“Papá, por favor no me dejes sola con la nueva mamá… ella hace cosas malas cuando no estás.”

La voz de la pequeña apenas superaba un susurro, pero cortaba más profundo que cualquier grito.

La lluvia golpeaba contra el cristal de la ventana en un ritmo interminable, una canción de cuna para algunos, pero no esta noche. Michael estaba en el pasillo fuera del dormitorio de su hija, con la puerta ligeramente entreabierta. La luz del pasillo se derramaba en la habitación en un haz dorado que caía sobre su pequeña cama.

Lena, su hija de seis años, estaba sentada bajo las cobijas, con los ojos muy abiertos y aferrada a su conejo de peluche. Su voz temblaba mientras lo miraba con un miedo que ningún niño de su edad debería conocer.

“¿A qué te refieres, cariño?” Michael entró en la habitación, agachándose a su lado. “Mamá te quiere.”

“Esa no es mamá”, dijo Lena, apretando más fuerte al conejo de peluche. “Es la nueva mamá. La que trajiste después de que mamá se fue al cielo. Se parece a ella, pero no lo es.”

El estómago de Michael se retorció. No era la primera vez que Lena decía algo así desde que él se volvió a casar. Después de que su esposa Sarah muriera en un accidente automovilístico hace dos años, quedó devastado, apenas sosteniéndose por el bien de Lena. Pero luego llegó Elise, una mujer cálida e inteligente que lo ayudó a recoger los pedazos rotos de su vida. Se había mudado hace seis meses. Al principio, todo iba bien.

Entonces comenzaron las pesadillas.

“Ella viene de noche”, susurró Lena, sus ojos desviándose hacia el armario en la esquina. “Cuando está oscuro. Abre el armario y habla con alguien dentro. Luego… cambia.”

Michael siguió su mirada hacia el armario. Parecía normal, solo una puerta de madera con un pomo de latón. Se levantó, caminó hacia él y lo abrió.

Vacío.

La ropa colgaba ordenadamente, los zapatos estaban alineados en pares. Nada inusual. Nada escondido.

Aun así, la habitación de repente se sintió más fría.

“Cariño”, dijo suavemente, “no hay nada en el armario. Tal vez fue un sueño.”

“No es un sueño”, insistió Lena. “Me escondí allí una vez. Vi cómo su cara cambiaba. Se estiraba… y sus ojos se volvían negros. Ella no sabía que la estaba viendo. Hablaba con el hombre en la oscuridad. Vive en la pared detrás del armario.”

Michael se congeló.

Detrás del armario no había nada más que yeso viejo y una chimenea de ladrillo que venía de la sala de abajo. No había ningún “hombre en la pared”. Al menos, no debería haberlo.

Esa noche, Michael apenas durmió. Elise yacía a su lado en la cama, tranquila, respirando suavemente. Su presencia era reconfortante, su brazo descansando sobre su pecho. Pero la voz de su hija resonaba en su cabeza como una maldición.

“No me dejes con la nueva mamá…”

Al día siguiente, Elise horneó galletas con Lena en la cocina. Parecía normal, incluso feliz. Lena sonreía, pero sus ojos se encontraron con los de Michael con un mensaje no dicho: Por favor, no creas en su actuación.

Esa noche, cuando la casa se aquietó y la noche cayó de nuevo, Michael se paró en el pasillo, mirando la puerta de Lena. Tenía que saber. Tenía que ver de qué tenía tanto miedo su hija.

Abrió su puerta en silencio.

Lena estaba dormida.

El armario estaba cerrado.

Michael entró de puntillas, con el corazón latiendo con fuerza. Abrió el armario y, contra todo pensamiento racional en su cabeza, se metió dentro. Era estrecho, apenas había espacio para agacharse detrás de la ropa colgada.

Esperó.

Pasó el tiempo.

Entonces se escuchó el crujido de la puerta del dormitorio.

Pasos suaves.

La voz de Elise. Dulce, melodiosa y equivocada.

“Es hora de despertar, pequeña querida.”

Lena se movió, murmuró algo inaudible.

“No le contaste a papá, ¿verdad?” preguntó Elise.

“No”, susurró Lena. “No lo hice.”

Elise suspiró. “Bien. Porque no lo entendería. Él piensa que solo soy una linda esposa nueva. Pero tú y yo sabemos más, ¿no es así? Soy más vieja que esta casa. Más vieja que los huesos de tu mamá en la tierra.”

La sangre de Michael se heló. Miró a través de la rendija entre dos abrigos.

La cara de Elise cambió.

Se derritió.

Su piel ondulaba como agua, sus rasgos se deformaban en algo… inhumano. Su boca se ensanchó, revelando filas de dientes pequeños como agujas. Sus ojos se volvieron completamente negros, sin reflejar nada, sin contener nada. Solo una oscuridad infinita y antigua.

Y luego giró… lentamente… hacia el armario.

“Sé que estás mirando, Michael”, susurró, su voz ya no era la suya. “Y ahora es demasiado tarde.”

Michael se congeló.

No podía moverse.

Sus piernas se negaban a obedecer. Su respiración se atoró en su garganta. Cada instinto le gritaba que corriera, que sacara a Lena y huyera, pero estaba atrapado en el pequeño y oscuro espacio del armario, mirando a los ojos de algo que no debería existir.

Elise, o la cosa que llevaba su piel, estaba en el medio de la habitación. Su cabeza estaba ligeramente inclinada, sus ojos negros como el carbón y brillando débilmente como brasas moribundas. Sus labios se retrajeron en una lenta sonrisa, revelando dientes irregulares que no pertenecían a ninguna boca humana.

“He sido tan cuidadosa”, dijo, su voz una mezcla enfermiza de miel y podredumbre. “Seis meses jugando a la casita, horneando, riendo, dándote un beso de buenas noches. Todo por ella.”

Se giró hacia Lena de nuevo, su forma monstruosa lentamente volviendo a la apariencia familiar de Elise. Cabello rubio, rasgos suaves, ojos cálidos, pero ahora todo era solo una máscara. Michael podía ver las costuras.

Lena no se movió. Se sentó rígidamente en la cama, con los ojos fijos en el escondite de su padre. Sus labios se entreabrieron ligeramente, pero no dijo nada.

“Verás, los niños son diferentes”, continuó Elise, como si estuviera contando un cuento para dormir. “Pueden ver a través de las máscaras. Recuerdan cosas que el mundo quiere que olviden. Por eso la necesito. Ella puede abrir la puerta.”

Los dedos de Michael rozaron el suelo del armario. Estaba sudando. Desesperado. Su teléfono estaba en su bolsillo, pero no podía alcanzarlo sin hacer ruido. No tenía arma. No tenía plan.

Solo sabía que tenía que llegar a Lena.

“Deberías haberle creído antes”, susurró Elise. “Pero ahora tú también eres mío.”

Con un chasquido, la puerta del armario se cerró de golpe por sí sola.

Oscuridad total.

Luego silencio.

Luego… rasguños.

Desde atrás.

Michael se giró en su lugar, su espalda presionando contra la pared trasera del armario. Los rasguños no venían de la habitación. Venían de dentro de la pared detrás de él.

Tal como Lena había dicho.

El yeso gimió, luego se agrietó. Una fina grieta se formó a lo largo del ladrillo, como si algo del otro lado intentara atravesar.

Una voz se deslizó a través de la abertura. Profunda. Fría.

“Lo trajiste. Bien. Ahora tomamos el corazón, y la niña abrirá la puerta.”

“No”, murmuró Michael. “Esto no es real. Esto no es—”

Los ladrillos estallaron hacia afuera.

Una mano, larga, pálida y esquelética, salió disparada y lo agarró por el pecho. Michael jadeó, forcejeando, mientras la pared cedía y algo se arrastraba hacia afuera.

No tenía ojos. Solo pliegues de carne gris envueltos apretadamente alrededor de una cabeza como un cráneo. Se movía como líquido, imposiblemente rápido y horriblemente lento al mismo tiempo. Siseaba en un idioma que rasgaba su mente como vidrio roto.

Michael pateó, golpeó, gritó, pero la cosa lo arrastró a través de la pared hacia el vacío detrás de ella.

Entonces—

Luz.

Estaba tirado en el suelo. El armario había desaparecido.

También Lena.

Se puso de pie tambaleándose. La habitación estaba fría, vacía y oscura. Sin muebles. Sin juguetes. Solo yeso agrietado y polvo.

La casa estaba abandonada.

Tropezó hacia el pasillo. Papel tapiz despegado. Telarañas. Las escaleras crujían bajo sus pies mientras descendía. La puerta principal estaba abierta, el viento soplaba a través de ella como un suspiro.

Afuera, el mundo era gris y muerto.

Ni un sonido.

Ni un pájaro.

Ni siquiera su coche.

El tiempo no se sentía bien aquí. Los minutos se estiraban en eternidades. Las horas pasaban en segundos. El sol estaba congelado detrás de nubes negras que nunca se movían.

Entonces la escuchó.

A Lena.

Un susurro, frágil y distante.

“¿Papá…?”

Se giró.

Ella estaba al final del pasillo. El mismo vestido. El mismo conejo aferrado en su mano.

Corrió hacia ella.

“¡Lena!”

Ella no se movió.

Cuando la alcanzó, ella lo miró con lágrimas en los ojos.

“Lo siento, papá”, dijo. “Abrí la puerta. No quería. Pero ella me obligó a decir las palabras. Ahora estamos atrapados.”

El corazón de Michael se hundió.

“¿Dónde está ella? ¿Elise?”

Lena se giró y señaló la pared.

Tallado en el yeso con símbolos rojos como sangre había una puerta.

No una real, solo el contorno de una. Pero pulsaba, como si estuviera respirando.

“Ella está detrás de eso ahora”, dijo Lena. “Esperando. Y si alguna vez intentamos irnos, ella saldrá de nuevo.”

Michael miró fijamente la puerta.

“Entonces no la dejaremos.”

Extendió la mano hacia la de su hija.

Ella se apartó.

“Tú no eres papá”, susurró Lena.

Michael parpadeó.

“¿Qué?”

Ella dio un paso atrás. Sus ojos se llenaron de un nuevo horror.

“Tú… saliste de la pared.”

Michael bajó la mirada a sus manos.

Pálidas.

Grises.

No suyas.

Abrió la boca para gritar, pero lo que salió no era su voz.

Era la de ella.

“Es hora de despertar, pequeña querida.”

Lena corrió.