Las cinco de la mañana llegaban con el mismo ritual de siempre. Rosa María abría los ojos antes de que sonara el despertador, una costumbre que había desarrollado después de cinco años de viudez. La pequeña casa de dos habitaciones en la colonia La Libertad aún estaba en penumbras cuando ella se movía silenciosamente por la cocina, preparando el termo de café que la acompañaría durante toda la mañana.

El olor del café recién hecho, oscuro y cargado, se mezclaba con el aroma de la masa que había dejado reposando la noche anterior. Rosa María encendió la estufa de gas y el siseo familiar fue seguido por el calor que comenzaba a calentar el comal. Sus manos, curtidas y agrietadas por años de trabajo, se movían con la precisión de quien ha repetido los mismos movimientos miles de veces. Cada tamal que envolvía en la hoja de maíz llevaba el sazón que su abuela le había enseñado cuando era apenas una niña en el pueblo de Cholula, un sazón que era una mezcla de chile, manteca y nostalgia.

—Mamá, ¿ya te vas?

La voz somnolienta de Miguel la sobresaltó ligeramente. Vio la pequeña silueta de su hijo en el marco de la puerta.

—Mi hijito, ¿qué haces despierto tan temprano? Vuelve a la cama, todavía tienes dos horas antes de ir a la escuela.

Miguel, de 12 años, se acercó descalzo y abrazó a su madre por la cintura. Era delgado, pero fuerte para su edad, con los mismos ojos oscuros y profundos de su padre fallecido.

—Solo quería despedirme. Anoche soñé con papá.

Rosa María sintió el conocido nudo en la garganta. Cinco años no habían sido suficientes para que ese dolor se convirtiera en algo manejable. Jaime había muerto en un accidente de construcción, cayendo de un andamio en una obra en el centro de Puebla. Un instante, un error de seguridad, y toda su vida había cambiado para siempre.

Acarició el cabello revuelto de su hijo.

—Tu papá siempre está con nosotros, mi amor. Ahora vete a dormir un poco más. Daniela te va a preparar el desayuno cuando se levante.

—Sí, mamá.

Miguel asintió y regresó a la habitación que compartía con su hermana mayor. Rosa María terminó de empacar los tamales en una caja de unicel, llenó las garrafas con agua fresca de jamaica y horchata que había preparado la tarde anterior y cargó todo en el carrito de metal oxidado. El chirrido de las ruedas era el sonido que anunciaba el comienzo de su larga jornada.

Empujaba el carrito cada día las diez cuadras hasta su punto de venta. Las calles de Puebla comenzaban a despertar. El cielo aún estaba teñido de un azul oscuro cuando Rosa María llegó a su esquina habitual, frente a una pequeña papelería en la avenida Juárez, a tres cuadras del Zócalo. Era una ubicación estratégica. Por ahí pasaban estudiantes, trabajadores de oficina y turistas que se dirigían al centro histórico.

—Buenos días, Rosita —la saludó don Pancho, el dueño de la papelería, mientras levantaba la cortina metálica de su negocio con un estruendo. —Buenos días, don Pancho. ¿Cómo amaneció? —Con los achaques de siempre, pero aquí andamos, ya sabes, mientras Dios nos dé vida.

Rosa María sonrió mientras organizaba su puesto. Extendió el mantel de plástico con diseños de flores sobre la pequeña mesa plegable, acomodó los vasos desechables, colocó el termo de café y las garrafas de agua fresca. Los tamales los mantenía en la caja de unicel para conservar el calor. Todo tenía que estar perfectamente ordenado antes de las siete, cuando comenzaba el flujo constante de clientes.

El sol empezaba a asomar sobre los edificios coloniales cuando llegó su primera clienta del día. —Rosita, dame un tamal de rajas con queso y un cafecito, por favor. —Claro que sí, señora Lupita. ¿Cómo está su nieto? —Ay, ya mejor, gracias a Dios. El doctor dijo que ya no tiene calentura.

Rosa María envolvió el tamal caliente en una servilleta y sirvió el café humeante en un vaso de unicel. Cobró 30 pesos y guardó el dinero en la bolsa del mandil que llevaba amarrada a la cintura. Cada moneda, cada billete arrugado, representaba un paso más hacia las metas que se había propuesto: pagar la renta, la comida, los uniformes escolares y, si Dios quería, algún día reunir suficiente para que Daniela pudiera estudiar enfermería.

Desarrollo

Las horas pasaban entre el ir y venir de clientes. Rosa María conocía a la mayoría por nombre. Estaba don Gerardo, el oficinista que siempre llegaba a las 8 en punto por su café y su tamal de pollo. La señora Marta, que vendía flores en la esquina de enfrente y compraba agua de horchata a media mañana. Los estudiantes de la preparatoria que pasaban corriendo, con apenas tiempo para comprar algo rápido antes de entrar a clases.

—¿Cuánto cuesta el tamal, señora? —preguntó un joven con mochila y audífonos. —Veinte pesos, joven. Tengo de mole, rajas con queso y pollo con salsa verde. —Deme dos de mole y un agua de jamaica.

El ritmo era constante, pero nunca desesperado. Rosa María había aprendido a encontrar paz en la rutina, en el saludo amable, en la sonrisa que intercambiaba con cada cliente. Su puesto no era solo un lugar para vender comida; era un punto de encuentro, un espacio donde la gente se detenía un momento en medio de sus vidas apresuradas.

A las 11 de la mañana, el calor de julio comenzaba a apretar fuerte. El sol caía implacable sobre el pavimento, creando ondas de calor que distorsionaban el aire. Rosa María se secó el sudor de la frente con un pañuelo y bebió un poco de agua. Sus pies ya empezaban a dolerle dentro de los zapatos gastados, pero aún faltaban varias horas antes de poder regresar a casa.

—Mamá, vine a ayudarte.

Daniela apareció con su mochila escolar al hombro. Había terminado sus clases de la mañana en la preparatoria y, como siempre, venía directamente al puesto antes de ir a su trabajo de medio tiempo en una tienda de ropa.

—Hija, ¿ya comiste? —Sí, mamá. Me preparé un sándwich en la casa. ¿Cómo van las ventas? —Bien, gracias a Dios. Ya vendí casi todos los tamales.

Daniela tomó un lugar junto a su madre y comenzó a ayudarla a servir a los clientes. Era una muchacha hermosa de 16 años, con el cabello largo y oscuro recogido en una coleta y los mismos rasgos delicados de Rosa María. Tenía sueños grandes. Quería ser enfermera, ayudar a la gente, tener una profesión, pero sabía que la situación económica de su familia hacía que ese sueño pareciera muy lejano.

—Mamá, hoy en la escuela nos hablaron sobre las becas para la universidad —comentó Daniela mientras limpiaba la mesa—. Sí, mi hija. ¿Y qué te dijeron? —Que hay programas del gobierno… que si tengo buenas calificaciones puedo aplicar. La maestra de orientación dijo que me ayudaría con los trámites.

Rosa María sintió una mezcla de orgullo y preocupación. Quería con toda su alma que sus hijos tuvieran las oportunidades que ella nunca tuvo, pero también sabía lo difícil que era mantener a flote la economía familiar mes con mes.

—Claro que sí, mi amor. Tú vas a estudiar tu carrera. Ya veremos cómo, pero lo vamos a lograr.

Daniela sonrió y abrazó a su madre. En ese momento, un cliente se acercó pidiendo dos aguas de Jamaica y la joven se apresuró a servirlo.

La tarde avanzaba lentamente. El calor no cedía y los clientes empezaban a escasear. Era la hora más difícil del día, cuando el cansancio se acumulaba en las piernas y la espalda, y las ventas disminuían. Rosa María aprovechó para sentarse un momento en la pequeña silla plegable que llevaba. Cerró los ojos brevemente y respiró profundo.

Pensó en Jaime, en cómo solía visitarla cuando ella apenas estaba comenzando con su puesto, cuando Miguel era un bebé y Daniela tenía 7 años. Él siempre llegaba con su sonrisa amplia, su casco de construcción bajo el brazo, y le compraba un tamal aunque ya hubiera comido.

—Rosita…

La voz de don Pancho la sacó de sus pensamientos.

—Te preparo un tecito. Te ves cansada. —Ay, don Pancho, es usted muy amable. Sí, por favor.

El anciano desapareció en su papelería y regresó minutos después con un vaso de té de manzanilla caliente.

—Tómatelo con calma. Este calor está muy pesado hoy. —Gracias, don Pancho. Dios lo bendiga.

Rosa María sostuvo el vaso entre sus manos y bebió lentamente. El té reconfortó su estómago y le dio un momento de paz. Miró a su alrededor: la avenida llena de gente, los edificios coloniales con sus fachadas de colores, el cielo azul intenso. Puebla era su ciudad, estas calles eran su hogar, y este puesto humilde era el medio con el que alimentaba a sus hijos y mantenía vivos sus sueños. No sabía que al día siguiente, un simple gesto de bondad cambiaría el rumbo de su vida para siempre.

El miércoles amaneció aún más caluroso que los días anteriores. Puebla estaba atravesando una ola de calor inusual para julio, y las noticias no dejaban de advertir sobre la importancia de mantenerse hidratado y evitar la exposición prolongada al sol. Rosa María escuchó estas recomendaciones en la pequeña radio que mantenía en su puesto, pero sabía que para alguien como ella, quedarse en casa no era una opción.

A las 10 de la mañana, el termómetro de la papelería de don Pancho marcaba 38 grados. El asfalto despedía un calor sofocante y la gente caminaba buscando la sombra de los edificios. Rosa María había colocado una pequeña sombrilla sobre su puesto, pero el sol la golpeaba de todas formas.

—Rosita, vas a terminar deshidratada —le advirtió don Pancho—. Toma agua, aunque no tengas sed. —Sí, don Pancho, no se preocupe, aquí estoy tomando mi agüita.

Las ventas de agua fresca habían aumentado considerablemente. Rosa María había preparado el doble de lo habitual y ya para media mañana había vendido casi toda la Jamaica. Los tamales, en cambio, no se vendían tanto con ese calor. La gente prefería algo fresco, ligero.

Cerca del mediodía, cuando el sol estaba en su punto más alto y las calles parecían vacías de tanta gente que buscaba refugio en lugares con aire acondicionado, Rosa María vio a un hombre mayor caminando lentamente por la acera. Vestía pantalón de vestir gris, camisa blanca y zapatos lustrados, pero su paso era inseguro. Llevaba un maletín de piel en la mano derecha y con la izquierda se aferraba ocasionalmente a las paredes de los edificios.

El hombre se detuvo a unos metros del puesto de Rosa María y se llevó la mano al pecho. Su rostro estaba pálido y brillaba por el sudor. Rosa María lo observó con preocupación creciente. Había algo en su expresión que le indicaba que no estaba bien.

Sin pensarlo dos veces, Rosa María tomó uno de sus vasos más grandes, lo llenó hasta el borde con agua de jamaica fría y salió de detrás de su puesto.

—Señor, ¿se encuentra bien? —preguntó acercándose con el vaso en la mano.

El hombre la miró con ojos vidriosos. Tenía alrededor de 65 años, cabello gris peinado hacia atrás y arrugas profundas alrededor de los ojos. Intentó responder, pero su voz salió débil.

—Yo… creo que… el calor. —Venga, siéntese aquí. —Rosa María lo guió hacia la silla en su puesto—. Tome, beba esto despacio.

El hombre se dejó guiar y se sentó con dificultad. Tomó el vaso con manos temblorosas y bebió un sorbo, luego otro. Cerró los ojos y respiró profundamente.

—Gracias. Muchas gracias. —No se preocupe. Quédese sentado un momento hasta que se sienta mejor. ¿Le traigo algo más? ¿Quiere que llame a alguien? —No, no es necesario. Solo… solo necesitaba un momento. Este calor me tomó por sorpresa.

Rosa María lo observó con atención. El color comenzaba a regresar lentamente a su rostro, pero aún se veía frágil. Tomó una servilleta, la mojó con agua limpia y se la ofreció.

—Póngase esto en la nuca, le va a ayudar.

El hombre obedeció y suspiró con alivio.

—Es usted muy amable, señora. ¿Cuánto le debo por el agua? —No se preocupe por eso. Es un regalo. Lo importante es que se sienta mejor.

El hombre la miró con una expresión de sorpresa y gratitud. En su mundo, acostumbrado a transacciones comerciales y relaciones formales, ese gesto simple de bondad, sin esperar nada a cambio, lo tomó desprevenido.

—¿Estás segura? No quiero abusar. —Completamente segura. Además, el agua fresca siempre está disponible para quien la necesite. Mi mamá siempre decía que el agua es bendición de Dios y no se le niega a nadie.

Don Pancho salió de su papelería con un abanico pequeño.

—Toma, Rosa, dale aire al señor. Yo me quedo con tu puesto un momento.

Durante los siguientes 20 minutos, Rosa María se quedó junto al hombre, asegurándose de que bebiera más agua, que descansara, que recuperara sus fuerzas. Le preguntó si tenía algún familiar cerca que pudiera llamar, si necesitaba que pidiera un taxi. El hombre, cuyo nombre supo que era Alberto Mendoza, le explicó que vivía en la colonia La Paz, no muy lejos de ahí, y que había salido a hacer unos trámites bancarios.

—Ya me siento mucho mejor, gracias a usted —dijo finalmente don Alberto, poniéndose de pie con cuidado—. No sé qué hubiera pasado si no me hubiera ayudado. —Cualquiera hubiera hecho lo mismo, don Alberto. —No, señora… perdón, no sé su nombre. —Rosa María. Rosa María Hernández. —Señora Rosa María, créame que no cualquiera se hubiera detenido. La gente va tan apurada, tan metida en sus propios asuntos. Usted me salvó de un momento muy difícil.

Don Alberto sacó su cartera del bolsillo.

—Por favor, permítame pagarle el agua y su tiempo. —No, don Alberto, de verdad. Me da gusto haberlo podido ayudar. Solo prométame que va a tener más cuidado con este calor. No salga en las horas más fuertes del sol.

El hombre sonrió con calidez y guardó su cartera. Extendió su mano y Rosa María la estrechó.

—No voy a olvidar su bondad, señora Rosa María. ¿Usted está aquí todos los días? —Sí, de lunes a sábado, desde las 6 de la mañana hasta las 5 de la tarde. —Voy a volver para comprarle algo, se lo prometo. Y voy a traer a más gente. Alguien con un corazón como el suyo merece todo el éxito del mundo.

Rosa María se sonrojó un poco, no acostumbrada a tantos elogios.

—Ay, don Alberto, no es para tanto. Solo hice lo que cualquier persona decente haría.

Don Alberto tomó su maletín, se aseguró de tener todas sus pertenencias y se despidió con una inclinación de cabeza. Caminó lentamente, pero con paso más firme por la acera, volteando una vez más para despedirse con la mano antes de doblar la esquina.

Rosa María regresó a su puesto, donde don Pancho la esperaba con una sonrisa.

—Hiciste una buena acción, Rosita. El karma te lo va a devolver. —Ay, don Pancho, solo espero que el señor llegue bien a su casa.

El resto del día transcurrió con normalidad. Rosa María atendió a sus clientes habituales, preparó más agua de Jamaica porque se le había terminado y cuando Miguel llegó después de la escuela, lo puso a ayudarla a limpiar y organizar.

—¿Cómo te fue en la escuela, mijo? —Bien, mamá. Saqué nueve en el examen de matemáticas. —Ay, qué orgullo. Tu papá estaría muy contento.

Miguel sonrió con timidez mientras doblaba el mantel de plástico. Era un niño responsable, maduro para su edad, que había tenido que crecer rápido después de la muerte de su padre.

Esa noche, mientras preparaba la cena en su pequeña cocina, Rosa María les contó a sus hijos sobre el señor que había ayudado.

—Pobrecito, se veía tan mal —comentó—. Menos mal que pasó frente al puesto. —Hiciste bien, mamá —dijo Daniela mientras ponía la mesa—. Siempre nos enseñas a ayudar a los demás. —Es que así nos enseñó tu abuela a mí. Ella decía que la vida da vueltas y que el bien que hagas hoy, de alguna forma regresa mañana.

Rosa María no tenía forma de saber cuán ciertas serían esas palabras.

Clímax

Los días siguientes pasaron sin mayor novedad. El calor continuó intenso, las ventas se mantuvieron estables y la vida siguió su ritmo habitual. Rosa María casi había olvidado el incidente con don Alberto cuando el lunes de la siguiente semana lo vio aparecer nuevamente por la calle. Esta vez venía acompañado de una mujer joven elegantemente vestida, que llevaba una carpeta bajo el brazo. Don Alberto se veía completamente recuperado, con mejor color en el rostro y una sonrisa amplia.

—¡Señora Rosa María, qué gusto verla de nuevo! —Don Alberto, qué sorpresa. Me da mucho gusto verlo bien. ¿Cómo se ha sentido? —Excelente. Gracias a su ayuda del otro día. Mire, le presento a mi hija Sofía.

La mujer joven extendió su mano con una sonrisa profesional, pero amable.

—Mucho gusto, señora Rosa María. Mi papá no ha parado de hablar de usted toda la semana. —El gusto es mío. ¿Qué se les ofrece? ¿Gustan agua fresca? —Sí, por favor —respondió don Alberto—. Pero también venimos por otro motivo. ¿Podría sentarse con nosotros un momento? Quisiéramos hablar con usted sobre algo importante.

Rosa María miró a su alrededor. Era media mañana. Había pocos clientes en ese momento. Don Pancho, que había escuchado la conversación, le hizo una seña de que no se preocupara.

—Claro, don Alberto. Déjenme servirles sus aguas.

Los tres se sentaron en las sillas que Rosa María guardaba detrás de su puesto. Sofía abrió la carpeta y sacó algunos papeles. Don Alberto tomó un sorbo de su agua de horchata y comenzó a hablar.

—Señora Rosa María, después del día que me ayudó, no pude dejar de pensar en usted. Investigué un poco y me enteré de que lleva años vendiendo aquí, que es viuda, que tiene dos hijos… Y también probé sus tamales. Son extraordinarios.

Rosa María no sabía qué decir. Simplemente asintió, sintiéndose un poco abrumada por la atención.

—El caso es que yo tengo tres restaurantes de comida tradicional mexicana aquí en Puebla. Se llaman “El Sabor de Antaño”. Quizá haya escuchado de ellos.

Rosa María negó con la cabeza. Esos eran lugares a los que ella nunca podría ir a comer.

—No importa. Lo que quiero decirle es que estoy buscando una cocinera para mi restaurante principal, el que está en el centro histórico. Alguien que conozca la comida tradicional, que cocine con el sazón auténtico de las abuelas poblanas. Y creo que usted podría ser perfecta para ese puesto.

Rosa María sintió que el corazón le daba un vuelco. Permaneció en silencio durante varios segundos, procesando las palabras de don Alberto. Su mente giraba en círculos tratando de entender si había escuchado correctamente. Un trabajo en un restaurante. Ella, que nunca había trabajado en otro lugar que no fuera su puesto callejero.

—Yo… don Alberto, no sé qué decir —finalmente logró articular—. Es muy generoso de su parte, pero… —Sé que debe ser una sorpresa —interrumpió Sofía con tono amable—. Por eso queremos explicarle bien de qué se trata. El restaurante necesita a alguien que prepare platillos tradicionales: mole poblano, chiles en nogada, chalupas, cemitas. Mi padre probó sus tamales y quedó impresionado con el sazón. Tiene ese toque casero auténtico que es exactamente lo que buscamos.

Don Alberto asintió con entusiasmo.

—Señora Rosa María, yo crecí comiendo la comida de mi madre y mi abuela. Cuando abrí mis restaurantes, quise preservar esa tradición, ese sabor que no se encuentra en las cocinas comerciales. Usted tiene ese don. Lo probé en sus tamales. Lo vi en la forma en que los prepara. No es solo comida, es amor en cada bocado.

Rosa María sintió que las lágrimas amenazaban con salir. Nadie nunca había valorado su comida de esa manera. Para ella, cocinar era simplemente lo que hacía para sobrevivir, para alimentar a sus hijos, para pagar la renta. Nunca lo había visto como un talento o un don.

—Pero yo solo sé hacer comida casera, don Alberto. No tengo estudios. No sé trabajar en un restaurante grande. —No necesita estudios formales —respondió Sofía—. Mi padre valora más la experiencia y el sazón auténtico que cualquier diploma de gastronomía. Además, habría un periodo de capacitación. Usted trabajaría inicialmente con nuestra chef principal, aprendería los procesos del restaurante, el manejo de cocinas profesionales. No estaría sola.

Don Alberto se inclinó hacia adelante, su mirada sincera fija en Rosa María.

—Y mire, señora Rosa María, yo sé lo que es trabajar duro. Mis restaurantes no aparecieron de la nada. Empecé con un puesto de garnachas en el mercado hace 30 años. Mi esposa, que en paz descanse, era quien cocinaba. Cuando ella enfermó, tuve que aprender yo mismo. Fue difícil, pero con esfuerzo y dedicación logramos crecer. Entiendo su situación más de lo que imagina.

Rosa María escuchaba atentamente, su mente todavía dando vueltas. Pensó en sus hijos, en Daniela, que soñaba con estudiar enfermería; en Miguel, que necesitaba zapatos nuevos para la escuela; en la renta, que cada mes era una preocupación constante.

—¿Y cuánto sería el salario? —preguntó tímidamente.

Sofía consultó sus papeles.

—Estaríamos hablando de 7,500 pesos mensuales para empezar, más prestaciones de ley: seguro social, aguinaldo, vacaciones. Si después de tres meses tanto usted como nosotros estamos satisfechos, el salario aumentaría a 9,000 pesos mensuales.

Rosa María hizo los cálculos mentalmente. 7,500 pesos. Era casi el doble de lo que ganaba en su puesto, y eso en los buenos meses. Además, tendría seguro social. Podría llevar a sus hijos al médico sin gastar de más. Daniela podría tener mejores oportunidades para su educación.

Pero el miedo era más fuerte que la emoción.

—¿Y mi puesto? —preguntó, mirando la pequeña mesa con su mantel de flores, las garrafas de agua, el termo de café—. Esto es lo que conozco, don Alberto. Aquí sé cómo funcionan las cosas. Sé cuándo vienen mis clientes, cuánto debo preparar, cómo manejarme. Un restaurante es… es diferente. —Es diferente, sí —admitió don Alberto—. Pero no es imposible. Y piénselo de esta manera. Usted podría tener un ingreso seguro cada mes, sin depender del clima, sin preocuparse si vienen clientes o no. Tendría días de descanso, horarios establecidos. Podría pasar más tiempo con sus hijos.

Ese último argumento tocó una fibra sensible. Rosa María trabajaba de 6 de la mañana a 5 de la tarde, 6 días a la semana. Veía a sus hijos solo por las noches y los domingos. Miguel ya estaba creciendo y ella sentía que se perdía momentos importantes de su vida.

—¿Puedo… puedo pensarlo? —preguntó finalmente. —Por supuesto —respondió Sofía con una sonrisa comprensiva—. Es una decisión importante. Pero quisiera que visitara el restaurante, que vea dónde trabajaría, que conozca al equipo. ¿Qué le parece si la esperamos mañana a las 10 de la mañana? El restaurante está en el centro histórico, en la calle 5 de Mayo. Se llama “El Sabor de Antaño”. ¿Puede llegar?

Rosa María asintió lentamente.

—Sí, puedo llegar.

Don Alberto se puso de pie y extendió su mano.

—Señora Rosa María, no sabe cuánto significa esto para mí. Usted me ayudó cuando más lo necesitaba, sin conocerme, sin esperar nada a cambio. Ahora déjeme ayudarla a usted. No como caridad, sino como reconocimiento a su talento y su buen corazón.

Después de que don Alberto y Sofía se despidieron, Rosa María se quedó sentada mirando al vacío. Don Pancho se acercó con una sonrisa paternal.

—¿Qué pasó, Rosita? Te veo como ida.

Rosa María le contó todo. El anciano escuchó atentamente, asintiendo de vez en cuando.

—Es una gran oportunidad, Rosita. No puedes dejarla pasar. —Pero tengo miedo, don Pancho. ¿Y si no puedo? ¿Y si fracaso? ¿Y si no les gusta mi comida en un restaurante de verdad? —¿Y si puedes? ¿Y si es el cambio que tu familia necesita? Rosita, llevas 5 años trabajando aquí bajo el sol y la lluvia. Te he visto enferma, pero viniendo de todos modos porque no puedes darte el lujo de perder un día de ventas. Esto podría darte estabilidad, un futuro mejor para tus hijos.

Rosa María sabía que don Pancho tenía razón, pero el miedo la paralizaba. Esa noche, después de cerrar el puesto y regresar a casa, Rosa María preparó la cena en silencio. Daniela notó que su madre estaba distraída.

—¿Estás bien, mamá?

Rosa María se sentó en la pequeña mesa de la cocina con sus dos hijos y les contó todo. Daniela y Miguel la escucharon con los ojos muy abiertos.

—¡Mamá, eso es increíble! —exclamó Daniela—. Tienes que aceptar. —No es tan fácil, mija. Es un cambio muy grande. Y si no funciona, perderíamos mi puesto, los clientes que ya conozco. —Pero ganarías un salario seguro —argumentó Daniela—. Mamá, tú misma siempre nos dices que hay que tener fe, que hay que confiar en Dios. Yo creo que esto es una bendición.

Miguel, más callado, finalmente habló.

—Mamá, ¿vas a poder venir a mi partido de fútbol el sábado si trabajas en el restaurante?

La pregunta sencilla de su hijo menor le partió el corazón. Rosa María nunca podía ir a los eventos escolares de sus hijos porque trabajaba todos los días.

—Ay, mi hijo… si acepto este trabajo, tendría un día de descanso a la semana. Podría ir a tus partidos, a las juntas de la escuela… a todo. —¿En serio? —Los ojos de Miguel se iluminaron—. ¿En serio?

Esa noche, Rosa María no pudo dormir. Daba vueltas en su cama pensando en todas las posibilidades, en todos los miedos. Se levantó a las 3 de la mañana y se sentó en la pequeña sala de su casa. En la pared había una foto de Jaime, su esposo fallecido, sonriendo con Miguel bebé en brazos.

—Jaime, ¿qué hago? —susurró en la oscuridad—. Dame una señal, por favor.

Recordó entonces algo que Jaime solía decirle cuando estaban recién casados y tenían miedo de dar pasos importantes: “Rosa, el miedo es natural, pero no puede ser la razón para no intentarlo. Los sueños se quedan en sueños si no nos atrevemos a perseguirlos.”

Esa madrugada, Rosa María tomó su decisión.

Conclusión

A la mañana siguiente, en lugar de preparar sus garrafas de agua fresca y sus tamales, se arregló con su mejor blusa y pantalón. Le pidió a don Pancho que cuidara su puesto por unas horas y tomó el camión hacia el centro histórico.

El restaurante “El Sabor de Antaño” estaba ubicado en un edificio colonial restaurado con fachada de cantera y grandes ventanales. Rosa María se detuvo afuera, sintiendo que las piernas le temblaban. Respiró profundo tres veces y empujó la puerta.

El interior era hermoso. Paredes decoradas con talavera poblana. Mesas de madera pulida, manteles de colores tradicionales. Había música de mariachi sonando suavemente de fondo. El aroma que salía de la cocina le recordó a la casa de su abuela en Cholula.

—¡Señora Rosa María! —Don Alberto apareció desde el fondo del restaurante con una sonrisa radiante—. Qué alegría que haya venido. Pase, por favor. Déjeme mostrarle todo.

Durante la siguiente hora, don Alberto le mostró cada rincón del restaurante. La cocina era impresionante: estufas industriales, refrigeradores enormes, todo tipo de utensilios que Rosa María nunca había visto. Conoció a la chef principal, Marta, una mujer de unos 50 años con delantal blanco y una sonrisa acogedora.

—Mucho gusto, señora Rosa María. Don Alberto me habló de usted. Me encantaría que trabajáramos juntas.

También conoció a los meseros, al encargado del comedor, a la persona que manejaba las reservaciones. Todos fueron amables, todos la hicieron sentir bienvenida. Cuando el tour terminó, don Alberto la llevó a una pequeña oficina.

—Y bien, ¿qué opina?

Rosa María tragó saliva. Su corazón latía fuerte, pero por primera vez en muchos años no era solo de miedo; era también de emoción, de esperanza, de la posibilidad de algo mejor.

—Don Alberto, quiero intentarlo. Quiero aceptar su oferta. —¡Excelente! —El rostro de don Alberto se iluminó—. No se va a arrepentir, se lo prometo. ¿Cuándo empieza? —Podría ser el próximo lunes. Necesito arreglar algunas cosas con mi puesto, hablar con mis clientes habituales. —Perfecto. El lunes a las 8 de la mañana. Marta la estará esperando.

Cuando Rosa María salió del restaurante, el sol de media mañana brillaba sobre las calles del centro histórico. Sintió que algo había cambiado dentro de ella. Había tomado la decisión más importante de su vida desde la muerte de Jaime. Y aunque el miedo seguía ahí, también había algo nuevo: esperanza.

El domingo por la noche, Rosa María apenas pudo dormir. Su mente no dejaba de repasar todo lo que había visto en el restaurante: las estufas enormes, los cuchillos profesionales, las ollas del tamaño de cubetas. ¿Realmente podría ella trabajar en un lugar así? A las 5 de la mañana ya estaba despierta, mirando el techo de su habitación con el estómago hecho un nudo.

Se levantó y preparó café. Daniela apareció en la cocina, bostezando con el cabello revuelto.

—Mamá, son las 5:30. ¿Por qué estás despierta? —No puedo dormir, mija. Estoy muy nerviosa. —Vas a estar bien, mamá —Daniela abrazó a su madre por la espalda—. Eres la mejor cocinera que conozco. Si don Alberto te eligió, es porque vio algo especial en ti. —¿Y si me equivoco? ¿Y si no soy lo suficientemente buena? —Entonces aprendes y lo intentas de nuevo. Eso es lo que siempre nos dices a nosotros.

Rosa María sonrió a pesar de su nerviosismo. Sus hijos eran su fortaleza, la razón por la que no podía darse el lujo de rendirse.

A las 7 de la mañana ya estaba lista. Se había puesto su mejor pantalón negro, una blusa blanca limpia y sus zapatos más cómodos. Llevaba el cabello recogido en un chongo apretado, como imaginaba que debía lucir una cocinera profesional. Daniela le tomó una foto con su celular. “Para el recuerdo de tu primer día, mamá”.

Miguel bajó corriendo las escaleras en pijama y abrazó a su madre.

—Buena suerte, mamá. Te queremos mucho. —Yo también los quiero, mis amores. Pórtense bien. Daniela, no olvides que Miguel tiene entrenamiento de fútbol a las 4. —No te preocupes, mamá. Todo va a estar bien aquí.

Rosa María salió de su casa con una mezcla de emoción y terror. El camión la dejó en el centro histórico a las 7:40. Todavía tenía 20 minutos antes de su hora de entrada, así que caminó lentamente por las calles coloniales tratando de calmar sus nervios.

A las 8 en punto tocó la puerta del restaurante. Un joven con delantal negro le abrió.

—Buenos días. ¿Usted es la señora Rosa María? —Sí, soy yo. —Pase, por favor. La chef Marta la está esperando.

El restaurante se veía diferente por la mañana. Las luces estaban todas encendidas. Había gente preparando las mesas y desde la cocina se escuchaban ruidos de ollas y sartenes. Rosa María siguió al joven hasta la cocina. La chef Marta estaba revisando un inventario en una tableta, pero al ver a Rosa María sonrió calurosamente.

—Buenos días. Qué puntual. Me gusta eso. Ven, déjame darte un uniforme y te enseño dónde puedes cambiarte.

Le entregó un pantalón negro, una filipina blanca de chef, un delantal y un gorro. Rosa María se cambió en un pequeño vestidor y cuando se miró al espejo, casi no se reconoció. Parecía una cocinera de verdad.

Cuando regresó a la cocina, Marta ya había comenzado a trabajar.

—Bueno, Rosa María, lo primero que necesitas saber es cómo nos organizamos aquí. Llegamos a las 8 para preparar todo antes de que abramos a las 11. Trabajamos hasta las 3 preparando las comidas. Luego tenemos un descanso y regresamos de 5 a 9 para las cenas. Los domingos cerramos. Ese es tu día de descanso.

Rosa María asentía, tratando de memorizar todo.

—Hoy vas a estar conmigo, observando cómo trabajamos. No te voy a poner a cocinar todavía. Primero necesitas familiarizarte con la cocina, con dónde está todo, con nuestros procedimientos. ¿De acuerdo? —Sí, chef Marta. —Solo Marta está bien. Aquí somos un equipo, no me gusta mucha formalidad.

Las siguientes horas fueron un torbellino de información. Marta le mostró dónde se guardaban los ingredientes, cómo funcionaban las estufas industriales, qué utensilios se usaban para cada cosa. Rosa María conoció a los otros tres cocineros: Juan, un joven de 28 años especializado en carnes; Patricia, una mujer de 35 que manejaba las entradas y ensaladas; y Rodrigo, el más joven del equipo con apenas 21 años, que se encargaba de las guarniciones.

—Rosa María va a especializarse en los platillos tradicionales poblanos —explicó Marta al equipo—. El mole, los chiles en nogada cuando sea temporada, las chalupas, ese tipo de cosas. Don Alberto la contrató específicamente por su sazón casero.

Juan la miró con cierto escepticismo.

—¿Tienes experiencia en cocinas profesionales? —No, esta es mi primera vez en un restaurante.

Rosa María notó cómo Juan intercambiaba una mirada con Patricia. No necesitaba ser adivina para saber lo que pensaban: que ella era una aficionada, una intrusa en su mundo profesional. El miedo que había sentido en la mañana regresó con fuerza, pero apretando la tela de su nuevo delantal, Rosa María respiró hondo y recordó la sonrisa de Miguel. Estaba allí por ellos. No iba a fracasar.