para crear presión psicológica. Ellos creen que ustedes van a rechazar. Así cierran con otra empresa que ya está lista para entregar todo. Pero… —hizo una pausa estratégica— hay una brecha.

—¿Qué brecha? —preguntó una de las socias, inclinándose.

Isabela señaló un fragmento que mezclaba alemán y turco.

—Aquí dice que si presentan pruebas equivalentes de desarrollo, lo consideran válido. No está claro para quien lee rápido, pero es suficiente para negociar sin entregar totalmente los archivos originales.

Los socios se miraron, algunos aliviados, otros aún desconfiados.

—¿Estás segura de eso? —preguntó Nogueira, ya sin risas.

—Absolutamente —respondió Isabela con firmeza—. Pero deben actuar ahora. Cuanto más demoren, más difícil será convencer al otro lado.

Augusto respiró hondo. Por primera vez desde que comenzó la reunión, miró a la niña como pieza central del juego, no como un simple accidente.

—Entonces haremos a tu manera.

Doña Teresa, que observaba todo en silencio, sintió una mezcla de orgullo y preocupación. Sabía que su hija era capaz, pero también percibía que ahora entraba en un terreno donde hasta los adultos tropezaban.

El reloj marcaba las cuatro de la tarde, cada segundo perdido parecía una cuerda apretando el cuello de todos. La pila de papeles frente a Isabela intimidaba a cualquier adulto, pero no a ella. Ajustó la silla, acercó las hojas y comenzó a trabajar como si estuviera en su propio escritorio en casa.

El sonido del bolígrafo deslizándose sobre el papel era constante, interrumpido solo por pausas estratégicas para reflexionar y descifrar fragmentos más complejos. Augusto, ahora de pie detrás de ella, observaba cada palabra que surgía en las anotaciones.

Los otros socios se posicionaron alrededor de la mesa, inclinándose para ver, como si la traducción fuera un espectáculo imperdible.

—No está solo traduciendo —comentó en voz baja una de las socias, una mujer rubia de cabello recogido—. Está descifrando patrones que ni imaginábamos.

Isabela alternaba frases en inglés, ruso, japonés y hasta lenguas tribales poco conocidas, pero para ella todo tenía sentido.

—Aquí —dijo, señalando una página—, ocultaron instrucciones internas dentro de referencias históricas. Quien no conozca el origen de esas fechas jamás lo notaría.

Augusto tomó la hoja y leyó en silencio, asintiendo.

—¿Esto significa que nos están probando? —dijo pensativo—. ¿Quieren ver si estamos a su altura?

Cada nueva frase traducida cambiaba el clima en la sala. La burla inicial había desaparecido. Ahora había una mezcla de admiración y urgencia. El reloj seguía avanzando y cada descubrimiento traía no solo respuestas, sino nuevas preguntas.

—¿Y esto? —preguntó Nogueira, señalando un símbolo extraño en la esquina de la página.

Isabela sonrió, como si esperara esa pregunta.

—Es un marcador. Significa que lo que sigue es confidencial y solo puede interpretarse con un conjunto de códigos que aparece al final.

Hojeó hasta las últimas páginas y encontró los códigos, anotándolos rápidamente.

—Con esto, puedo liberar la parte final del documento.

Doña Teresa miraba de lejos, intentando disimular la emoción. Para ella, esa escena parecía imposible: su hija frente a una mesa rodeada de millonarios, liderando una negociación que valía más que todo lo que habían imaginado.

De repente, Isabela levantó la cabeza y miró a Augusto con seriedad.

—La parte final contiene algo que deben ver ahora, pero también los obligará a tomar una decisión inmediata.

Los socios se movieron inquietos. Augusto frunció el ceño, sintiendo el peso de lo que estaba por venir.

—Muéstralo.

Isabela giró la última hoja traducida y lo que estaba escrito hizo que hasta los más experimentados intercambiaran miradas inquietas. El papel en las manos de Augusto temblaba levemente. Pasó los ojos por las líneas traducidas y su rostro se endureció.

—¿Es una amenaza? —preguntó la mujer rubia, mirando a Isabela, como esperando que confirmara un error de interpretación.

La niña mantuvo la calma.

—No exactamente. Es más una condición velada. Dicen aquí, usando un código entre lenguas antiguas y expresiones militares, que si no aceptan todos los términos, harán público un informe con información que puede dañar la imagen de la empresa.

Un murmullo nervioso recorrió la sala. Algunos socios abrieron los ojos, otros soltaron suspiros pesados.

—Eso es chantaje —dijo Nogueira, inclinándose sobre la mesa.

—No lo es —replicó Isabela, hojeando sus notas—. Técnicamente no mencionan nada directamente. Es como una coincidencia de divulgación de información, pero quien entiende el código sabe que es un mensaje claro.

Augusto respiró hondo, sintiendo el peso de la revelación.

—Entonces, además de exigir los registros originales, quieren intimidarnos.

—Sí —respondió Isabela—. Pero de nuevo, hay una brecha. Escriben que la divulgación puede evitarse mediante un entendimiento pleno y satisfactorio entre las partes. Es lo suficientemente vago para que negocien otra condición en su lugar.

Los socios se miraron, intentando procesar todo. La mezcla de desconfianza y respeto por la niña crecía cada minuto. No era solo una traducción, era una decodificación de intenciones.

—Esto lo cambia todo —murmuró la mujer rubia—. Si usamos esa brecha, no solo evitamos la amenaza, sino que podemos forzarlos a aceptar menos de lo que piden.

Isabela puso el bolígrafo sobre la mesa y miró a Augusto.

—Pero el tiempo corre. Esperan una respuesta para mañana por la noche y aún debo preparar la traducción final para enviar.

Augusto cerró los ojos un instante. Recordó años de negociaciones duras, pero nunca una como esa. Cuando los abrió, su voz ya no era la misma. Había seriedad y respeto.

—Bien. Tú liderarás esta parte.

Doña Teresa abrió los ojos, sorprendida.

—¿Qué?

—Ella entendió el documento mejor que cualquiera de nosotros —dijo Augusto, mirando a los socios—. Y si alguien tiene algo en contra, que presente una alternativa antes de que termine el día.

Nadie respondió. La decisión estaba tomada.

Isabela organizó las hojas y las anotaciones, creando una pila ordenada. El gesto transmitía control. Por primera vez, los millonarios no la miraban como una intrusa, sino como alguien igual en esa misión.

—Antes de nada —comenzó con voz firme—, debemos entender que ellos no solo negocian un contrato, nos están probando, observando cada reacción. Si sienten duda o debilidad, apretarán más las exigencias.

Los socios escucharon en silencio. El tono de Isabela no era arrogante, sino de convicción. Empezó a dibujar una tabla con dos columnas: lo que ellos piden y lo que podemos ofrecer a cambio.

—La idea es sustituir las exigencias más peligrosas por alternativas que parezcan ventajosas para ellos, pero que no comprometan el secreto de los registros —explicó—. Y esa cláusula sobre la divulgación de información, podemos transformarla en un compromiso de cooperación tecnológica sin entrega directa de los archivos.

Augusto cruzó los brazos, analizando el razonamiento.

—Eso requerirá habilidad para no parecer que desviamos lo que piden.

—Exacto. Ahí entran las palabras correctas —respondió Isabela, escribiendo ejemplos de frases que mantenían el tono cordial, pero con límites claros.

Nogueira, aún desconfiado, se acercó a las anotaciones.

—¿Crees que aceptarán cambiar los registros originales por pruebas equivalentes?

Isabela lo miró sin vacilar.

—Creo que si presento las traducciones con el contexto adecuado y ustedes saben sostener la negociación, no querrán arriesgar perder el negocio.

Pidió un portátil, uno de los asistentes se lo trajo y comenzó a teclear con agilidad, revisando cada fragmento y creando un archivo bilingüe: original y traducción. Añadía notas explicativas para que cada término se entendiera en su sentido exacto.

Doña Teresa observaba de pie, con orgullo y preocupación. Sabía que su hija hacía algo grandioso, pero también percibía el peso de la responsabilidad.

—Necesito que me envíen la información técnica de la tecnología que ofrecen —pidió Isabela—. No puedo crear argumentos sólidos sin saber qué tienen en sus manos.

Augusto hizo un gesto a uno de los directores.

—Entréguenle todo lo que necesite.

La confianza, antes inexistente, comenzaba a consolidarse. Pero todos sabían que, incluso con el plan correcto, la verdadera batalla estaba por venir.

Isabela, sin despegar la vista del teclado, murmuró:

—Lo difícil no es traducir, es convencer a quien cree que ya ganó.

Las luces de la sala se reflejaban en el teclado mientras Isabela escribía sin parar. Cada línea traducida era pensada para transmitir el sentido perfecto, sin dejar brechas para interpretaciones peligrosas. No era solo pasar un texto de un idioma a otro, era moldear el mensaje para que sonara convincente y estratégico.

Los socios la observaban como si estuvieran ante una especialista veterana. Incluso Nogueira, que había dudado de ella, mantenía la mirada fija, intentando seguir el razonamiento rápido de la niña.

—No podemos parecer desesperados —dijo Isabela, sin apartar los ojos de la pantalla—. La traducción debe transmitir seguridad. Incluso cuando cedemos, debe parecer que ofrecemos un regalo, no que cumplimos una exigencia.

Subrayó una frase y señaló a Augusto.

—Aquí, por ejemplo, en el original usan un verbo que significa entregar de forma literal. Si lo traducimos así, parece sumisión, pero si ponemos compartir, cambia el tono completamente.

Augusto asintió, comprendiendo la importancia de la elección.

—Eso puede marcar la diferencia en el resultado.

—No puede, va a hacerlo —corrigió Isabela con una sonrisa leve.

Alternaba la vista entre el documento físico y el digital, tecleando con velocidad y precisión. Cuando encontraba un fragmento codificado, se detenía a descifrarlo. En algunos casos, dibujaba símbolos en el papel, cruzando palabras de otras páginas.

—Repiten estos símbolos tres veces —comentó, mostrando a la mujer rubia—. Significa que es una cláusula prioritaria para ellos. Aquí es donde podemos ofrecer algo alternativo que parezca del mismo valor.

Mientras trabajaba, doña Teresa se acercó discretamente, poniendo la mano en el hombro de su hija. El gesto era silencioso, pero lo decía todo. Estoy aquí contigo.

Isabela no miró, pero una sonrisa rápida apareció en su rostro antes de volver a concentrarse.

—Cuando enviemos esto, sabrán que entendimos el documento entero —dijo Isabela, mirando a todos—. Y más, que no podrán engañarnos.

Nogueira cruzó los brazos.

—Pareces saber exactamente cómo van a reaccionar.

Isabela se recostó en la silla.

—Lo sé. Por eso debemos estar listos para la contraoferta que enviarán.

El silencio que siguió ya no era de incredulidad, sino de expectativa. Todos, incluso Augusto, sabían que el verdadero juego comenzaría después de enviar ese correo.

El sonido de las teclas resonaba en el silencio concentrado de la sala. Isabela revisaba cada línea con la minuciosidad de quien sabe que cualquier error puede costar millones. En la pantalla, el texto alternaba entre la versión original y la traducción final, lado a lado, con notas destacadas para explicar el contexto y la intención detrás de cada palabra.

Augusto, ahora sentado a su lado, seguía el proceso de cerca. La burla inicial se había transformado en atención absoluta. Ya no veía a una niña de trece años, veía a una profesional capaz de cambiar el rumbo de la negociación.

—¿Está listo? —dijo Isabela, guardando el archivo con un nombre simple pero estratégico—. Es perfecto para hacerles creer que tienen la ventaja, cuando en realidad somos nosotros quienes controlamos.

Los socios se inclinaron para ver el resultado. La mujer rubia soltó un suspiro impresionada.

—Es impecable.

Nogueira, aunque reticente, asintió.

—No hay forma de negarlo. Está muy por encima de lo que esperábamos.

Isabela conectó una memoria USB y copió el archivo. Luego abrió el correo corporativo de Augusto.

—Debe enviarlo, pero no ahora.

Augusto frunció el ceño.

—¿Por qué? El plazo es mañana.

—Justamente. Si lo enviamos ahora, tendrán tiempo de contraatacar antes de sentirse presionados. Mandémoslo al final de la tarde para que llegue cerca del cierre. Así pasarán la noche pensando en nuestra propuesta.

La estrategia tuvo sentido inmediato. Era un movimiento psicológico, no solo lingüístico. Mientras esperaban, Isabela revisó los puntos clave y entrenó con Augusto el tono que debía usar en caso de una reunión de emergencia con el otro lado.

El celular de Augusto sonó dos veces con notificaciones, pero él las ignoró. Nada era más importante que eso.

A las 17:58, Isabela miró a Augusto y asintió. Él hizo clic en enviar. El sonido suave del envío resonó como un disparo de salida. La tensión en la sala se disipó por unos segundos, reemplazada por un silencio expectante.

—¿Y ahora? —preguntó la mujer rubia.

Isabela cerró el portátil y apoyó las manos en la mesa.

—Ahora esperamos, pero no nos relajamos. Van a responder y la respuesta no será sencilla.

Augusto se recostó en la silla, sintiendo el peso de la espera. La partida estaba en juego y el siguiente movimiento vendría del otro lado del mundo.

La noche cayó sobre la ciudad, pero nadie en Barros & Asociados parecía dispuesto a irse. Augusto había despedido a parte del personal, pero los socios y Isabela permanecieron en la sala, revisando posibles escenarios para la respuesta. Doña Teresa, aunque no entendía todos los detalles, se quedó cerca. No podía dejar a su hija sola.

El reloj marcaba casi las diez de la noche cuando el sonido de un nuevo mensaje en el correo corporativo cortó el silencio. Todos se inclinaron hacia adelante. Augusto abrió el portátil y clicó en la pantalla. La respuesta del otro lado del mundo, enviada por un representante extranjero cuyo nombre sonaba tan frío como el mensaje.

Isabela tomó el portátil, sus ojos recorriendo cada línea con rapidez. La primera parte era corta, casi demasiado formal, agradeciendo el envío cuidadoso. Pero la atención llegó después.

—No aceptaron la propuesta de pruebas equivalentes tal cual —dijo, pausando para respirar—, pero no la rechazaron totalmente.

—Explica —pidió Augusto, inclinándose.

—Dicen que considerarían la alternativa si viene acompañada de un documento de auditoría internacional firmado por un organismo independiente.

Los socios se miraron. Conseguir una auditoría de ese nivel en tan poco tiempo parecía inviable.

—Eso es imposible —gruñó Nogueira—. Ningún organismo respetable hace una auditoría completa en menos de tres días.

Isabela frunció el ceño, pero no parecía abatida.

—Ellos lo saben. Es otra forma de presión.

—Entonces estamos acorralados —dijo la mujer rubia.

La niña negó con la cabeza.

—No necesariamente.

Hojeó sus notas y encontró un fragmento específico del documento original, un detalle que nadie más había notado.

—Aquí está la clave. En el texto original no exigen que la auditoría se haga ahora. Solo que se presente antes del cierre definitivo del contrato. Podemos cerrar el acuerdo con el compromiso de presentar la auditoría después.

Augusto guardó silencio unos segundos, asimilando la idea. Entonces, una sonrisa discreta apareció.

—Eso puede funcionar.

Pero antes de que la idea fuera celebrada, el teléfono de Augusto vibró sobre la mesa. Un número internacional brillaba en la pantalla. Atendió en altavoz.

La voz al otro lado sonó firme y directa.

—Queremos discutir su propuesta ahora.

El silencio se apoderó de la sala. Todos sabían que esa llamada podía decidir el futuro de la negociación. La voz extranjera, con acento marcado y ritmo calculado, continuó.

—Si están listos, podemos abrir una videoconferencia en diez minutos.

Augusto respondió sin dudar.

—Estamos listos.

El clic de cierre sonó como un disparo inicial. Isabela cerró los ojos un instante, mentalizando los próximos pasos. Luego comenzó a dar instrucciones rápidas.

—Necesitamos que todos parezcan confiados, sin señales de tensión, y quiero el documento final abierto en la pantalla junto con mis notas para responder de inmediato a cualquier pregunta.

La mujer rubia corrió a ajustar la iluminación mientras un asistente preparaba el equipo. Nogueira, aún cético, se acercó a Isabela.

—¿Y si preguntan algo fuera del documento?

Ella lo miró directamente.

—Entonces respondemos con lo que está entre líneas. Recuerda, crearon códigos para probarlos. Ya los descifré todos.

A las 22:15, la pantalla del ordenador cobró vida. Del otro lado, tres ejecutivos extranjeros aparecían en una oficina moderna, iluminada por luces frías. Sus rostros serios no daban pistas sobre sus intenciones.

—Buenas noches —dijo el hombre del centro, en un inglés impecable—. Recibimos su propuesta. Es interesante.

Augusto mantuvo el tono cordial.

—Creemos que es mutuamente beneficiosa.

El hombre hizo una pausa, como saboreando el control de la conversación.

—Pero tenemos algunas preocupaciones.

Isabela, sentada al lado de Augusto, tenía una hoja con anotaciones a mano. Escuchaba cada palabra, identificando cambios de tono, verbos de duda y expresiones que ocultaban mensajes indirectos.

—Sobre la auditoría internacional —empezó uno de los ejecutivos—, no tenemos garantía de que se haga de manera satisfactoria.

Antes de que Augusto respondiera, Isabela le tocó el brazo y susurró algo. Él asintió y dijo:

—Podemos incluir en el contrato un compromiso formal con penalidades acordadas si la auditoría no cumple las expectativas.

Hubo un breve silencio en el otro lado. La estrategia de convertir la exigencia en una oferta sólida parecía haber causado impacto. El hombre central sonrió apenas.

—Lo consideraremos. Pero hay otro punto.

La forma en que dijo esas palabras aceleró el corazón de todos. Era el anuncio de una nueva exigencia, posiblemente más peligrosa.

El ejecutivo extranjero se inclinó hacia la cámara.

—Exigimos que un representante de su empresa venga personalmente en las próximas 24 horas para firmar el preacuerdo.

La sala quedó en silencio. Los socios se miraron y Augusto sintió el peso de la exigencia.

—¿24 horas? Estamos al otro lado del mundo.

—Precisamente por eso lo pedimos —respondió el hombre—. Queremos ver el compromiso real.

Nogueira murmuró indignado.

—Eso es imposible. No hay vuelos directos.

Isabela lo interrumpió sin alzar la voz.

—No piden solo presencia física. Es otro test. Quieren ver si se mueven rápido bajo presión.

Los ejecutivos en la pantalla esperaban la reacción. Isabela hizo una señal discreta a Augusto y susurró:

—Diga que acepta, pero imponga una condición que nos dé más tiempo.

Augusto respiró hondo.

—Aceptamos enviar un representante, pero proponemos que la firma se haga por videoconferencia, validada por autoridades locales mientras la persona viaja. Así cumplimos el plazo y garantizamos la presencia física después.

Del otro lado, hubo un intercambio rápido de miradas. El hombre central mantuvo la expresión neutral, pero la pausa delataba que procesaban la propuesta.

—Eso puede ser aceptable —respondió tras unos segundos—. Pero necesitaremos garantías de que el viaje estará marcado al momento de la firma online.

—Sin problema —dijo Augusto con seguridad.

Mientras hablaba, Isabela anotaba algo en sus notas. Doña Teresa, observando de lejos, percibía que su hija estaba un paso adelante.

—Entonces, tenemos un principio de acuerdo —afirmó el hombre—. Pero para avanzar, necesitamos confirmar un detalle más sobre la tecnología.

La frase quedó flotando en el aire, cargada de tensión. Isabela levantó la mirada, lista para interceptar el golpe.

El ejecutivo extranjero apoyó las manos en la mesa y se inclinó aún más.

—Antes de avanzar, queremos confirmar el origen exacto de la tecnología. ¿Quién la desarrolló y dónde?

En la sala, el aire pareció desaparecer. Esa era la información más protegida de la empresa y, según Isabela, estaba en el centro de la disputa.

Nogueira se movió incómodo.

—Quieren acceso a las raíces del proyecto.

Augusto mantuvo el semblante neutro, pero sentía la presión.

Isabela hizo un gesto para que esperara.

—Creo que puedo responder —dijo con calma.

Los ejecutivos volvieron la atención hacia ella, intrigados.

—La tecnología fue desarrollada por un equipo multidisciplinar basado en investigaciones realizadas en territorio brasileño —comenzó Isabela, eligiendo cada palabra con cuidado—. Sin embargo, debido a la naturaleza sensible del proyecto, los detalles completos se presentarán en el momento oportuno, según lo previsto en el documento original que enviaron.

Hubo silencio. Isabela aprovechó la pausa.

—Incluso en la cláusula siete afirman que el historial de desarrollo será revelado mediante garantías contractuales mutuas. Estamos más que dispuestos a cumplir esa parte, siempre que se aplique también a ustedes.

El hombre frunció el ceño.

—¿Qué significa eso?

—Que también queremos conocer el origen de ciertas tecnologías complementarias que ustedes ofrecen. Transparencia debe funcionar en ambos sentidos, ¿no?

Algunos ejecutivos intercambiaron miradas incómodas. El contraataque había nivelado el juego.

Augusto observaba a la hija de doña Teresa con asombro y orgullo. Por primera vez, comprendía que no era solo una traductora talentosa, sino una estratega nata.

El hombre respiró hondo y, tras un breve diálogo con los otros, respondió:

—Consideraremos esa solicitud. Pero podría alterar los plazos.

La mención a cambiar los plazos puso en alerta a todos. Augusto se inclinó, intentando mantener la calma.

—Necesitamos mantener el plazo original. Cualquier cambio compromete nuestro plan y el alineamiento con otras partes.

El ejecutivo mantuvo una sonrisa contenida.

—Entendemos, pero es un proceso delicado. Si quieren nuestra información de origen, debemos reevaluar el calendario.

Isabela hojeó sus notas, buscando una pieza clave.

—El plazo no necesita cambiar. Ustedes mismos escribieron en la cláusula nueve que las condiciones adicionales se ajustarán paralelamente a las negociaciones, sin interferir en las fechas del contrato principal.

La reacción fue inmediata. El hombre desvió la mirada a un colega que frunció el ceño al notar que la niña citaba el documento palabra por palabra.

—Eso nos pone en una posición… interesante.

Augusto aprovechó para reforzar.

—Entonces, estamos alineados en mantener el plazo.

El ejecutivo asintió lentamente.

—Lo estamos, siempre que podamos avanzar con el intercambio de información.

Isabela sabía que la negociación estaba en el filo de la navaja. Sugirió formalizarlo esa misma noche.

—Un adendo simple al preacuerdo, confirmando el plazo y la cláusula de intercambio de información. Yo misma puedo prepararlo y enviarlo para revisión inmediata.

La mujer rubia murmuró:

—Eso los obligará a comprometerse ahora, sin poder retroceder.

El silencio del otro lado duró unos segundos largos. Por fin, el hombre respondió:

—Prepare el documento. Lo analizaremos.

Isabela ya estaba escribiendo, las manos rápidas en el teclado. Cada frase pensada para amarrar jurídicamente los plazos y evitar interpretaciones ambiguas. Doña Teresa observaba con orgullo y atención.

Cuando el documento estuvo listo, Isabela lo envió de inmediato. Ahora la decisión final estaba en sus manos y el reloj seguía cor