« ¿Pero dónde encontraste este anillo?» vociferaba el director. Al oír aquel nombre medio borrado, el hombre se quedó paralizado de estupor.

Una atmósfera cargada de destino, de sufrimiento pasado y de un súbito destello de futuro se desplegó en la oficina de uno de los hombres más poderosos de la ciudad: Sergey Borisovich, director de una gran empresa de construcción. El aire era tan denso como justo antes de una tormenta, y su corazón latía tan fuerte que parecía querer escapar de su pecho. Allí estaba, aferrando los dedos finos de su joven secretaria, Diana, y su voz, normalmente calmada y firme, temblaba de incomprensión y asombro:

— ¿Dónde encontraste este anillo? —tronó como un rayo en medio del silencio—. ¡Pertenecía a mi abuela! ¡Era una herencia familiar, símbolo de amor, fidelidad y recuerdo!

Diana, alta y esbelta, con su cabello color lino cayendo en una cascada dorada sobre los hombros, retrocedió como si la hubieran quemado. Sus ojos azules se agrandaron con una mezcla de miedo e indignación:

— ¡Suéltame la mano! —gritó, intentando zafarse—. ¡Este anillo es el último recuerdo que me dejó mi madre! ¡Me lo dio antes de morir! ¡Es parte de mi propia herencia!

Sergey se quedó inmóvil. En su mente aparecieron imágenes: ese anillo antiguo, delicadamente grabado, su abuela sentada junto a la ventana murmurando palabras de amor, de lealtad, de recuerdos perdidos. Fijó la vista en la sortija que aún apretaba en su puño, y su corazón se detuvo. En el interior, apenas visible pero perfectamente legible, estaba grabado: « A recuerdo eterno ».

— Dime… —susurró con una voz ahora cargada de una determinación de acero—, ¿cómo llegó este anillo a ti? ¿Quién era tu madre? ¿Cuál es su nombre?

Diana, aún temblando, respondió con una dignidad feroz:

— Alena Vasilieva.

Ese nombre lo atravesó como un rayo. Vaciló, como si lo hubieran golpeado en pleno pecho. La habitación giró ante sus ojos. Volvió a ver a una joven de cabello oscuro, ojos risueños y corazón lleno de sueños: Alena, su primer amor, aquella a la que rechazó por inmadurez y por la presión de sus padres.

— ¿Puedo… verla una vez más? —balbuceó, extendiendo una mano temblorosa.

— Claro —respondió Diana, quitándose con cuidado el anillo y tendiéndoselo.

Cuando lo sostuvo entre sus dedos, una corriente eléctrica lo recorrió. Recordó aquella noche de otoño, fresca, con hojas crujientes bajo sus pasos, el olor a lluvia y la promesa que le hizo: regresar, casarse, construir una vida juntos. Pero su madre, Olga Anatolievna, y todo su entorno lo convencieron de que Alena no era adecuada, que buscaba su dinero, que era una mentirosa. Les creyó. Renunció. Y Alena desapareció como si nunca hubiera existido.

No durmió esa noche. Acostado, sacaba el anillo de su bolsillo, lo acariciaba, lo presionaba contra su corazón. Sus pensamientos revoloteaban como pájaros atrapados. « ¿Y si esto fuera una señal del destino? ¿Un nuevo comienzo? ¿Y si Diana no fuera solo una secretaria, sino el lazo que me devuelve a mi pasado para finalmente sanar? »

A la mañana siguiente, cuando Diana apareció de nuevo, su rostro estaba pálido, sus ojos cargados de un reproche silencioso.

— ¡No me devolvió el anillo! —dijo, firme en el umbral, como una acusadora.

— Lo recordé —respondió Sergey suavemente, sacando la sortija del bolsillo interior de su chaqueta—. Toma. Este anillo se lo regalé a tu madre… hace tantos años. Quería casarme con ella. Éramos jóvenes, estábamos enamorados, llenos de esperanzas. Pero mis padres… lo destruyeron todo. Fui demasiado débil. Y la perdí.

Diana se quedó inmóvil, sus labios temblaron.

— Entonces… ¿usted es… mi padre? —susurró, incrédula.

— ¡¿Qué?! —exclamó Sergey, poniéndose de pie de un salto—. ¿Eres la hija de Alena? ¿Ella me guardó el secreto? Pensé que me había olvidado, que me odiaba…

Entonces Diana contó toda la historia: cómo su madre, sin saber que estaba embarazada, se mudó lejos tras la ruptura, cómo descubrió el embarazo meses después y crió a su hija sola, en la pobreza, en la soledad, pero con todo su amor, enseñando, soñando con un futuro mejor para Diana. Cómo el destino los reunió por medio de ese anillo, portador de todas sus heridas.

Esa noche, Sergey no pudo quedarse quieto. Le pidió a Diana que lo llevara a su casa. Ella aceptó, aunque con desconfianza. Al llegar frente a una casa modesta y acogedora en las afueras de la ciudad, la puerta se abrió y allí la vio: Alena. Su rostro había cambiado, pero en sus ojos brillaba la misma bondad, la misma llama.

— Tú… —susurró él—. Sigues siendo igual de hermosa. Fina como un junco. Tus ojos brillan con la misma luz.

— Y tú… —respondió ella sonriendo—, sigues teniendo esa mirada de soñador que cree que el mundo puede ser mejor.

Se sentaron alrededor de una mesa, bebieron té, hablaron durante horas: de los años de estudios, de paseos por los parques otoñales, de sueños de juventud. Supo que Alena había perdido a su esposo tres años atrás en un accidente de coche. Hojeó un álbum de fotos: Diana de niña, luego adolescente, luego mujer joven. Su corazón se encogió entre dolor y ternura.

— ¿Por qué nunca me hablaste de ella? —preguntó, conteniendo las lágrimas.

— Pensé que habías rehecho tu vida —suspiró Alena—. Tus padres te habían encontrado a alguien más. No quería ser un obstáculo.

— ¡Nadie me encontró a nadie! —exclamó Sergey—. Toda mi vida busqué tu rostro en cada mujer, en cada sonrisa, en cada gesto… Pero solo eras tú. Y ahora entiendo que siempre estuviste aquí, en mi corazón.

Le tomó la mano.

— Hemos perdido tantos años… Pero, ¿y si el destino nos da una segunda oportunidad? ¿Tú, yo… y Diana?

Alena lo miró, con esperanza en los ojos.

— Sí —dijo en voz baja—. Empecemos de nuevo.

Al día siguiente, Sergey despidió a su amante, Zhanna. Furiosa, intentó retenerlo, pero él fue implacable.

— Tú eres parte de mi pasado —le declaró—. Ellas son mi futuro.

Poco a poco, la vida volvió a respirar. Sergey y Alena, ni jóvenes ni viejos, pero llenos de gratitud y amor, decidieron que la edad ya no sería un obstáculo. Diana, al fin conociendo la verdad, abrazó a ese padre que no conocía y rompió en llanto.

Fueron al restaurante donde, tiempo atrás, Sergey había planeado pedirle matrimonio a Alena. Bajo los acordes de una vieja melodía, volvió a arrodillarse:

— Alena, te perdí una vez. Pero no te dejaré ir de nuevo. ¿Quieres casarte conmigo? Dame la oportunidad de ser feliz… contigo.

Ella respondió “sí”. Y en ese preciso instante, el mundo pareció detenerse para aplaudirlos. El amor, perdido una vez en la juventud, regresaba no como un sueño, sino como una realidad vibrante y llena de sentido. Al fin, eran una familia de tres.