Era de noche, una noche fría y cruel. El viento cortaba las calles arrastrando polvo, papeles y el olor agrio de la basura. Era la banda sonora de todas las madrugadas en la vida de Yasmín, una pequeña niña de la calle. La niña vivía en las calles desde que había sido abandonada por sus padres, quienes la dejaron siendo aún una niña por causa de su condición en las piernas. Apenas podía caminar y dependía de una vieja silla de ruedas oxidada que rechinaba con cada pequeño movimiento.
Aún así, la pequeña mantenía la mirada firme, valiente. Escuchaba ofensas todos los días, pero nunca respondía.
—Quítate de en medio con esa silla vieja, cerda perezosa. ¿No ves que hay gente trabajadora que quiere pasar? —gritó una vez un hombre apurado, pateando una latita que rodó cerca de ella.
Pero Yasmín solo desvió la mirada, respiró hondo y susurró para sí misma: “No soy perezosa, solo no puedo caminar bien”.
Las calles eran su casa y su prisión. Cada acera era un desafío, cada escalón un muro. La falta de accesibilidad, el hambre, el frío y el desprecio eran enemigos constantes. Ya la habían echado de plazas, humillado desconocidos y llamado inútil, incluso aquellos que decían creer en Dios. Para casi todos, Yasmín era solo una molestia, un retrato de la miseria que nadie quería ver.
Pero aquella noche el destino pondría a alguien en su camino, alguien que cambiaría todo.
La niña se detuvo frente a un restaurante lujoso, iluminado por luces doradas y vitrinas relucientes. Dentro las parejas reían, brindaban y los cubiertos tintineaban como si el mundo exterior no existiera. Ella miró aquella escena y murmuró en voz baja.
—Una noche más, una batalla más. Tal vez pueda probar suerte aquí. Quizás alguien de buen corazón me ayude.
Pero nadie siquiera la miró. Los que pasaban apartaban la vista con prisa, como si su sola presencia fuera una molestia visual. Yasmín permaneció allí tímida, extendiendo la mano a cada persona que salía.
—Por favor, solo un poco de comida… —pedía casi en un susurro.
De repente, una sombra pasó demasiado rápido. Un brazo golpeó con fuerza el apoyo de la silla. El impacto hizo que las ruedas se desequilibraran y en cuestión de segundos Yasmín cayó al suelo. Su frágil cuerpo entre bolsas y basura. El dolor fue inmediato, but peor aún fue la humillación. Cuando levantó la vista, vio a una mujer elegante acomodando su vestido y su cabello, murmurando con desprecio.
—Era lo que me faltaba. Francamente, esto es un absurdo —dijo Elena frunciendo la nariz—. Pensé que la calle de un restaurante de lujo como este estaría mejor frecuentada. Qué escena tan repugnante. Seguramente se perdió del callejón donde vive y ahora está aquí estorbando a la gente. Y todavía se atreve a pedirme limosna. Hoy una moneda, mañana otra y pronto una fortuna entera. Siempre son así, nunca se conforman.
Yasmín permaneció inmóvil intentando contener las lágrimas. Las personas alrededor miraban de reojo. Algunos reían en voz baja, otros fingían no ver. La niña intentó levantarse con dificultad, su cuerpo temblando, las manos heridas contra el asfalto.
—Perdón, no quería molestar —dijo con la voz entrecortada—. Solo pensé en conseguir unas monedas para comer.
Entonces, una sombra se proyectó sobre ella. Un hombre elegante, con traje oscuro, se agachó. Eduardo, el multimillonario, observó la escena con genuina preocupación.
—Oye, ¿estás bien? —preguntó extendiendo la mano con delicadeza. Con cuidado enderezó la silla verificando si se había lastimado.
El gesto simple y humano atrajo miradas de asombro de los transeúntes. Elena, indignada, cruzó los brazos y dijo en voz alta:
—¿En serio, Eduardo? ¿Tienes idea de lo bajo que estás cayendo? Arrodillarte en plena calle para ayudar a una mendiga en silla de ruedas. —miró a su alrededor preocupada por quién podría estar viendo—. Levántate de ahí, esto es ridículo. Nos estás avergonzando. Arréglate antes de que algún conocido pase por aquí y vea esta escena patética.
El multimillonario se levantó despacio, mirando fijamente a su esposa. Sus ojos lo decían todo. Decepción. Luego volvió a mirar a Yasmín, que ahora intentaba con esfuerzo volver a acomodarse en la silla.
—Elena —dijo él tranquilo pero firme—, tú puedes ver debilidad aquí, pero yo veo humanidad. Si no uso lo que tengo para ayudar a quien lo necesita, ¿de qué me sirve todo lo que he conseguido? —Hizo una pausa, respiró hondo y continuó—. ¿Sabes, Elena? Siempre creí que el valor de un hombre no está en los contratos que firma ni en los números que acumula en el banco. Está en lo que hace cuando se encuentra con alguien que no tiene nada.
Elena rodó los ojos, pero no respondió. Eduardo miró a la niña. Su semblante sereno contrastaba con el torbellino de emociones que agitaba su corazón. Lentamente sacó la billetera del bolsillo del saco, la abrió con cuidado y sacó algunos billetes. Los dobló con delicadeza y los extendió hacia Yasmín, acompañado de una mirada sincera que decía mucho más que cualquier palabra. Elena, a su lado cruzó los brazos y suspiró con fastidio.
—¡Vamos, Eduardo! —murmuró entre dientes—. No quiero que nadie nos fotografíe cerca de esa chica.
Pero él no respondió, solo sonrió levemente y sostuvo la pequeña mano de la niña por un instante. El toque fue breve, pero suficiente para calentar el corazón frío de aquella niña. Esa noche depositó el dinero en su palma y cerró sus dedos. Y entonces, sin importarle las miradas alrededor, se puso de pie y se volvió hacia el camarero que observaba todo a la distancia. Sorprendido por aquella escena inusual, Eduardo alzó la voz firme con un tono que no dejaba espacio para dudas.
—Por favor, compañero, tráigale a esta niña un plato de lo mejor que tengan esta noche. —Hizo una pausa, miró a Yasmín y añadió con una sonrisa—: No, dos platos. Que coma hasta quedar satisfecha y póngalo en mi cuenta.
El camarero, sin saber cómo reaccionar, solo asintió y se alejó apresuradamente. Eduardo quiso decir algo más, pero la mirada cortante de Elena lo silenció.
—Elena, deberías mejorar la forma en que tratas a las personas. Cuando nos casamos, no eras así —intentó reprenderla.
—Solo estoy cansada, amor. Vamos a casa —intentó cambiar el tono, aunque en su mirada aún se notaba la ira que sentía.
Presionado, la acompañó hasta el auto. El motor del vehículo de lujo rugió, alejándose, dejando atrás a una niña emocionada y un gesto de bondad que cambiaría destinos.
Poco después, el camarero volvió con dos cajas bien servidas, los mejores platos de la casa, cuidadosamente empaquetados. Se las entregó a la niña que agradeció con una sonrisa tímida. Yasmín decidió alejarse de allí y buscar un rincón más tranquilo para comer, lejos de las miradas de desprecio. Pero al mover la silla de ruedas, escuchó un sonido extraño. Algo cayó al suelo. Se inclinó con esfuerzo y recogió el objeto.
—¿Qué es esto? —preguntó intrigada. La luz del poste se reflejó en la tapa de cuero oscuro—. Es la billetera del hombre bondadoso. Debe habérsele caído cuando la guardó con prisa. Wow. Es una billetera muy bonita y debe tener mucho dinero dentro.
El corazón de la niña se aceleró. Por un segundo, el instinto de supervivencia, ese que las calles enseñan quiso hablar más fuerte. Pero Yasmín respiró hondo y abrió la billetera no por codicia, sino por esperanza.
—Vamos, debe de haber alguna información para que pueda encontrar al hombre bondadoso que me ayudó y devolverle su billetera —dijo ojeando el contenido con prisa—. ¿Cómo se llamaba? Su esposa lo mencionó, pero lo olvidé.
Revisó entre billetes, tarjetas doradas y documentos hasta que encontró lo que buscaba. Sus ojos se iluminaron.
—Ah, aquí está el documento. Se llama Eduardo. Tengo que devolver la billetera del señor Eduardo.
Siguió buscando algo que la ayudara a localizarlo, pero no encontró dirección ni teléfono. Solo una tarjeta de presentación de un banco con el nombre del millonario estampado en letras grandes y elegantes.
—Okay, esta es la única pista, pero tengo que intentarlo —murmuró decidida—. Ese hombre fue tan bueno conmigo. Me trató como nadie lo había hecho antes. Me vio diferente a los demás. No puedo simplemente quedarme con esto. Tengo que devolverlo. Tengo que mostrar mi gratitud.
A la mañana siguiente, el sol tímido comenzaba a calentar las aceras sucias. Yasmín despertó temprano, aún con el estómago parcialmente lleno de las cajas de comida de la noche anterior. Sostenía la billetera con fuerza, como si fuera una misión. Al llegar a la sucursal bancaria indicada en la tarjeta, la niña se esforzó para cruzar la calle y empujar su silla hasta la entrada. El suelo irregular dificultaba el camino, pero ella no se rindió. Al llegar al mostrador, miró a la empleada y habló con toda la valentía que logró reunir.
—Por favor, señorita. Encontré una billetera. Pertenece a un hombre bueno que me ayudó ayer. Parece una persona importante. Solo quiero devolvérsela. ¿Podría ayudarme a encontrarlo?
La empleada la miró de arriba a abajo con el rostro cargado de un asco apenas disimulado. Entonces, Yasmín intentó explicarse mejor, diciendo que el nombre del dueño era un hombre llamado Eduardo. Por un breve momento, la mujer detrás del vidrio pareció sorprendida, pero enseguida su expresión cambió al sarcasmo.
—Esto tiene que ser una broma —dijo soltando una risita—. ¿De verdad crees que alguien como tú podría tener la billetera de Eduardo Almeida? El dueño del grupo multinacional Almeida Group.
La pequeña en silla de ruedas intentó responder, pero la mujer no se lo permitió.
—Qué historia tan ridícula. Sal de aquí, niña sucia. ¿Estás espantando a los clientes?
El corazón de Yasmín se encogió. Su rostro ardía. El orgullo dolía. Sin poder decir nada, se dio la vuelta y salió del banco lentamente, sintiendo las miradas de desprecio quemar su espalda. Afuera se detuvo unos segundos. El viento frío golpeó su rostro. Respiró hondo y habló consigo misma con un tono triste, pero firme.
—Vaya, primero su esposa, ahora los empleados del banco que él frecuenta. Parece que todos los que están alrededor de ese hombre son personas arrogantes, gente que disfruta humillar. —Cerró los ojos por un instante pensando en Eduardo—. ¿Y si me equivoqué con él? —susurró—. Tal vez no sea tan diferente de ellos si se siente cómodo rodeado de esa gente. O, quién sabe, quizá esas personas estén aprovechando de su bondad.
Miró nuevamente la billetera apretándola contra el pecho y con voz más firme declaró:
—Solo lo sabré si lo encuentro. Tengo una nueva pista. Almeida Group, no debe estar lejos de aquí. No voy a rendirme.
Mientras tanto, en una sala lujosa del último piso del Almeida Group, Eduardo presentaba un gráfico a los socios y directores. Las enormes pantallas mostraban números positivos y colores vibrantes.
—Como pueden ver —dijo el multimillonario señalando el panel—, en los últimos años hemos tenido los mejores resultados desde la fundación de la empresa. Estamos aumentando cada vez más nuestra producción y nuestras ventas, utilizando como siempre constancia, paciencia y humildad en nuestras decisiones corporativas.
Los socios se levantaron aplaudiendo, sonrientes y satisfechos con el discurso inspirador de Eduardo. Los números eran buenos, el ambiente parecía optimista, pero entre aplausos y felicitaciones había una mirada que desentonaba con todas las demás: la de Ricardo, el hermano de Eduardo y CEO de la empresa. Su sonrisa era solo una máscara para ocultar la irritación que le ardía por dentro.
—Pero, ¿cuánto dinero creen que estamos dejando de ganar, o mejor dicho perdiendo en este mismo momento por culpa de esa política anticuada de constancia, paciencia y humildad? Estimados socios —preguntó levantándose con aire de superioridad—, no lo imaginan. Muy bien, yo también tengo un gráfico.
El silencio cayó como una cortina pesada. Eduardo lo observaba en silencio, intentando adivinar cuál sería su siguiente jugada. Ricardo tomó el control remoto y cambió la diapositiva de la presentación. El nuevo gráfico brilló en la pantalla con barras ascendentes y números enormes.
—¿Lo ven? —dijo con tono triunfante—. Estamos hablando de miles de millones, amigos míos. No miles ni millones. Miles de millones de pesos al año que dejamos de ganar por culpa de la humildad. La humildad y la paciencia no nos llevarán lejos. Lo que necesitamos es ampliar nuestros horizontes, pensar en grande, buscar nuevas oportunidades como esta que encontré y necesito su aprobación para continuar con la negociación.
Los socios intercambiaron miradas discretas, algunos interesados, otros desconfiados. Eduardo observaba todo atentamente, percibiendo el brillo de una ambición peligrosa en los ojos de su hermano. Entonces habló con calma, pero en tono firme.
—Pero no veo en tu gráfico ningún dato que muestre los riesgos que esto traería para la empresa, Ricardo.
El CEO bufó impaciente, pero Eduardo continuó.
—Mira, no quiero ofenderte, pero ¿no crees que apostar por esto ahora sería solo codicia de nuestra parte? Estamos bien. No necesitamos eso en este momento. —Hubo un breve silencio antes de que añadiera con la mirada firme—. Incluso ya demostraste esa codicia cuando hiciste aquella campaña fingiendo que ayudábamos a personas sin hogar, aún después de que te dije que estaba mal.
Ricardo permaneció inmóvil un instante sin respuesta. El aire pareció calentarse. Todos en la sala sabían que Eduardo se refería a la campaña publicitaria que su hermano había lanzado sin aprobación, una jugada fría para mejorar la imagen de la empresa. Fue entonces cuando Elena, secretaria de dirección y esposa de Eduardo, decidió intervenir. Sus tacones resonaron en el suelo mientras daba un paso al frente.
—Pero cariño —dijo forzando una sonrisa seductora—, ya hablamos de eso. Lo que te falta es ambición y eso ha estancado el crecimiento de la empresa. Entendemos que es una empresa familiar y que quieres honrar la memoria de tu padre, pero solo quien se arriesga puede vivir lo extraordinario, ¿no crees? —Miró a los socios uno por uno, como si intentara convencerlos solo con la mirada—. Y otra cosa, sabes que tu hermano tiene buenas intenciones. Solo actuó a tus espaldas porque nunca confías en él cuando trae ideas a esta sala. Exactamente eso estás haciendo otra vez.
Eduardo respiró hondo, pasándose la mano por el rostro. Observó a los socios. Muchos parecían pensativos, indecisos entre la prudencia y la ambición. Por un momento, el multimillonario pensó en su padre, en lo que diría si viera aquella escena. Finalmente suspiró y dijo:
—Está bien, te daré una oportunidad esta vez, pero necesitaré que traigas la propuesta completa y la presentes en la próxima reunión para que todos podamos votar. —Hizo una pausa y añadió mirando directamente a su hermano—: Pero por ahora, ¿qué puedo hacer para ayudarte con esta negociación?
La sonrisa de Ricardo fue inmediata. Se levantó, cruzó la sala y estrechó la mano de su hermano con fuerza, disimulando la satisfacción.
—No te arrepentirás, hermano —dijo con entusiasmo falso—. Y no te preocupes por hacer nada. Puedes confiar en mí. Yo me encargo de todo. Solo tendrás que firmar los papeles y contar el dinero después de que demos el golpe de suerte.
Mientras tanto, Yasmín recorría la ciudad sentada en su vieja silla de ruedas. El sol ya empezaba a caer cuando finalmente encontró la dirección que buscaba. Frente a ella se alzaba el imponente edificio espejado del Almeida Group. La fachada relucía con el atardecer y el movimiento de personas con trajes y tacones altos parecía pertenecer a otro mundo distante del suyo.
—Es aquí por fin —murmuró exhausta.
Con esfuerzo atravesó las puertas de vidrio. En el elegante vestíbulo, el piso brillaba tanto que reflejaba su imagen. La recepcionista, una mujer de mirada altiva y voz burlona, levantó los ojos del ordenador y la observó con desprecio.
—Excelente disfraz de mendiga —dijo con una sonrisa falsa—. Qué bien que ya viniste preparada. Hasta el olor característico de esa gente sucia estás emanando.
Yasmín parpadeó confundida.
—¿Disfraz? ¿Cómo así? —preguntó inocente—. Vine aquí para…
La mujer no la dejó terminar.
—Disfraz, vestuario, no me importa —interrumpió moviendo una pila de acreditaciones—. Toma tu gafete de acceso al área de marketing. La sesión de fotos será en el sexto piso. Puedes subir por las escaleras.
Yasmín tomó el gafete con duda.
—¿Escaleras? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Y mi silla de ruedas?
La recepcionista la miró sorprendida, como si recién en ese instante hubiera notado que la discapacidad era real. Y entonces respondió con frialdad.
—Ah, es de verdad. —Soltó una risita seca—. Mira, es una lástima, but los ascensores son solo para clientes y empleados. Si no puedes hacer un pequeño esfuerzo y subir las escaleras, quizá no merezcas la oportunidad de trabajo que te estamos dando. Podemos encontrar a muchas más como tú.
Yasmín tragó saliva, pero lo único que respondió en voz alta fue:
—Está bien, ya me las arreglaré.
Giró la silla y avanzó hacia las escaleras. Miró discretamente hacia atrás y vio que la recepcionista había vuelto a escribir en el ordenador distraída. Entonces, aprovechando la primera oportunidad, entró escondida en el ascensor. Su corazón latía acelerado. Mientras subía, el espejo reflejaba su rostro sudado, cansado, pero decidido. Empleados y clientes entraban y salían, pero todos la miraban con desprecio. Algunos incluso se apartaban, murmurando entre ellos: “Dios mío, dejaron entrar a una pordiosera. Tal vez sea parte de algún proyecto social”. Ella lo oía todo, pero se mantuvo firme. Fingió no escuchar. Fijó la mirada en las luces del panel del ascensor, concentrada.
De repente, las puertas se abrieron. Miró y notó el número iluminado.
—¡Ay, no! Creo que presioné el botón equivocado —dijo suspirando al ver el cartel en la pared—. Quinto piso.
Yasmín estaba a punto de presionar el botón del sexto piso cuando una voz resonó desde el pasillo. Aquel timbre frío y arrogante lo reconoció de inmediato.
“Es la voz de aquella mujer que estaba con él”, pensó con el corazón acelerado.
Por instinto giró la silla y avanzó lentamente hacia el origen de la voz, creyendo que tal vez podría reencontrar al hombre bondadoso que la había ayudado, pero lo que encontró no tenía nada de bondad. A través de las rendijas de la puerta de vidrio, Yasmín vio la sala de reuniones. Dentro, Elena y Ricardo estaban solos. La misma mujer arrogante, pero ahora con otro hombre, besándolo. Un beso largo, profundo.
La niña llevó la mano a la boca para contener un grito de sorpresa. Su pecho dolía de indignación, pues sabía que aquella era la esposa del hombre bondadoso. Se quedó allí inmóvil, con los ojos muy abiertos, hasta que logró desplazarse lentamente hacia detrás de una columna escondiéndose.
Los dos traidores, ajenos a la presencia de la niña, reían y conversaban intercambiando susurros venenosos.
—Por un momento pensé que el idiota de tu hermano no te daría la aprobación para seguir con la negociación —dijo Elena con tono burlón—. Está demente, pequeña. ¿Cómo vamos a robarle todo el dinero a un hombre tan tacaño que ni siquiera acepta correr un pequeño riesgo? Increíble.
Ricardo sonrió satisfecho ajustándose la corbata.
—Tienes razón —respondió—. Pero lo logramos. La negociación seguirá adelante y tú fuiste esencial para convencerlo. Lo mejor que hicimos fue hacer que ustedes se casaran.
Elena rió con esa risa fría que parecía salir de alguien sin alma.
—Mejor para ti, ¿no? Porque no eres tú quien tiene que soportar a ese insípido todos los días —dijo rodando los ojos—. Pero hablando de lo que realmente importa, ¿qué haremos cuando él pregunte de qué trata el contrato?
Ricardo negó con la cabeza, confiado.
—¡Ah, eso es sencillo! —dijo con una sonrisa perversa—. Le diremos que se trata de una de esas tonterías de ayudar a los pobres que tanto le gustan. ¿Cómo ese sueño suyo de crear un refugio para personas sin hogar? Le mostraremos una versión falsa del proyecto, con todo en orden, como debería ser. Pero el día que firme el contrato real estará todo en árabe. El idiota de mi hermano no notará que las cláusulas fueron cambiadas. Firmará a ciegas, confiando en nuestra palabra.
Yasmín, escondida, sintió su corazón latir aún más fuerte. Sus manos temblaban sobre las ruedas de la silla. “Así que es eso”, pensó horrorizada. “Esas personas realmente están intentando aprovecharse de ese hombre bondadoso. Pobre señor Eduardo”.
Y fue en ese instante cuando el destino jugó una mala pasada. La rueda oxidada de su silla se movió ligeramente, emitiendo un chirrido metálico que resonó en la sala. Elena dejó de reír al instante. Su semblante se endureció y miró alrededor.
—¿Qué fue eso? —preguntó alerta, mirando hacia la dirección del sonido.
Yasmín se quedó paralizada. Desesperada, giró la silla lentamente, alejándose hacia atrás, casi sin respirar. Por suerte, el pasillo estaba lo suficientemente oscuro como para ocultarla. Entonces, empujó la silla con fuerza y se lanzó de nuevo hacia el ascensor, presionando el botón con apuro. Las puertas se cerraron segundos antes de que Elena se acercara.
El ascensor descendió y la niña, con el corazón acelerado, susurró para sí misma:
—Tengo que ayudar a ese hombre. Él es realmente una buena persona. Solo está siendo engañado por quienes más confía. —Respiró hondo, sosteniendo con fuerza el gafete que había recibido en la recepción—. Voy a aprovechar este gafete y seguir viniendo aquí hasta encontrar a ese hombre cuando esté lejos de esos sinvergüenzas. Necesito advertirle de lo peor.
Cuando llegó a la planta baja, salió rápidamente por la puerta principal. Creía que se había librado de la situación sin ser vista, pero Elena sospechando algo, caminó hasta la entrada de la sala y examinó el suelo. De pronto se detuvo, se agachó y pasó los dedos por el piso brillante.
—Recuerdas a esa mendiguita sucia de la que te hablé, la que Eduardo ayudó —dijo levantando la mirada hacia Ricardo—, creo que acabo de verla aquí saliendo de la empresa.
—¿Cómo voy a firmar algo que no puedo leer? No sé si debo firmar este contrato. Es el futuro de la empresa de nuestro padre lo que está en juego —dijo el multimillonario respirando hondo, con la voz temblorosa de duda—. Él me confió la responsabilidad sobre este lugar. Me pidió que lo cuidara como si fuera mi propia casa y eso es lo que he hecho desde que asumí la empresa. No puedo simplemente arriesgarlo todo ahora.
En la cabecera de una larga mesa de mármol, Eduardo, multimillonario y heredero de una poderosa multinacional, observaba el montón de papeles frente a él. Las luces frías se reflejaban en las paredes de vidrio, mezclándose con el brillo de la ciudad afuera. Era de noche, pero nadie en la sala parecía tener prisa por irse. El aire estaba denso, casi sofocante. Cada mirada, cada respiración pesaba toneladas. Todos esperaban una sola cosa: la firma que cambiaría destinos.
De pronto, una voz femenina, dulce pero venenosa, rompió el silencio.
—Vamos, mi amor, ahora no es momento de flaquear ni de echarte atrás. Hemos estado negociando este contrato durante bastante tiempo y sabes que es la mejor opción en este momento. Toma esta decisión y yo estaré, digamos, muy orgullosa de ti.
La dueña de la voz era Elena, esposa de Eduardo y secretaria de dirección de la empresa. Se levantó despacio con los tacones resonando en el suelo. Cada paso era calculado, cada mirada cargada de encanto y manipulación. Se acercó a su marido con una sonrisa controlada, el tipo de sonrisa que ocultaba intenciones. Su vestido de diseñador rojo contrastaba con la mirada fría y ambiciosa que le dirigía. Eduardo la miró por un instante. Su rostro estaba tenso. Sus manos sudaban.
—Tal vez no sea realmente la mejor opción —murmuró moviendo los papeles—. Son tantos números, tantas promesas, pero ¿de qué sirven los miles de millones si ni siquiera entiendo lo que está escrito aquí? ¿Y si cometo un error irreversible y entrego todo lo que nuestra familia construyó sin darme cuenta? No lo sé. Ni siquiera sé si soy capaz de tomar esta decisión.
Mientras hablaba, Ricardo, su hermano menor, observaba con impaciencia. Sentado en un sillón de cuero, ajustó la corbata y cruzó las piernas con calma, intentando ocultar el nerviosismo, pero sus ojos lo delataban. Estaba a punto de explotar de irritación. Fijaba la mirada en Eduardo, analizando cada gesto como si intentara controlar la situación solo con los ojos.
—Eduardo, hermano mío —comenzó forzando una sonrisa—, tienes que dejar de lado todo este drama. Ten en cuenta que este contrato es la clave para poner nuestra empresa en el mapa mundial. Miles de millones, ¿entiendes? Miles de millones. Solo tienes que firmar. ¿De verdad crees que yo, el CEO de esta empresa, tu querido hermano, pondría todo en riesgo? Confía en mí. Este contrato es más que perfecto.
La sala volvió a quedar en silencio, excepto por el sonido distante del reloj marcando los segundos. Eduardo seguía mirando las hojas, pero Elena no soportó el silencio. Con los brazos cruzados dio un paso al frente y soltó en un tono que mezclaba seducción y desprecio.
—Cariño, no seas tan cobarde. Oportunidades como esta no aparecen dos veces. ¿Tienes idea de quién está sentado frente a ti? Este jeque es poderoso. Tiene influencia internacional. Nuestro futuro está en ese pedazo de papel y si no firmas, estarás tirando por la borda todo el futuro de nuestra familia, ¿no lo ves?
Eduardo levantó la vista inseguro, pero ella continuó sin darle tiempo a pensar.
—¿Qué van a pensar de ti, eh? El multimillonario que perdió la oportunidad de su vida por miedo a una simple firma. Así quieres que te recuerden todos.
Frente a él, sentado en un silencio absoluto, estaba el Jeque, el misterioso inversionista árabe, que había redactado el contrato. Nadie en la sala entendía una sola palabra del documento escrito en su idioma natal. El hombre cruzó los brazos con el rostro imperturbable, pero su mirada, una mirada dura, evaluadora, parecía exigir una respuesta inmediata. La túnica impecable y el anillo dorado en su dedo mostraban que era alguien acostumbrado a mandar y a ser obedecido.
Eduardo tragó saliva, le temblaban las manos. La punta de la pluma se detuvo sobre la primera línea del contrato. El sonido metálico de la pluma al tocar el papel resonó como un trueno dentro de él. Pero antes de que pudiera escribir algo, la puerta se abrió de golpe. El ruido fue tan inesperado que todos se sobresaltaron.
Un viento frío atravesó la sala cuando una niña entró en una silla de ruedas casi enredándose con la alfombra elegante. El impacto fue general. La pequeña era visiblemente una niña de la calle. Llevaba un overall de mezclilla y una camiseta blanca. Su ropa estaba sucia y el rostro marcado por la vida dura. El cabello castaño claro trenzado a los lados. Sus manos temblaban al sujetar las ruedas de la silla y su respiración era rápida, desesperada. Y entonces, con toda la fuerza que logró reunir, gritó:
—¡No, no lo haga! ¡No firme ese contrato!
La voz aguda de la niña resonó por la sala como un rayo. Todos se giraron al mismo tiempo. El silencio se rompió como un vidrio hecho añicos. El jeque permaneció inmóvil observando con frialdad. Pero Elena y Ricardo intercambiaron miradas nerviosas como si aquel grito hubiera revelado algo que temían. Eduardo, por su parte se quedó congelado. Su mirada fue tomada por algo extraño, una mezcla de asombro, miedo y una especie de alivio.
Ricardo se levantó disimulando el pánico con arrogancia.
—¿Qué es esto? ¿Quién dejó entrar a esta mocosa sucia aquí? —gritó intentando reír para ocultar el nerviosismo—. Alguien dejó la puerta abierta para que esta cosa entrara. Eduardo, ordena que saquen a esta chiquilla de aquí. Esto es una reunión de miles de millones. ¿Cómo puede entrar aquí una mendiga y encima en silla de ruedas?
Elena llevó la mano al rostro respirando hondo, asqueada, y murmuró en voz baja.
—Dios mío, el olor de esta niña es insoportable. Alguien sáquela de aquí.
Eduardo, aún con la pluma en la mano, no respondió. Miraba fijamente a la niña como hipnotizado. Algo en aquella voz, en esa mirada sucia e inocente, lo conmovía profundamente. Algo familiar, pero nadie allí imaginaba quién era ella. La pluma seguía temblando entre los dedos del multimillonario. El contrato permanecía intacto sobre la mesa y la niña, débil, jadeante, seguía inmóvil, mirando directamente a los ojos de Eduardo sin el menor temor.
Eduardo permaneció quieto unos segundos después del grito de la niña. La sala entera parecía suspendida en el tiempo. Nadie respiraba. Entonces, lentamente volvió la mirada hacia su hermano con el semblante serio y cargado de juicio.
—¿Qué es esto, Ricardo? ¿Desde cuándo hablas así con la gente? —preguntó con voz firme—. Ten más respeto. ¿No ves que es solo una niña?
Ricardo arqueó las cejas, sorprendido al escuchar eso en medio de aquella tensa reunión. Intentó disimular con una sonrisa forzada, pero el multimillonario ya había notado el tono arrogante y cruel en sus palabras. Elena, siempre calculadora, actuó antes de que la situación se saliera de control. Dio unos pasos hacia la niña tratando de aparentar calma, aunque la impaciencia se reflejaba en su rostro.
—Mi amor, ¿podemos hablar sobre la actitud de tu hermano después? —dijo con voz dulce—. Pero ahora no tenemos tiempo que perder con una intrusa. Vamos, el jeque está esperando tu firma.
El jeque, que hasta entonces había permanecido callado, cruzó lentamente los brazos. Su expresión era enigmática, una mezcla de aburrimiento, irritación y algo que recordaba al desprecio. No abrió la boca, pero su mirada gritaba, exigiendo que Eduardo tomara una decisión de una vez. El multimillonario suspiró hondo, sintiendo el peso del mundo sobre sus hombros. Apretó la pluma entre los dedos, casi convencido de que debía terminar con aquello de una vez.
Pero antes de que pudiera moverse, la voz firme y decidida de la niña volvió a resonar.
—¡Yo traduzco para usted! —gritó con el mentón erguido y los ojos brillando—. ¡Sé lo que está escrito ahí! ¡Está a punto de cometer el mayor error de su vida!
El impacto de sus palabras hizo desaparecer el aire de la sala. Ricardo y Elena se miraron aterrados. El multimillonario, en cambio, no pudo apartar la mirada de la niña.
—”Yo traduzco para usted. Sé lo que dice ese contrato” —repitió la niña de la calle en silla de ruedas, su voz llenando el silencio de la reunión de negocios, haciendo que todos se rieran de ella.
La risa de Ricardo fue la más fuerte, un sonido áspero que intentaba cubrir su pánico. Elena soltó una risita de desdén. Pero Eduardo permaneció en silencio, observando la determinación en los ojos de la niña que había ayudado.
Pero cuando la niña tomó el contrato en sus manos, ignorando las burlas, y señaló un detalle, una cláusula escondida escrita en árabe que hasta ese momento el multimillonario no había notado —una cláusula que transfería no solo una parte, sino el control total del Almeida Group—, él cayó de rodillas, agradeciendo entre lágrimas a la pequeña.
News
POBRE NIÑA ACOGE A UNA ANCIANA Y SUS NIETAS ABANDONADAS, Y LO QUE SIGUE ES EMOCIONANTE
POBRE NIÑA ACOGE A UNA ANCIANA Y SUS NIETAS ABANDONADAS, Y LO QUE SIGUE ES EMOCIONANTE En una aldea polvorienta…
Cargaba a Dos Huérfanos en el Desierto… Hasta que Ella le Susurró: Dios te los Confió por una Razón
Cargaba a Dos Huérfanos en el Desierto… Hasta que Ella le Susurró: Dios te los Confió por una Razón El…
Lo perdió todo. La familia, el hogar, los sueños. Ahora debe descubrir cómo empezar desde cero| IA
Lo perdió todo. La familia, el hogar, los sueños. Ahora debe descubrir cómo empezar desde cero El olor a humo…
Mujer humilde dio un vaso de agua… y cambió su destino para siempre
Mujer humilde dio un vaso de agua… y cambió su destino para siempre Las cinco de la mañana llegaban con…
Thiago Medina alista su gran regreso a la TV: fecha, formato y sorpresas
Thiago Medina se prepara para un nuevo regreso a la televisión: todos los detalles El exparticipante de Gran Hermano se…
Se filtra feroz cruce entre La Joaqui y Wanda Nara en MasterChef Celebrity
Se filtró el fuerte cruce entre La Joaqui y Wanda Nara en MasterChef Celebrity que no saldrá al aire Durante…
End of content
No more pages to load






