Me llamo Lucas. Tengo 24 años y vivo en un pequeño apartamento en las afueras de Denver, Colorado, donde la ciudad zumba lo bastante como para recordarte que está ahí, pero no tanto como para ahogar tus pensamientos. Trabajo como programador freelance, sobre todo creando sitios web para pequeñas empresas, cafeterías, estudios de yoga, ese tipo de cosas. No es glamuroso, pero paga el alquiler y me permite trabajar desde el sofá y en pantalones de chándal. Mi vida ha sido estable, predecible. Despertar, programar, quizá salir a correr por los senderos si me siento ambicioso. No me gustan las multitudes ni el caos. Nunca me han gustado. Tal vez por eso siempre he mantenido a la gente a cierta distancia.

Tuve novia en la universidad. Duramos seis meses antes de que ella dijera que yo era demasiado cerrado. No se equivocaba. Tengo muros, y estoy bien con ellos. Mi mejor amigo, Jake, es lo contrario. También tiene 24, es vendedor y lleva una sonrisa que podría vender hielo a un muñeco de nieve. Siempre me arrastra a algo: bares, básquet improvisado, viajes por carretera para los que no tengo energía. La semana pasada me llamó con la voz vibrando como si ya llevara tres bebidas energéticas. “Lucas, tienes que venir conmigo a Aspen. Viaje de esquí. Un par de días, yo invito.”

Gruñí. Esquiar no es lo mío. Soy más de quedarme dentro con el portátil que de lanzarme montaña abajo. Pero Jake no cede. “Anda, tío. Mi mamá también viene. Necesita un descanso. Va a ser divertido. Como en familia.” No tenía una buena excusa para decir que no. Y, sinceramente, Jake tiene una manera de hacerte sentir que te pierdes la vida si no dices que sí. Así que hice una maleta, metí unas térmicas que no usaba desde el instituto, y dije: “Vale.”

La mamá de Jake, Elena, tiene 44 años. La conozco desde que yo tenía 15, cuando Jake y yo empezamos a juntarnos. Siempre me pareció difícil de leer. No fría, exactamente, pero tampoco del tipo de madre que hornea galletas. Tiene una intensidad silenciosa, como si hubiera visto más de lo que deja ver. Recuerdo cuando venía a recoger a Jake en un Jeep destartalado, siempre con un libro o una cámara en el asiento del copiloto. Una vez Jake me contó que había sido fotógrafa de guerra. Ahora edita artículos para una revista en línea. Tiene el pelo castaño largo, normalmente recogido, y unos ojos verdes profundos que parecen captarlo todo.

Nunca pensé en ella más allá de “la mamá de Jake”. Estaba ahí. Correcta, reservada, quizá un poco distante. Hermosa, sí, pero de ese modo fuera de límites en el que no te detienes. O al menos yo no lo hacía. Hasta este viaje.

Llegamos al resort de Aspen un viernes por la tarde. El lugar era una postal: pinos espolvoreados de nieve, cabañas con humo en las chimeneas y un aire tan nítido que picaba en los pulmones. Jake había reservado un lodge cerca de las pistas, vigas de madera, mantas de cuadros, ese ambiente a pino y chocolate caliente. Su grupo —tres chicos más y una chica— ya estaba desembalando tablas y destapando cervezas, listos para devorar la montaña. Yo me sentía fuera de lugar, como siempre en esos grupos. Jake estaba en su elemento, bromeando, lanzando un balón de fútbol americano que había traído sin motivo. Elena, más callada, se sentó junto al gran ventanal del lodge, bebiendo café de un termo, su bufanda roja colgada en la silla. Sonrió cuando Jake le hizo señas, pero no se unió al alboroto. Cruzamos la mirada una vez, y me inclinó la cabeza en un gesto pequeño, como si supiera que yo tampoco había venido por la fiesta.

Para la segunda mañana, estaba agotado. Jake y sus amigos se habían quedado hasta tarde, risas y música a todo volumen, y yo apenas dormí. Planeaban hacer snowboard por unas rutas de bosque, a unos kilómetros del lodge. “¿Tú y Lucas?”, preguntó Jake abrochándose la chaqueta. Negué. “No, hombre. Me quedo por aquí.” Se encogió de hombros y salió con su banda. Yo agarré un café y me dejé caer en un sofá junto a la chimenea, desplazándome por el móvil, dispuesto a dejar pasar el día.

Entonces Elena se acercó, sus botas crujiendo en el suelo de madera. “¿No te unes?”, preguntó con voz baja, no hostil. Levanté la vista, sorprendido. “No es lo mío. ¿Y tú?” Sonrió apenas, ajustándose la bufanda. “Prefiero caminar a caerme montaña abajo.” Lo dijo de un modo que me hizo reír. “¿Quieres caminar entonces? Hay senderos por aquí. Nada loco.” Ladeó la cabeza, lo pensó y asintió. “Claro. Voy por el termo.”

Salimos a un sendero marcado cerca del lodge, un bucle entre árboles cubiertos de nieve. El cielo estaba despejado, el sol destellando en el polvo, y se sentía bien moverse sin la presión de seguir el ritmo del grupo de Jake. Elena caminaba a mi lado, su bufanda roja viva contra el abrigo oscuro, vapor elevándose del termo al que sorbía. No hablamos mucho al principio, cosas pequeñas. Ella preguntó por mis encargos de programación. Yo por su trabajo de edición. Era fácil, ligero, como dos personas matando el tiempo.

“¿Vienes mucho con Jake?”, pregunté, apartando una raíz. Asintió, los ojos recorriendo los árboles. “Todos los años desde que era niño. Es ‘lo nuestro’.” Su voz se suavizó, como si hubiera más ahí, pero no añadió nada. No presioné.

Entonces el aire cambió. El cielo se volvió gris de golpe y comenzó una nevada suave. Subí la cremallera, pensando que pasaría. Pero la nieve se hizo más pesada, más espesa, hasta que las marcas del sendero empezaron a borrarse. “Deberíamos volver”, dije, entrecerrando los ojos en el blanco. Elena estuvo de acuerdo. Pero al girar, el camino había desaparecido bajo el polvo fresco. El estómago se me encogió. Saqué el móvil. 10% de batería, sin señal. “Mierda”, murmuré, encendiendo la linterna. Elena se mantuvo serena, pero las manos hundidas en los bolsillos, el aliento visible en ráfagas cortas. “Lo encontraremos”, dijo, aunque su voz tenía un filo.

La nieve no cedió. Caía en cortinas densas, tragándose el rastro y borrando los árboles en siluetas fantasmales. La linterna apenas abría un cono débil. Buscaba desesperado los postes de madera que habíamos visto; nada, enterrados. Cada paso hundía más la bota, el frío se filtraba por los calcetines, la respiración en nubes desparejas. Elena iba junto a mí, la bufanda roja espolvoreada, la cara medio oculta por la capucha. Callaba, pero su silencio pesaba más que la tormenta.

“Lucas, baja el paso”, dijo por fin, su voz cortando el aullido del viento. Me detuve, el corazón golpeando por algo más que el frío. “Damos vueltas”, añadió, sus ojos verdes firmes, tensos en las comisuras. Tenía razón. Llevaba guiándonos en un bucle, esperando ver algo familiar; el bosque era el mismo en todas direcciones. El móvil marcaba 6% y cero barras. Lo guardé, escondiendo el temblor de mis manos. “Lo siento”, dije más áspero de lo que quería. “No debí sugerir este paseo.” Esperaba un reproche, que me culpara. Pero negó con la cabeza, sacudiendo la nieve de la manga. “No es tu culpa, Lucas. Estas tormentas aparecen de la nada.” Su tono era calmo, pero sus labios palidecían, y las manos se mantenían enterradas. Tenía más frío del que admitía.

Seguimos, cada paso más pesado, como si la montaña empujara. Las piernas ardían, los pulmones escocían. Miré a Elena, su bufanda apenas un manchón rojo en el blanco infinito. “¿Estás bien?”, pregunté, bajando a su ritmo. Asintió, pero su aliento era irregular y la vi hacer una mueca al pisar una raíz oculta. “Solo sigue”, dijo, con un leve temblor en la voz.

Tras lo que pareció una eternidad —sería una hora—, me detuve de nuevo, jadeando. “Así no funciona”, dije más para mí que para ella, imaginándonos atrapados toda la noche, el frío subiendo hasta inmovilizarnos. Había visto suficientes programas de supervivencia para saber lo rápido que sale mal todo con una tormenta.

Elena dio un paso, su mano enguantada en mi hombro, ligera y firme a la vez, como un ancla. “Lucas, para”, dijo bajo y preciso, sacándome del remolino. “Estás entrando en pánico y me contagias. Hay que pensar.” La miré. La miré de verdad. Por primera vez no vi a la mamá de Jake. La capucha se le había caído un poco, la nieve prendida a su pelo castaño, derritiéndose en hebras húmedas. Mejillas encendidas por el frío. Ojos abiertos, no asustados, atentos, calibrando la situación como quizá lo hizo años atrás en zonas de guerra. Pero había algo más: su mano temblaba apenas, no solo por el frío, y tenía los labios apretados, conteniéndose por los dos.

“Vale”, dije, forzando un respiro. “¿Qué hacemos?” Barrió los árboles con la mirada. “Refugio. Si seguimos vagando, nos perderemos más.” Asentí, tragando el nudo. “Busquemos algo. Una cueva, el hueco de un árbol, lo que sea.” Emprendimos el paso más despacio, más deliberado, hombro con hombro. Discutimos un poco: yo quería desandar, ella bajar hacia el valle por si había una estación de guardabosques. “No encontraremos el camino con esto”, dijo firme, sin dureza. “Hay que priorizar el calor.” Abrí la boca para discutir y me contuve. Tenía razón. Estaba dejando que el pánico condujera.

Casi sin pensarlo, tomé su mano enguantada. “Vale. Hacia abajo”, dije. Sus dedos apretaron los míos un segundo, sin soltarlos de inmediato. Ese gesto pequeño hizo que el frío se volviera un poco menos afilado.

Avanzamos. Mi móvil murió por completo, la tormenta devoró la última luz del día. Cuando creí que estábamos acabados, Elena señaló al frente. “Ahí”, dijo con un alivio afilado. Entrecerré los ojos: la sombra de una estructura, baja y oscura, contra los árboles. Nuestra única oportunidad, y ambos lo supimos.

Era una cabaña pequeña y envejecida, más bien un cobertizo, arropada por un grupo de pinos. Madera gris de tiempo, nieve amontonada contra la puerta. Empujé con el hombro, la madera se quejó, y entramos en un interior oscuro y húmedo. Olía a madera mojada y polvo viejo, pero estaba seco. Suficiente. Mi bota raspó el suelo áspero, Elena detrás de mí. “Servirá”, dijo con voz estable y agotada, temblando ya, la bufanda roja costrada de nieve y las manos enterradas.

Con el último destello de la linterna eché un vistazo: una estufa oxidada en la esquina, un banco de madera, una repisa con unas latas polvorientas, y un cajón con mantas de lana dobladas. Un pequeño montón de astillas y una caja de cerillas junto a la estufa. “Gracias a Dios. Encendamos el fuego”, dije, más para no pararme. Dedos entumecidos, torpes con las cerillas; Elena dejó el termo y se sacudió la nieve, lenta, como si el frío le hubiera drenado la fuerza. Tras varios intentos, prendió. El crepitar suave se volvió llama y el calor, milagroso, empujó el hielo de los huesos. Elena, en el banco, se quitó los guantes, el pelo pegado a las mejillas, labios aún pálidos, pero con una sonrisa leve. “Nada mal, Lucas”, dijo, más suave. “Eres útil en crisis.” Me reí ronco. “No te acostumbres.” Le tendí una manta, tomé otra, y me senté lo suficientemente cerca como para sentir su tibieza.

Abrí una lata de estofado, caducada pero sellada. “Cena”, bromeé. Elena alzó una ceja y soltó una risa baja, cálida, fuera de lugar en ese cubo helado. “Gourmet”, dijo, tomando la lata. La compartimos con dos cucharas oxidadas, bajándolo con lo último de café. No era mucho, pero algo, y la cabaña dejó de sentir como último recurso.

El fuego se estabilizó, el viento aulló. Elena se recostó, la manta ceñida. “Jake y yo veníamos cada invierno”, dijo casi para sí. “Después de que su padre muriera en Afganistán, cuando Jake tenía 15. Era nuestra forma de mantenernos juntos. Como si, siguiéndolo, pudiéramos fingir que la familia no estaba rota.” Se quedó mirando el fuego, los dedos resiguiendo el termo. “No me di cuenta de cuánto fingía yo también.” No supe qué decir. Nunca la había escuchado hablar así. Sus palabras quedaron en el aire, pesadas con algo que no supe nombrar. Me deslicé un poco, mi rodilla rozó la suya bajo la manta. “No sabía… lo de su padre, ni nada de eso”, dije al fin. Me miró, los ojos verdes captando la luz del fuego, y vi algo crudo, sin defensa. “La mayoría no sabe”, dijo. “No hablo de ello. Es más fácil seguir.” Dudé, y puse mi mano sobre la suya, sobre el termo. Sus dedos fríos temblaban levemente y no retiré la mano. “No tienes que seguir ahora”, dije más bajo de lo que pretendía. No se apartó. Sus dedos se curvaron un poco bajo los míos y exhaló despacio. “Gracias, Lucas”, susurró. “Por estar aquí.”

Le quité la chaqueta, aún tibia, y se la coloqué encima de la manta. Me miró sorprendida, luego asintió con una sonrisa tenue. “Te vas a congelar.” Me encogí de hombros. “Sobreviviré.” Por dentro el pecho apretado, no por el frío, sino por la forma en que me miraba como alguien que importaba.

El fuego crepitó, el viento gritó, y el espacio entre nosotros se hizo pequeño. No sabía qué estaba pasando, no exactamente, pero ya no se trataba solo de entrar en calor.

El resplandor cálido empujaba sombras por las paredes rugosas. Elena, cerca en el banco, nuestras rodillas rozándose bajo la manta compartida, mi chaqueta sobre sus hombros. El olor a leña y lana húmeda, y la estela de su café. Su mano seguía bajo la mía, ya tibia. El silencio estaba lleno, como sosteniendo algo aún sin nombre. La miré: el perfil de su mejilla, los mechones húmedos en el cuello. “¿Estás bien?”, pregunté bajo, con cuidado. Parpadeó, se volvió hacia mí; por un momento, la coraza caída del todo. “No lo sé”, dijo casi en un hilo. “Hace mucho que no me detengo a pensarlo.” Se movió apenas, su hombro rozó el mío, la manta resbaló y dejó ver el cuello húmedo de su abrigo. La acomodé; mis dedos rozaron su piel, y ella no se apartó. Se inclinó lo justo como para que lo notara.

“Cuando era fotógrafa”, dijo despacio, “vi cosas que la mayoría no ve: bombas, cuerpos, gente que lo había perdido todo. Aprendí a seguir, a disparar, porque si me detenía, me tragaba. Y cuando murió el padre de Jake, seguí por él, por nosotros. En algún punto olvidé cómo parar, cómo simplemente ser.” Sus palabras me golpearon. Siempre la vi fuerte, intocable, esa clase de persona que lo tiene todo controlado. Pero ahí, en esa cabaña helada, era solo Elena. No la mamá de Jake, no la fotógrafa de guerra, no la mujer que lo sostiene todo. Alguien que llevaba demasiado, desde hacía demasiado.

Apreté un poco su mano, sin saber si la consolaba a ella o a mí. “No tienes que sostenerlo todo ahora”, dije ronco. Me miró hondo, y el aire cambió, como si se abriera una puerta. “Lucas”, dijo suave, casi frágil. “Si esta fuera la última noche, si estuviéramos atrapados, si esto fuera lo único… no quiero fingir más. No quiero ser la mamá de Jake ni la fuerte ni la que siempre está bien. Solo quiero ser yo, una mujer, alguien que sigue aquí, viva.” Su confesión quedó flotando, cruda, y el pecho me dolió. Lo vi en sus ojos: años de peso llevado en silencio, el anhelo de ser vista como algo más que sus roles.

“Te veo”, dije antes de poder morderme la lengua. “No como la mamá de Jake. Solo a ti.” Se le cortó la respiración. No nos movimos. El fuego, el viento… y el mundo reducido a nosotros. No sé quién se inclinó primero. Tal vez ella. Tal vez yo. Pero nuestras caras estuvieron cerca, su aliento en mi mejilla, sus ojos sosteniendo los míos, firmes y vulnerables. Sus labios rozaron los míos, suaves, al principio inseguros, tanteando el borde de algo peligroso. El beso se hizo más hondo, lento, sin prisa ni desesperación: como si ambos intentáramos decir lo que las palabras no alcanzan. Su mano subió por mi brazo hasta el hombro; la acerqué, la manta cayó al suelo. No se trataba de calor ni pasión. Era conexión: dos personas encontrando algo verdadero en mitad de la tormenta. Sus labios sabían levemente a café. Por esos segundos, el frío, el miedo, el mundo no existieron. Solo nosotros y la verdad callada de lo que necesitábamos.

Nos separamos y juntamos la frente, respiraciones mezcladas en la penumbra. “Lucas”, susurró, temblando sin miedo, “no me sentía tan viva desde hace años.” No supe qué decir; la abracé, mi mano en su nuca, sintiendo los mechones húmedos. “Yo tampoco”, conseguí decir, apenas audible. Entendí que estaba tan perdido como ella; no en la nieve, sino en mi propia vida, escondido tras el código y mis paredes. Allí, con ella, dejé de esconderme.

No fuimos más allá. No había prisa. Permanecimos juntos, enredados en mantas, su cuerpo acurrucado contra el mío para darnos calor. Su respiración se volvió estable, el temblor de sus manos cesó. La luz del fuego le suavizó el rostro, parecía más joven, no por años, sino por la forma en que dejó caer la guardia. Ajusté la manta; mi brazo sobre sus hombros; ella no se apartó. Era una cercanía que no necesitaba palabras.

Entre vigilia y sueño, el fuego chasqueó y el viento se hizo zumbido. Desperté una vez, con el cuello rígido, y la encontré aún abrazada a mí, el aliento tibio en mi clavícula. Olía a pino y nieve. No me moví. Se removió, abrió los ojos. “¿Sigues aquí?”, murmuró con voz de sueño. “Sí”, dije suave. “No voy a ninguna parte.” Asintió con una sonrisa leve y cerró los ojos. Hablamos a ratos durante la noche. Ella me contó una foto que tomó en un desierto al otro lado del mundo: un soldado sosteniendo una carta de casa, su rostro iluminado por una vela. “Fue la única vez que lloré en un encargo”, dijo. “No por triste, sino por tan humano.” Yo le conté la noche en vela programando una web para un cliente, hasta darme cuenta de que había construido algo de lo que estaba orgulloso, algo mío. “No se lo cuento a nadie”, admití. “Me parece demasiado pequeño.” Ella negó, su mano en mi brazo. “Nada es pequeño si te importa.”

No sé cuándo dormimos de verdad, pero al despertar, la tormenta se había calmado y una luz gris entraba por la ventana. El fuego eran brasas y el aire cortaba de nuevo. Elena seguía a mi lado, la cabeza en mi hombro, una mano bajo la manta, sobre mi pecho. No quería moverme, pero el mundo volvía. Entonces lo oímos: un golpe rítmico lejano, creciendo—un helicóptero. El corazón me saltó: alivio mezclado con otra cosa, parecida al pesar.

Elena se incorporó despacio, los ojos parpadeando. “Nos encontraron”, dijo, suave y firme. Se sentó, recogió la manta; ninguno habló. El batir fue más fuerte, voces entre la nieve. Me puse de pie, la ayudé; su mano se quedó un segundo en la mía, cálida, apretándola con fuerza antes de soltar. “Gracias, Lucas”, dijo, los ojos en los míos, firmes e indescifrables. “Por anoche.” No supe qué decir. “No tienes que darme las gracias”, dije al fin. “Me alegra que fuéramos nosotros.”

Abrió la puerta; el aire frío nos golpeó. Salimos. Luces entre la bruma; figuras avanzando. Su mano rozó la mía por última vez y dio un paso al frente, la bufanda roja encendida contra el blanco, lista para volver al mundo.

El helicóptero rugió, el amanecer gris lo envolvía todo. A lo lejos vi a Jake, pálido, descompuesto. Echó a correr, se lanzó a los brazos de Elena. “Mamá, gracias a Dios.” Se volvió hacia mí, me agarró del hombro, ojos húmedos. “Lucas…”, no terminó; me abrazó breve y fuerte. Tragué, incapaz de mirar a Elena. Los guardabosques nos metieron en la nave, nos envolvieron en mantas térmicas crujientes. Elena se sentó enfrente, las manos juntas en el regazo, la bufanda bien metida. Parecía tranquila, casi distante. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron un segundo, lo vi: un destello de lo no dicho, algo solo nuestro. Me apretó la mano una vez, tan rápido que pudo haber sido reflejo, y la soltó, girándose hacia Jake, que no paraba de preguntar. “Estamos bien”, dijo con la misma voz con la que me calmó en la tormenta. “Nos perdimos. Lucas nos mantuvo unidos.” Jake me dio una palmada en la espalda, sonriendo entre el alivio. “Eres un héroe, tío.” Forcé una sonrisa. Héroe no era lo que sentía.

En el lodge hubo caos: paramédicos, amigos, café caliente y mantas. Respondí preguntas sobre la tormenta, la cabaña, el fuego. Pero mi mente estaba allá, en ese espacio quieto. Elena, al otro lado, hablando con un guardabosques, postura recta, sonrisa educada. Otra vez la mamá de Jake. Quise buscar sus ojos, saber si sentía el mismo tirón. No miró.

Nos fuimos al día siguiente, el grupo más silencioso. Jake condujo con su lista de siempre; yo miré por la ventana las cumbres desvaneciéndose. Elena iba delante, el termo en el regazo, respondiendo a Jake con cordialidad breve. Intenté estar normal, bromeé, pero cada vez que la veía en el retrovisor, el estómago se me encogía. Aquella noche en la cabaña no fue un instante. Algo cambió en mí. Y sentía que en ella también.

De vuelta en Denver, la vida volvió a su ritmo, pero no encajaba. Programé, corrí, habité mi apartamento silencioso. Todo hueco. Le escribí a Elena a los pocos días: “¿Estás bien?” Sin respuesta. Una semana después: café, quizá hablar. Nada. Me dije que estaba ocupada, que necesitaba espacio. El silencio dolía. Empecé a dudar de todo: el beso, cómo se inclinó hacia mí, sus palabras de querer ser vista. Quizá lo interpreté mal.

Un mes después, reuní coraje para pasar por la casa de Jake; me había invitado a ver un partido. Pensé que la vería, que habría alguna señal. Jake estaba tirado en el sofá con una cerveza. “Mamá no está”, dijo sin despegar la vista de la tele. Asentí, escondiendo la decepción, y me hundí en el sofá. Entonces lo vi en la pared: una foto nueva. Un bosque nevado, pinos cargados de polvo y una bufanda roja colgada en una rama desnuda, un tajo de color en el blanco. Me golpeó como un puño. Era nuestro bosque, nuestra noche, capturada como solo ella sabría. Me quedé mirando, el pecho apretado. “Eh, ¿estás bien?”, dijo Jake. “La miras como si fuera a hablar.” Reí forzado. “No sabía que tu mamá seguía con la fotografía.” Él se encogió. “Siempre fue rara y buena para eso.”

Me quedé el partido, pero mi mente no estaba. Solo pensaba en esa bufanda, ese momento, la luz en su cara. Al irme, Jake me llamó: “¿Seguro que estás bien? Estás raro desde el viaje.” Lo miré, me pregunté si sabía algo. “Sí”, dije. “Solo cansado.” En el coche, el peso de esa noche se asentó más hondo, una punzada quieta que no se iba. Las calles de Denver brillaban bajo farolas amarillas. La foto —el bosque, la bufanda— no me soltaba. Era como si Elena hubiera tomado nuestra noche, nuestro secreto, y lo hubiera vuelto algo tangible, algo que podía conservar sin decir palabra. Quise creer que significaba que no lo había olvidado, que sentía el mismo tirón. Su silencio contaba otra historia.

Pasaron semanas. El dolor no se apagó. Seguí programando, corriendo, viviendo, como a través de niebla. No intenté contactarla de nuevo. Me repetí que era lo mejor, que lo de la cabaña fue un momento, no una promesa. Pero al cerrar los ojos, la veía: sus ojos verdes a la luz del fuego, su voz suave y desnuda diciendo que quería ser vista, su mano enroscándose en la mía, su sonrisa cuando le eché mi chaqueta encima. No era solo el beso. Era la manera en que nos sostuvimos, como si temiéramos soltarnos.

Una tarde, dos meses después del viaje, volví de correr, el aliento pesado, las zapatillas con barro. Había un paquete pequeño en mi puerta, envuelto en papel marrón liso. Sin etiqueta, sin nota. El corazón me dio un vuelco al cogerlo, ligero pero deliberado. Dentro, al abrir, estaba su bufanda roja, doblada con cuidado, la lana suave aún con un rastro tenue de su perfume—pino y café. Dentro, un papel, su letra clara y pulcra: “No la última noche, pero tampoco la primera. Sé que puedo llamar si lo necesito.”

Me quedé de pie, sujetando la bufanda, el pulso en los oídos. No era una invitación, no exactamente, pero sí algo: una puerta entreabierta, una posibilidad. Me la acerqué al rostro y respiré. Por un momento volví a la cabaña, su cabeza en mi hombro, el fuego chisporroteando. La nota no era una promesa, pero bastaba. Me dijo que no había olvidado, que esa noche le dejó marca también.

No volví a ver a Elena por un tiempo. La vida siguió. Jake consiguió un ascenso, empezó a hablar de irse a Seattle, y yo me metí de lleno en un proyecto nuevo de programación, algo que me mantenía despierto lo suficiente para callar la mente. Guardé la bufanda en una repisa del cuarto, junto a una pila de libros que nunca leo. No era un trofeo ni un souvenir. Era un recordatorio de que hay momentos que no tienen que durar para importar. Solo tienen que suceder.

A veces pasaba en coche frente a la casa de Jake, sin detenerme, solo para ver si estaba su coche. La mayoría de las veces sí, y sentía una mezcla rara de alivio y anhelo, como si saber que estaba ahí me bastara, aunque no pudiera alcanzarla. Una vez la vi en el jardín, regando plantas, el pelo recogido, movimientos lentos y deliberados. No me vio y no paré. Sonreí, porque parecía estar bien. No feliz, quizá, pero firme, como si estuviera reencontrándose.

La verdad es que no necesitaba que tocara a mi puerta. No necesitaba retomar desde donde lo dejamos, robar más momentos o hacer promesas que no podríamos cumplir. Esa noche me dio algo que no sabía que me faltaba: una idea de lo que se siente ser necesario; ver caer el muro de alguien y saber que confía en ti para sostenerla. Elena me lo mostró, no solo con palabras o caricias, sino permitiéndome verla de verdad, sin las máscaras que usa con el mundo.

No sé si nuestros caminos se cruzarán de nuevo, no como esa noche. Tal vez siga siendo la mamá de Jake, la mujer que saluda con educación cuando paso. O tal vez algún día llame, y descubramos qué viene después. Por ahora, llevo esa noche conmigo, no como peso, sino como calor, como el fuego que encendimos juntos. No fue amor de canción. Fue más callado, más desordenado, real. Fue dos personas encontrándose en medio de una tormenta, no porque tuvieran que hacerlo, sino porque lo eligieron.

Doblé la bufanda y la devolví a la repisa junto a la nota. Y sonreí, no porque la tuviera, sino porque la había conocido, aunque fuera un instante. Eso bastaba. Por ahora, tenía que bastar.