Por un pedazo de pan, aceptó ayudar a la cocinera de una casa acomodada a cargar unas bolsas pesadas.

—Señorita, ¿puedo ayudarla? —le llamó el hombre a la mujer, al notar cómo se esforzaba por llevar dos bolsas pesadas.
—Perdone que me acerque así de repente, pero parece que las bolsas están a punto de resbalarse de sus manos. Permítame llevárselas.

—¿De verdad? ¿Está seguro? ¿No son demasiado pesadas? —la mujer sonrió con timidez—. Muchísimas gracias.

El hombre tomó las bolsas con facilidad, como si estuvieran vacías, y echó a andar delante con zancadas amplias y seguras. La mujer, bonita y algo rellenita, se apresuró tras él, procurando no quedarse atrás. Juntos resultaban casi cómicos: él, alto, fuerte, con una marcha amplia, casi de desfile; ella, pequeña, suave, redondita como una tarta de queso recién hecha, con los rizos rebotando a cada paso. Tenía que dar dos pasos por cada uno de él.

—¡Por favor, vaya un poco más despacio! —jadeó—. Estoy completamente sin aliento.

Él, como despertando, se volvió:
—Perdón, me quedé pensando.

—Si no le molesta la pregunta, ¿en qué pensaba tan profundamente? —preguntó la mujer, mirándolo con atención.

Se llamaba Galina y de inmediato notó que el hombre no iba vestido para el verano: llevaba ropa gastada, remendada en partes, y parecía perdido, como si hubiera llegado a este mundo por accidente. Su curiosidad no la dejaba caminar en silencio a su lado.

—Vamos, cuénteme, ¿qué lo puso tan pensativo?

—En mí mismo… en la vida —suspiró.

—¿Qué tiene de malo? ¿La vida le resulta dura?

—No, no es eso… —negó con la cabeza—. Solo pienso mucho.

—Ah, ¿y no bebe también? —preguntó con cautela.

—¡No, en absoluto! No soy de esos.

—Gracias a Dios —asintió Galya, aliviada—. ¿Y cómo se llama? Por cierto, yo soy Galina, pero puede decirme Galka.

El hombre vaciló, como intentando recordar o, al contrario, tratando de olvidar algo importante.

—Me llaman Vaska… es mi apodo.

—¿Un apodo? ¿No le gusta su nombre real?

—No es eso… —bajó la mirada—. Es que no sé cuál es mi verdadero nombre.

Galina se quedó helada de sorpresa, pero enseguida se repuso:
—Entonces, ¿no recuerda?

—Exacto. Tengo pérdida de memoria. Me encontraron en la autopista, casi sin vida. Sucio, magullado, con la ropa hecha jirones. Estaba tirado como un cachorro abandonado. Alguien se detuvo, llamó a una ambulancia y me llevaron al hospital.

—Dios mío… ¿Y no recuerda nada de usted?

—Ni un solo recuerdo. A veces aparecen imágenes: rostros, habitaciones, fragmentos de conversaciones, destellos de luz… Pero todo se siente como la película de otra persona.

—¿Qué pasó después del hospital?

—Me enviaron a un orfanato. Me dieron un nombre temporal: Vasili. Y con ese he vivido desde entonces. Es bueno no estar en la calle: tengo techo, comida, trabajo.

—¿Y en qué trabaja?

—En lo que salga. Trabajos eventuales: cargador, ayudante en el mercado, a veces ayudo al carnicero, limpieza. Gano poco, pero alcanza para vivir.

—¿Y antes qué hacía? ¿Recuerda algo?

—Nada. Es como si hubiera vuelto a nacer. Tuve que aprenderlo todo desde cero. No a gatear, sino a vivir.

—Has tenido un destino duro, Vasya. Pero si no te has roto, saldrás adelante. La memoria es impredecible: hoy calla, mañana puede volver de golpe.

—Tal vez tenga razón…

—¡Claro que la tengo! ¿Para qué torturarte por lo que no recuerdas? Vive con lo que tienes. Y veo que eres un chico fuerte y trabajador. ¿Te gustaría encontrar un empleo?

—Me encantaría.

—Entonces ven conmigo. Hablaré con mi patrona. Tiene una casa grande, mucho por hacer. Quizá te encontremos algo.

—Perfecto. Vamos, ¿a qué esperamos?

Solo entonces Vasili se dio cuenta de que llevaban varios minutos parados, atrayendo la atención de los transeúntes.

—¿Falta mucho?

—No, está muy cerca. Normalmente voy en coche, pero hoy el chófer está ocupado, así que vine a pie. Encargamos un pavo para la patrona.

—¿Y qué hace usted para ella?

—Soy cocinera. El trabajo es duro, pero las condiciones son buenas. La patrona es amable, aunque callada. Cambió mucho tras la muerte de su hijo y de su marido. Pero paga bien y no trata mal a nadie.

Llegaron a un gran portón de hierro forjado. Detrás había una casa de ladrillo de dos plantas, rodeada de zonas verdes. A ambos lados del portón florecía el jazmín, llenando el aire de un aroma dulce. De pronto, Vasili se detuvo. Algo se agitó en su pecho, como si la memoria quisiera despertar… y luego se desvaneció como humo.

—¿Por qué te detuviste? Vamos, no tengas miedo.

Entraron en la casa, caminaron por un sendero cuidado y llegaron a la cocina: amplia, luminosa, acogedora, impregnada de olores caseros.

—Aquí estamos. Este es mi pequeño mundo: mis ollas y mis sartenes. Pasa, mira. Mientras tanto, llevaré el almuerzo a la patrona y le preguntaré por trabajo para ti. Seguro que sale algo.

Vasili miró alrededor. Por primera vez en mucho tiempo, sintió una sensación extraña: calor, comodidad e incluso cierta familiaridad.

—Siéntate un momento, vuelvo enseguida. Y come, ¿sí? Debes tener hambre —sonrió Galina.

A los pocos minutos, apareció ante él un plato de comida caliente, desprendiendo un aroma delicioso.

—Toma, prueba. Aún está templado. Vuelvo en seguida.

—Gracias… Ni siquiera sé cómo agradecértelo…

—¡No hace falta! —Galya agitó la mano—. Tú come.

Vasili tomó la cuchara y probó la comida. El sabor le hizo cerrar los ojos: casero, familiar, largamente olvidado. No recordaba la última vez que había comido así. La sensación casi asustaba.

—Rimma, ¿puedo? —preguntó en voz baja Galina, asomándose a la habitación.

La patrona estaba sentada con un viejo álbum de fotos. Lo hacía a menudo: se sentaba y repasaba el pasado con mirada pensativa. Hasta entonces, Galya nunca había visto el interior: Rimma siempre lo escondía de ojos ajenos.

—Gracias, Galya, puedes ir a descansar… o espera, ¿querías algo? —preguntó Rimma, mirándola con atención.

Galina se inquietó, jugueteando con el borde del delantal.

—Quería… Por favor, no se enfade, ¿sí? Tengo un conocido… Busca trabajo. Trabajador, joven, no bebe. ¡Honesto!

—¿Tiene documentos?

—Ahí está el problema: no tiene papeles. Su historia es complicada. Pero es buena persona, diligente…

Rimma guardó silencio un instante y luego asintió:
—De acuerdo, ven, enséñamelo.

—¡Ay, Rimma Alexéyevna, pero todavía no ha comido! —exclamó Galya.

—Comeremos después. Vamos.

Se dirigieron a la cocina, donde Vasili seguía esperando. Él estaba junto a la ventana, mirando pensativo a lo lejos.

—Vasya, ven, por favor —llamó Galina.

El hombre se volvió. En ese instante, Rimma palideció de golpe. Los labios le temblaron, aspiró bruscamente y comenzó a desvanecerse hacia el suelo.

—¡Rimma Alexéyevna! ¿Qué le pasa? —Galina corrió hacia ella—. ¡Vasya, ayuda, rápido!

Entre los dos la sentaron en una silla y le dieron agua.

—¿Se siente mejor? ¿Llamamos a un médico?

—No… no hace falta… ¿Cómo te llamas? —preguntó Rimma al hombre.

—Vasili.

—¿Y tu nombre real? No eres solo Vasya, ¿verdad?

—No lo recuerdo… Tengo pérdida de memoria.

Rimma lo miró largo rato, como queriendo encontrar algo muy profundo.

—Klim… —susurró por fin—. Te llamas Klim.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabe? Ni siquiera yo recuerdo mi nombre…

—Porque yo soy tu madre. Yo misma te puse el nombre.

Galina se quedó petrificada, atónita. Apretó el delantal con fuerza; su mirada iba y venía entre ambos.

—Pero usted dijo que su hijo… —susurró.

—Creí que se había ido —respondió Rimma en voz queda—. Por favor, trae el álbum de fotos. Está en el cajón superior del aparador.

Al abrirlo, la voz le vibró:
—Mi marido y yo no pudimos tener hijos durante mucho tiempo. Soñábamos con un bebé, pero los médicos negaban con la cabeza. Yo lloraba, Oleg se enfadaba. Hasta que su padre—mi suegro, Klim—nos llevó a su aldea. Dijo: “Dejen este lugar; todo aquí es estrés y hospitales. Vivan con la naturaleza, recobren fuerzas.”

Pasó la página.

—Allí fue. Supe que estaba embarazada. Te convertiste en nuestro milagro. Y te puse el nombre de mi suegro: Klim. Él no vivió para verte nacer, pero supo que sería bisabuelo.

Vasili escuchaba sin apartar la vista.

—Eras un niño bueno y tranquilo. El favorito de la maestra, excelente alumno. Amabas a los animales y pasabas todo el tiempo en el rincón de mascotas de la escuela. Y entonces…

Rimma suspiró.

—Oleg quería que siguieras sus pasos. Te convirtió en “un hombre con futuro”, como decía. Yo intenté protegerte, pero él fue inflexible. Empezaste a rebelarte: faltabas a clases, respondías a los profesores, llegabas a casa en mal estado. Te supliqué que pararas, que volvieras a ser quien eras. Pero no me escuchaste. Un día tuvimos una gran pelea. Oleg dijo: “O espabila o se va y no vuelve.” Yo me derrumbé entonces. Tú diste un portazo y dijiste que ya no nos necesitabas. Tres días después, nos llamaron para identificar un cuerpo. El rostro era irreconocible, pero estaban el reloj, el pasaporte, el teléfono… Lo creímos. Te enterramos. Poco después, Oleg murió. Su corazón no lo soportó…

Las lágrimas corrían por las mejillas de Rimma. Vasili miró la foto del chico dolorosamente familiar, como un reflejo en el agua. Ante sus ojos parpadearon fragmentos: risas, olor a humo de hoguera, el calor de las manos de su madre…

—Mamá… —susurró al fin, casi inaudible.