En una aldea polvorienta de Castilla, allí donde el camino de tierra se abría paso entre campos resecos y piedras viejas, se levantaba una casita de adobe pequeña. Tenía las paredes encaladas, desconchadas por el tiempo, y un techo de tejas desiguales que parecían a punto of deslizarse con el primer viento fuerte. Era una casita que cualquiera podría pasar por alto, pero que para una niña de cinco años lo era todo.

Marianita vivía allí con su abuelo Esteban. Y aunque el mundo entero se había encogido para ellos desde la muerte de sus padres, ese trocito de tierra seguía siendo su refugio.

Por dentro, la casa era tan humilde como resistente. Una mesa coja, sostenida por una piedra colocada con cuidado bajo una pata rota; dos sillas desparejadas; una cama de paja donde dormía Esteban y un jergón más pequeño junto al fuego, donde Marianita se acurrucaba abrazando su muñeca de trapo, de cuerpo torcido y ojos cosidos con hilo negro. Había una alacena casi vacía, con unos cuencos de barro, un jarro astillado y una olla ennegrecida por años de guisos escasos. En un rincón, colgaba de un clavo un rosario de madera que había pertenecido a la madre de la niña, y cada vez que ella lo miraba, sentía una mezcla extraña de tristeza y consuelo.

Afuera, en la parte trasera, un huerto reseco se extendía como un recuerdo de tiempos mejores: surcos mal dibujados, tierra dura y cuarteada, algunas hierbas rastrojeras y una planta de tomillo que se negaba a morir, como si quisiera recordarle a la casa que todavía quedaba algo de vida que defender.

Esteban salía cada mañana, apoyado en una azada vieja, y miraba el cielo, tratando de adivinar si ese día la lluvia se dignaría a visitar la aldea. A veces murmuraba que quizá al día siguiente, quizá la próxima semana, porque un campesino, aunque se quede con las manos vacías, nunca deja del todo de esperar.

Marianita lo seguía con pasos cortos, descalza, con el vestido remendado con parches de diferentes tonos. Se entretenía dibujando figuras en el polvo con un palito mientras le contaba a su abuelo que su muñeca tenía hambre o que la planta de tomillo le había dicho que quería más agua. Esteban escuchaba en silencio, sonreía apenas con una comisura cansada y le respondía diciendo que aquella planta era tan valiente como ella, que seguía en pie a pesar de todo, igual que lo harían ellos dos.

La niña no comprendía del todo lo que significaba haber quedado sola en el mundo. Solo sabía que un día su madre dejó de despertarla con cantos y su padre dejó de volver del campo; y que desde entonces, cuando el abuelo se inclinaba sobre ella para arrebujarla en la manta por la noche, lo hacía con una ternura que parecía contener tanto amor como miedo. El corazón de la casa latía al ritmo del fuego del fogón, de las cucharadas de sopa aguada que se repartían con cuidado, de las risas torpes que a veces escapaban cuando Marianita inventaba historias sobre animales que hablaban en el corral vacío, y de los suspiros largos de Esteban, que parecía cargar en los hombros no solo el peso de los años, sino también el de todas las incertidumbres que ella aún no conocía.

Una tarde, cuando el sol ya empezaba a descender y las sombras de los olivos se estiraban sobre la tierra, el chirriar agudo de una carreta rompió la calma resignada del patio. El sonido de las ruedas de madera y del látigo sobre la grupa del caballo se acercó poco a poco, hasta que tras la verja de madera medio caída, apareció la figura imponente de Don Rogelio, el usurero del pueblo.

Llevaba botas altas cubiertas de polvo, calzón oscuro de buena tela, chaleco ajustado sobre una barriga que delataba cenas abundantes y una casaca que, aunque no era nueva, superaba con mucho cualquier prenda que Esteban hubiera tenido jamás. Sus ojos pequeños y fríos inspeccionaron el patio con gesto de dueño, como si todo lo que veía le perteneciera ya, y el brillo de la codicia asomó apenas en la expresión cuando descabalgó sin pedir permiso y cruzó el portón.

Esteban, que estaba sentado bajo el alero reparando una cuerda con un punzón, se incorporó con esfuerzo y preguntó con respeto contenido qué lo traía por allí a esa hora. Pero el usurero no se tomó la molestia de responder de inmediato. Caminó hasta la mesa de la entrada, sacó de su chaleco un papel arrugado con un sello a medio borrar y lo dejó caer sobre la madera con un golpe seco. Después, dijo que venía a recordarle que las deudas no esperan y que su hijo, en paz descanse, había pedido dinero para semillas, dinero que jamás llegó a devolver, mientras que él, Esteban, había firmado como fiador. Explicó, diciendo que los muertos no pagan, pero que los papeles sí hablaban, y el papel decía que la obligación ahora caía sobre él.

Marianita, que jugaba en el rincón con su muñeca de trapo, se quedó inmóvil al ver entrar a aquel hombre de voz dura y de inmediato se escondió detrás de la puerta entreabierta, asomando solo los ojos grandes que brillaban de curiosidad y temor.

Esteban intentó decir que las cosechas habían sido malas, que la enfermedad se había llevado a su hijo y a su nuera, que apenas quedaban fuerzas para trabajar y que la alacena estaba más vacía que nunca. Pero Don Rogelio lo interrumpió levantando la mano y respondió diciendo que las desgracias eran asunto de cada uno, que él no era culpable de la fiebre ni del cielo seco, y que todo eso le daba igual. Con voz seca, añadió que tenía exactamente tres días para reunir la suma y que si al cabo de ese tiempo no tenía cada moneda, la casa, el pedazo de tierra y todo lo que hubiera dentro pasarían a ser suyos. Hizo una pausa, miró alrededor, dejó que la idea se clavara en el aire como un cuchillo y añadió con frialdad que entonces Esteban y la niña tendrían que irse a la calle, porque él no tenía por costumbre mantener parásitos.

El rostro de Esteban palideció. Sus manos temblaron sobre la cuerda que aún sostenía y trató de balbucear que tres días eran muy pocos, que quizás se podía negociar otro plazo. Pero el usurero se encogió de hombros y dijo que las condiciones estaban claras desde el principio y que ya había sido bastante generoso esperando tanto tiempo. Luego añadió que no era cuestión personal, solo negocios, y que la casa le convenía por su situación junto al camino.

Sin esperar respuesta, se dio media vuelta, salió al patio, montó de nuevo en su caballo y azuzó a la bestia para irse, dejando tras de sí una nube de polvo que se mezcló con el nudo de angustia que quedaba flotando sobre la casa. En el interior, traviesa y confusa, la voz de Marianita había captado una frase que se le clavó en el corazón: “Te saco a la calle”.

Cuando el silencio volvió a caer, pesado como una manta húmeda, la puerta se abrió despacio y la niña asomó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas que todavía no terminaba de comprender. Caminó despacio hacia su abuelo, que seguía de pie junto a la mesa, mirando el papel con la expresión de alguien que contempla un enemigo invisible. Ella se acercó, tirando del borde de su camisa, y le preguntó con voz temblorosa si iban a dormir en el suelo del camino, si de verdad ese hombre los iba a echar de su casita.

Esteban tragó saliva, sintió cómo se le encogía el pecho y le ardían los ojos, pero se obligó a sonreír un poco mientras la levantaba en brazos, aunque la espalda le dolía como si tuviera piedras en lugar de huesos. La acunó junto a su pecho y le respondió diciendo que mientras él respirara, ella tendría un techo, que nadie la dejaría a la intemperie, que no debía preocuparse por las palabras feas de aquel hombre. Marianita apoyó la cabeza en su hombro, todavía inquieta, y murmuró que no le gustaba la mirada de Don Rogelio, que parecía querer llevarse no solo la casa, sino también los pocos juguetes y recuerdos que ella guardaba en una cajita bajo su jergón. Esteban no supo qué responder, porque en el fondo sentía lo mismo, así que la apretó un poco más fuerte, como si con ese gesto pudiera protegerla del mundo entero.

Cuando por fin la dejó en el suelo, la niña corrió a su rincón y se sentó en el jergón, abrazando a su muñeca con tanta fuerza que los hilos chirriaron. Mientras tanto, él salió al patio y miró el huerto seco, la cuerda que se rompía, las grietas de la pared y la alacena casi vacía detrás de la ventana. Se preguntó cómo, con aquellas manos cansadas y tan poco tiempo, podría reunir una suma que ni siquiera en los mejores años había visto de golpe. El sol fue bajando, la luz se tiñó de naranja y la sombra del usurero parecía alargarse en su memoria, amenazante, mientras un miedo antiguo, casi infantil, que hacía décadas no sentía, le hormigueaba en la boca del estómago.

Esa noche, la oscuridad cayó sobre la aldea como una manta pesada. Marianita ya dormía en su jergón, envuelta en una manta fina, con la muñeca de trapo apretada contra el pecho y una arruga de preocupación todavía dibujada en la frente. Esteban, en cambio, no podía dormir. Estaba sentado en el taburete junto al fuego, con los codos apoyados en las rodillas y la cara entre las manos, escuchando el crujido de la madera y el leve silbido del viento. Su mente daba vueltas una y otra vez a las palabras de Don Rogelio, al plazo imposible y a la imagen de su nieta preguntando si iban a dormir en el camino.

Se sentía viejo y culpable, pero al mirarla tan pequeña, tan indefensa y tan confiada en él, algo se encendió dentro de su pecho: una mezcla de rabia y determinación. Se enderezó despacio y murmuró en voz baja, como si hablara con la sombra de su hijo, diciendo que no iba a fallarle a esa niña, que no permitiría que nadie la arrancara de su casa, que aunque se quedara sin fuerzas, iba a pelear por aquel techo con todo lo que le quedaba. No sabía todavía cómo lo haría, pero en ese instante tomó una decisión silenciosa. Se prometió a sí mismo que no se rendiría.

Mientras tanto, a unas leguas de la aldea, el carruaje de madera se detuvo con un crujido áspero bajo la sombra retorcida de una encina solitaria. Las mulas resoplaron, cansadas. Don Jacinto, un hombre robusto de rostro endurecido por la avaricia, descendió y ordenó con impaciencia furiosa que Doña Beatriz bajara de una vez.

La anciana, de cabellos completamente blancos y espalda encorbada, se aferró a la madera para no caer. Sus dos nietas la siguieron: primero Teresa, de diez años, con ojos grandes y serios que intentaban contener el miedo; y después Rita, de siete, que bajó casi a trompicones. Apenas pusieron los pies en el polvo, Don Jacinto agarró un pequeño baúl de madera y lo tiró al suelo con un golpe seco.

Dijo que hasta allí llegaba su caridad, que desde que había muerto el hijo de la anciana (el padre de las niñas), llevaba demasiado tiempo cargando con ellas, que su mujer se quejaba y que la casa no era un hospicio. Doña Beatriz, con la garganta cerrada, intentó decir que eran sangre de su sangre, que solo pedía un rincón en el patio. Pero él levantó la mano, respondió que ya estaba decidido, que el mundo era duro y que se apañaran como pudieran.

Sin un gesto de ternura, sin siquiera mirar a sus sobrinas a los ojos, se dio media vuelta, subió al carruaje y chasqueó las riendas. El carruaje se fue haciendo cada vez más pequeño, un punto oscuro que se perdió en la curva del camino, dejando tras de sí el eco de unas ruedas indiferentes y el vacío inmenso del abandono.

Fue Rita la primera en romperse. El llanto le salió entrecortado mientras se agarraba a la falda de su abuela, preguntando a dónde irían, dónde dormirían. Teresa, que también sentía las lágrimas ardiendo, apretó los labios con fuerza. Dijo que recordaba lo que papá había repetido: que cuando uno se cae, tiene que levantarse y seguir caminando, que no podían quedarse allí como trastos rotos.

Doña Beatriz levantó la mirada al cielo, murmurando contra la injusticia de aquel hombre al que había visto nacer. Luego respiró hondo, miró a sus nietas y dijo con una firmeza que sorprendió a las niñas, que mientras ella respirara no dormirían tiradas en el camino, que podrían faltarle fuerzas en las piernas, pero no en el alma. Iban a caminar hacia donde se viera humo, una aldea, una iglesia, lo que fuera. Con movimientos lentos, cerró el baúl, lo arrastró y les pidió a Teresa y Rita que le ayudaran a cargarlo entre las dos, explicando que lo poco que llevaban era también su historia.

Así, bajo el sol que descendía, una anciana y dos niñas se pusieron en marcha. La noche las alcanzó junto a unas rocas. Doña Beatriz las cubrió con su propio chal y susurró una oración, pidiendo que la mañana las encontrara vivas.

Al amanecer, volvieron a andar. Cuando el sol ya estaba alto, llegaron a una curva donde unos olivos retorcidos ofrecían sombra. Allí se sentaron exhaustas, el baúl a un lado como un perro fiel y cansado.

Fue entonces cuando, al otro lado de la historia, Marianita salió de su casa con una jarra de barro casi tan grande como ella, camino a la fuente cercana. Mientras avanzaba concentrada en no tropezar, alzó la vista y vio a lo lejos las tres figuras sentadas bajo el olivo: una figura mayor encorbada y dos pequeñas pegadas a ella, como pajaritos atemorizados.

Algo en esa escena hizo que su corazón se apretara. Se detuvo, dudando. La voz de su abuelo resonó en su memoria, diciéndole que no se acercara a extraños, que ellos mismos apenas tenían para comer. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron con los de Rita, reconoció un miedo parecido al suyo.

Aún sabiendo que su abuelo se enfadaría, respiró hondo y se acercó despacio. Con su voz aguda, pero tímida, preguntó si estaban enfermas, si les dolían los pies.

Doña Beatriz, sorprendida, respondió que no estaban enfermas, sino desamparadas; que un sobrino las había dejado en el camino. Teresa añadió con voz tensa que se las arreglarían, que no pedían limosna, solo un descanso. Marianita las escuchó en silencio, con el ceño fruncido. Miró sus ropas sucias, sus manos vacías, los pies descalzos de Rita.

Dijo que ella tampoco tenía casi nada, solo una casita, un abuelo y un huerto seco, pero que en la alacena quedaba pan duro y en el pozo agua fresca. Y que si querían, podían ir a su casa a descansar y comer, porque le dolía el pecho pensar que alguien durmiera en el suelo del camino.

Doña Beatriz dudó, preguntando si el abuelo de Marianita no se enfadaría. Pero la niña apretó la jarra y respondió con una seriedad inesperada: “Si mi abuelo se enoja, yo lo abrazaré muy fuerte y le diré que Dios no deja a los gorrioncitos tirados en el camino. Y ustedes me parecen eso, tres gorrioncitos cansados.”

Aquellas palabras tan simples atravesaron a la anciana. En los ojos de Teresa asomó una sonrisa incrédula. Rita se levantó despacio. Guiadas por esa niña de vestido remendado y corazón inmenso, la anciana y sus dos nietas recogieron el baúl y comenzaron a andar detrás de ella, hacia la casita de adobe, sin saber que en ese gesto se estaba escribiendo el comienzo de una nueva familia.

Marianita llegó corriendo a la casita de adobe, con el corazón desbocado, gritando: “¡Abuelito, abuelito! ¡Encontré unos gorrioncitos en el camino!” Dijo que no eran pájaros de verdad, sino una abuelita y dos niñas que parecían muy asustadas.

Esteban, que seguía remendando la cuerda con la mente atrapada en la sombra de la deuda, levantó la vista confundido. Apenas tuvo tiempo de incorporarse cuando vio entrar detrás de la niña a las tres figuras cansadas: Doña Beatriz, Teresa y Rita. Se quedaron en el umbral, temerosas.

El patio humilde pareció de pronto demasiado pequeño. Doña Beatriz se adelantó con paso lento y pidió perdón, explicando que la niña las había invitado a descansar, que no querían ser una carga, solo necesitaban agua, pues un sobrino las había abandonado.

Esteban tardó unos segundos en responder. Miró a la anciana, a las niñas y luego a su nieta, que lo observaba con los ojos enormes y brillantes, llenos de súplica. Todo en su cabeza le gritaba que no podía. Bastante tenía ya con proteger a Marianita, cada plato de sopa se contaba. La sombra de la deuda y el papel arrugado sobre la mesa pesaban más que nunca.

Pero entonces, vio la imagen de su nieta preguntándole si iban a dormir en el suelo del camino. Entendió que no solo debía cuidar de su sangre, sino también de la humanidad de su nieta. Marianita tiró con suavidad del borde de su camisa, buscando su mirada. Y cuando la encontró, Esteban supo que no podía decepcionar esos ojos.

Respiró hondo y dijo que la casa era pobre, que apenas tenían lo justo, pero que mientras hubiera techo sobre sus cabezas, nadie dormiría en el camino. Que pasaran, que compartirían lo poco que había, porque el hambre se soporta mejor que la vergüenza de darle la espalda a quien no tiene nada.

Doña Beatriz sintió cómo se le aflojaban las rodillas de alivio. Teresa apretó los labios para que las lágrimas no se desbordaran. Ese “sí” silencioso, que parecía tan pequeño, lo cambiaba todo.

No había pasado mucho tiempo desde que las recién llegadas probaran el caldo aguado que Esteban improvisó, cuando el sonido de cascos irrumpió en el patio. El sol aún no terminaba de bajar. Don Rogelio apareció en la entrada, pero esta vez sus ojos se entornaron con un brillo burlón al ver a la anciana y a las niñas.

Fue directo al centro del patio y dijo con voz ácida que veía que Esteban tenía invitados, que se había vuelto muy generoso para ser un hombre que no podía pagar sus deudas. Cada palabra cayó como veneno. Esteban se levantó, sintiendo un sudor frío, y trató de explicar que solo ofrecía cobijo a unas mujeres abandonadas.

El usurero lo interrumpió. Dijo que no le interesaba a quién metía en su casa, solo las cuentas. Y que había venido a anunciar un cambio: ya no serían tres días de plazo. Quería el dinero al día siguiente, al caer el sol. Y si no lo tenía, se quedaría con la casa sin más conversación.

Añadió con una sonrisa torcida que esperaba que sus invitados supieran levantar chozas, porque pronto no tendrían más que el camino. Y remató: “En este mundo, el corazón no paga deudas. La compasión es un lujo de tontos.”

El silencio que siguió fue espeso. Esteban sintió que las fuerzas le flaqueaban y se dejó caer en un banco de madera, con la cabeza entre las manos. Don Rogelio montó y se marchó, dejando un eco de risa amarga. Marianita observaba, notando por primera vez que la bondad de su abuelo tenía un precio que otros estaban dispuestos a cobrar.

Fue en ese momento, mientras los adultos se hundían en el torbellino de los temores y los números imposibles, que las niñas, con esa intuición que nace de la necesidad de moverse para no ahogarse en la angustia, salieron al patio.

Rita caminaba despacio bordeando la valla que separaba el huerto, arrastrando los dedos por la madera. Sintió que uno de los postes se movía más de lo normal. Sorprendida, llamó a Teresa y le dijo que aquel palo estaba flojo, que parecía esconder algo.

Su hermana mayor, siempre dispuesta a comprobar las cosas, se inclinó, tomó el poste con ambas manos y tiró con fuerza, logrando moverlo lo suficiente para abrir un hueco entre la tierra y la madera.

Marianita, que las observaba desde la puerta, se acercó con curiosidad y se arrodilló junto al agujero. Metió su mano pequeña en la oscuridad del hoyo, sin pensarlo demasiado, hasta que sus dedos tocaron algo duro, envuelto en tela.

Gimió sorprendida y dijo que había algo allí, algo escondido. Y las tres, entre risas nerviosas y exclamaciones quedas, cavaron un poco más con las manos hasta sacar un paquete envuelto en arpillera, que parecía haber dormido allí durante mucho tiempo, ajeno al sol y a la miseria. Corrieron hacia la cocina.